Logré ponerme en pie y anduve, tambaleante, hasta la puerta de atrás. Pensé que lo mejor sería que me alejase para evitar tentaciones.
Toby
corrió detrás de mí meneando el rabo. Choqué contra la jamba de la puerta y salí al aire libre, y me encontré bajo la luz del sol, frente a la escalera de hierro forjado por la que se subía al piso de arriba de las cocheras. Contemplé la escalera y pensé que habría sido preferible instalar un ascensor, o por lo menos conseguir un perro más grande.
Me di cuenta de que había algún otro problema cuando
Toby
no quiso subir por las escaleras.
—Espera, muchacho —le dije, y él, muy obediente, se sentó en el rellano y dejó que fuese yo quien me hiciera el héroe.
Pensé en marcharme, pero estaba demasiado maltrecho y, además, aquél era mi espacio, con mi televisión de pantalla plana, y quería recobrarlo.
Me quedé a un lado de la puerta y la abrí de una patada, y luego me asomé con cautela al umbral para ver quién había dentro. Era Lesley, que me aguardaba sentada en la
chaise longue
. Tenía el bastón de Nightingale sobre las rodillas y miraba al vacío. Se volvió cuando entré.
—Me has matado —dijo.
—¿No podrías regresar al sitio de donde viniste?
—Sin mi amigo, no —dijo—. No sin el señor Punch. Me has asesinado.
Me dejé caer sobre el sillón.
—Llevas doscientos años muerto, Henry —dije—. Estoy convencido de que no se puede asesinar a alguien que ya ha muerto. —Pensé que, si se pudiera, la Policía Metropolitana habría sacado ya un formulario para presentar la denuncia.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo —dijo Lesley—. Aunque tengo que decir que he fracasado a ambos lados del velo de la muerte.
—No lo sé —dije—. Me tenías bien engañado.
Lesley se volvió y me miró.
—Sí, ¿verdad? —dijo.
Vi que tenía unas finas y pálidas estrías en torno al puente de la nariz causadas por el estiramiento de la piel, y que algunos vasos sanguíneos se le habían reventado alrededor de la boca y su delicado rastro le subía por las mejillas cual vid de invierno. Incluso la manera como hablaba era distinta: como tenía los dientes rotos y no vocalizaba bien, Henry Pyke debía mantenerle la boca cerrada para ocultar los daños. Tuve que contener la ira que me hervía en el pecho, porque me hallaba en plena operación de rescate de rehenes, y la primera norma que sigue quien negocia para liberar a unos rehenes es mantener la distancia emocional. O tal vez la norma sea: «No mates al secuestrador hasta que los rehenes estén a salvo.» Era una cosa o la otra.
—Al mirar atrás —dije—, resulta todavía más notable que no te delataras ni una sola vez.
—¿No sospechaste en ningún momento? —preguntó Lesley alegremente.
—No —dije—. Me pareciste totalmente convincente.
—Hacer un papel de mujer siempre es un desafío —dijo Lesley—. Y el de una mujer moderna lo es por partida doble.
—Qué lástima que tenga que morir —dije.
—Quiero que sepas que yo fui el primer sorprendido al ocupar este cuerpo —dijo Lesley—. Le echo la culpa a ese italiano, Piccini, miembro de una raza apasionada. Tienen que incorporar la lujuria en todas sus empresas… incluso en sus obras religiosas.
Asentí con la cabeza y fingí interés. Aunque los aparatos estuvieran enchufados, las luces del televisor y del DVD estaban apagadas. Lesley llevaba allí sentada el tiempo suficiente para haber vaciado todos mis aparatos electrónicos, y si hubiera terminado de consumirlos le habría llegado el turno a su propio cerebro. Tenía que sacarle de la cabeza los últimos restos de Henry Pyke.
—Así funcionan las obras de teatro —dijo Lesley—. Las escenas y los actos están mucho más ordenados que en este monótono mundo. Si no tenemos cuidado, puede ser que nos arrastre el genio del personaje. Así, Pulcinella nos engañó a los dos.
—Entonces, ¿tú preferías que Lesley siguiera con vida? —pregunté.
—¿Aún sería posible? —preguntó ella.
—Sólo si tú estás de acuerdo.
Lesley se acercó a mí y me dio la mano.
—Sí, claro que sí, muchacho —dijo—. No podemos tolerar que se diga que Henry Pyke fue tan descortés como para hacerle sufrir su propio y triste destino a una inocente.
Me pregunté lo que habría dicho si hubiese tenido alguna idea del rastro de muerte y dolor que había ido dejando a su paso. Tal vez actuara de una manera propia de espectros; tal vez el mundo de los vivos fuera como un sueño para los muertos y no se lo tomaran muy en serio.
—Entonces déjame que llame al médico —dije.
—¿Entiendo que hablas del mahometano escocés?
—El doctor Walid —aclaré.
—¿Crees que podría salvarla? —preguntó Lesley.
—Creo que sí —dije.
—Pues entonces, llámale sin falta —pidió Lesley.
Salí a la escalera, volví a ponerle batería al móvil y llamé al doctor Walid, que me dijo que llegaría en diez minutos. Me dio instrucciones sobre lo que podía hacer mientras tanto. Cuando volví a entrar, Lesley parecía expectante.
—¿Puedo quedarme con el bastón de Nightingale? —pregunté.
Lesley asintió y me entregó el bastón de puño de plata. Puse la mano sobre el puño, como me había aconsejado el doctor Walid, pero no encontré nada, tan sólo el frío del metal. El bastón había perdido toda su magia.
—No nos queda mucho tiempo —dije.
Sobre el respaldo de la
chaise longue
había una sábana relativamente limpia que yo le había puesto para resguardarlo del polvo. La recogí.
—¿De verdad? —preguntó Lesley—. ¡Ay!, porque, a medida que pasan las horas, mayor es mi renuencia a marcharme.
Empecé a rasgar la sábana en tiras anchas.
—¿Podría hablar directamente con Lesley? —le pregunté.
—Por supuesto, mi querido muchacho —respondió Lesley.
—¿Estás bien?
No se produjo ninguna transformación exterior que pudiera ver.
—Ja —dijo ella, y por el tono de su voz estuve seguro de que se trataba de la verdadera Lesley—. Qué pregunta más imbécil. Ha ocurrido, ¿no?, lo noto…
Levantó la mano a la altura del rostro, pero yo se la agarré y, suavemente, le hice bajarla.
—Dentro de poco estarás bien —le confirmé.
—No sabes mentir —dijo—. Por eso siempre tenía que hablar yo.
—Es que tú tenías un talento natural —le dije.
—No era talento —replicó Lesley—. Era el resultado de trabajar duro.
—Es que tenías como un talento natural para trabajar duro —expliqué.
—Cabrón —me increpó—. No recuerdo que me dijeran nada de que se me podía caer la cara cuando me alisté.
—¿Seguro que no? —le pregunté—. ¿No te acuerdas del careto del inspector Neblett? Puede que a él le sucediera lo mismo.
—Dime que dentro de poco voy a estar bien.
—Dentro de poco estarás bien —dije—. Te voy a sostener la cara con esto. —Le enseñé la sábana hecha jirones.
—Ah, caramba, ya me siento mejor —exclamó—. ¿Me prometes que te quedarás a mi lado, pase lo que pase?
—Te lo prometo —dije.
Y, siguiendo las instrucciones de Walid, empecé a enrollarle un jirón de tela muy prieto en torno a la cabeza. Murmuró algo y le aseguré que le cortaría un agujero para la boca en cuanto hubiese terminado. Até la tira de la misma manera en que una de las hermanas de mi madre me había enseñado a sujetar un pañuelo en torno a la cabeza.
—Qué bien —dijo Lesley, una vez le hube cortado el agujero que le había prometido—. Ahora soy la mujer invisible. —Para asegurar mi obra, le anudé todos los jirones tras la nuca para que no perdieran tensión. Encontré una botella de Evian al lado de la
chaise longue
y la utilicé para empapar los improvisados vendajes.
—¿Ahora intentas ahogarme? —preguntó Lesley.
—El doctor Walid me dijo que lo hiciese —respondí. No le expliqué que lo hacía para impedir que el vendaje se le pegase a las heridas.
—Está fría —me dijo.
—Lo siento —dije yo—, ahora voy a tener que pedirle a Henry que regrese.
Henry Pyke regresó de buena gana.
—¿Qué tengo que hacer ahora?
Me aclaré la mente y abrí la mano, y dije la palabra: «
Lux
.» Una luz fantasma cobró forma sobre la palma de mi mano.
—Ésta es la luz que te llevará a tu lugar en la historia —dije—. Dame la mano. —No se decidía—. No te preocupes, no te va a quemar.
La mano de Lesley estrechó la mía, la luz se filtró por entre sus dedos. Yo no sabía cuánto tiempo iba a durar mi magia. Ni siquiera sabía si Molly, al chuparme la sangre, me había dejado mucha. A veces no nos queda otro remedio que contentarnos con esperar lo mejor.
—Escúchame, Henry —le dije—. Éste es tu momento, tu gloriosa salida de escena. Las luces se apagan, tu voz calla, pero lo último que el público verá es el rostro de Lesley. Aférrate a la imagen de su rostro.
—No quiero irme —dijo Henry Pyke.
—Tienes que irte —dije—. Eso es lo que distingue a los grandes actores… saber con precisión en qué momento tiene que abandonar la escena.
—Qué sabio eres, Peter —dijo Henry Pyke—. Ésa es la verdadera marca del genio, saber entregarse al público, pero, al mismo tiempo, preservar la vida privada, el espacio secreto, lo que nadie puede conocer…
—Para que así luego quieran ver más —dije, esforzándome por que mi desesperación no se reflejara en mi voz.
—Sí —dijo Pyke—, para que así luego quieran ver más.
Y el cretino bocazas salió de escena.
Oí fuertes pisadas sobre la escalera de hierro. El doctor Walid y la caballería habían llegado. Al instante florecieron manchas rojas sobre las telas blancas que cubrían el rostro de Lesley. Oí que gorgoteaba y se asfixiaba al tratar de respirar. Una mano grande se posó sobre mi hombro y, sin más ceremonias, me sacó de en medio.
Me dejé caer al suelo… pensé que por fin podría dormir.
E
L TRABAJO
El joven tendido sobre la cama del hospital se llamaba St. John Giles, y era el ocho en rugby, o el seis en una embarcación de remo, o lo que puedan tener en la Universidad de Oxford que había venido a Londres para salir de marcha. Tenía el cabello rubio y desgreñado, y pegado a la frente por culpa del sudor.
—Ya le he contado a la policía lo que ocurrió y no me creyeron. ¿Por qué van a creerme ustedes? —decía.
—Porque somos personas que creen a las personas a quienes no creen otras personas.
—¿Y cómo puedo estar seguro? —preguntó.
—Tendrás que creerme —le dije.
Como las sábanas de la cama le cubrían hasta el pecho, sus heridas no se veían, pero mis ojos se desplazaron hacia su ingle sin que lo pudiera evitar. Era como si hubiera sufrido un accidente de tráfico o una horrible verruga facial. Se fijó en que me esforzaba por no mirar.
—Hágame caso —me dijo—, es demasiado horrible para verlo.
Me contuve para desviar la mirada de aquel bulto que recordaba a un racimo de uvas.
—¿Por qué no me cuentas lo que te sucedió? —le dije.
Había salido de noche con unos amigos y habían ido a una discoteca detrás de Leicester Square. Una vez allí, había conocido a una joven encantadora y le había hecho beber alcohol, y luego la había convencido para que se fuera con él a una calleja oscura para echar un polvo. Al recordarlo, St. John estaba dispuesto a reconocer que tal vez se hubiera mostrado demasiado insistente en la consecución de sus propósitos, pero habría jurado que la muchacha estaba de acuerdo en la realización del acto o, por lo menos, que sus objeciones no habían sido muy vehementes. Es una historia familiar y deprimente que los agentes de Operación Zafiro, la Unidad de Investigación de Violaciones de la Policía Metropolitana, tienen que oír una y otra vez. Aunque por lo general la chica no le cortaba el pene al chico de un mordisco.
—¿Con la vagina? —le pregunté, para que no quedasen dudas.
—Sí —dijo St. John.
—¿Estás seguro?
—Parece difícil que me equivoque en una cuestión como ésa —dijo.
—¿Y estás seguro de que tenía dientes?
—Noté como si tuviera dientes —dijo—. Pero, la verdad, después de que sucediera lo que sucedió, no me preocupé de mirar.
—¿Seguro que no te cortó con algo? ¿Con un cuchillo, o con una botella rota, quizá?
—La tenía sujeta por ambas manos —dijo, e hizo el gesto de agarrar con una mano. Fue un gesto vago, pero lo entendí. La tenía con las dos manos sujetas contra la pared.
«Menuda joya», pensé, y quise cerciorarme de la descripción que había dado en una entrevista anterior.
—¿Dices que tenía el cabello negro y largo, los ojos negros, la piel pálida y los labios muy rojos?
St. John asintió con entusiasmo.
—Tenía pinta de japonesa, pero no lo era —dijo—. Era hermosa, pero no tenía los ojos rasgados.
—¿Le viste los dientes?
—No, ya les he dicho…
—No, ésos no —dije—. Los de la boca.
—No lo recuerdo —dijo—. ¿Le parece que eso es importante?
—Tal vez lo sea —respondí—. ¿Dijo algo?
—¿Como qué?
—No sé, lo que sea.
El muchacho parecía perplejo. Lo pensó y reconoció que no recordaba que hubiese hablado durante todo el tiempo que pasó con ella. Le hice unas pocas preguntas adicionales para terminar, pero St. John había estado demasiado ocupado con su propia hemorragia como para ver hacia dónde se había marchado la atacante y tampoco sabía su nombre, ni su número de teléfono.
Le dije que, dadas las circunstancias, lo llevaba muy bien.
—En estos momentos —me dijo— estoy tomando medicación muy fuerte. No quiero pensar en lo que ocurrirá cuando salga de aquí.
Al salir, hablé con los médicos. El pene no había aparecido. En cuanto hube terminado de tomar notas —se trataba de una investigación oficial de la Policía Metropolitana—, fui a ver a Lesley, que estaba en el piso de arriba. Aún dormía y tenía el rostro oculto bajo las vendas. Me quedé un rato al lado de su cama. El doctor Walid me había dicho que era yo quien le había salvado la vida y que tal vez hubiera incrementado las posibilidades de aplicarle con éxito la cirugía reconstructiva. No pude evitar el pensamiento de que había estado a punto de morir porque solía salir conmigo. Habían pasado menos de seis meses desde que Lesley había ido a buscar aquellos cafés y yo me había encontrado al fantasma, y me parecía espantosa la idea de que, si no hubiera sido por ese gesto, habría podido ser yo quien terminara con la cabeza envuelta en vendajes.