—¿Tú crees en la magia? —le pregunté.
—Una vez oí a Dizzy Gillespie en directo —dijo mi padre—. ¿Eso cuenta?
—Tal vez —le contesté—. ¿De dónde crees que proviene una manera de tocar como la suya?
—¿La de Dizzy? En su caso todo era talento y trabajo duro, pero en otro tiempo conocí a un saxofonista que decía que había aprendido del diablo, que habían hecho un pacto en la encrucijada, todo ese rollo.
—No me digas —le repliqué—. ¿Era del Mississipí?
—No, de Catford —explicó mi padre—. Dijo que había cerrado el pacto en Archer Street.
—¿Y era bueno?
—No era malo —dijo mi padre—. Pero ese desgraciado cabrón se quedó ciego dos semanas más tarde.
—¿Y eso formaba parte del trato? —pregunté.
—Parece que sí —afirmó mi padre—. Tu madre se lo creyó cuando se lo conté. Dijo que sólo un imbécil se cree que va a conseguir algo a cambio de nada.
Sí, una frase como ésa parecía propia de mi madre, que solía repetir: «Lo que no cuesta nada, no vale nada.» En realidad, su frase más repetida, o por lo menos la que más me repetía a mí, era: «No creas que porque seas tan grande no puedo arrearte.» Lo cierto es que no me había pegado nunca. Tiempo después dijo que era por esa deficiencia por lo que yo no había sacado la nota máxima. Citaba a muchos de mis primos que habían ido a la universidad como patentes ejemplos de disciplina adquirida mediante la violencia física.
Mi padre agarró la lata de tabaco y se la puso en el regazo. Yo agarré las tazas y las lavé en el lavadero. Me acordé del pollo al maní y del arroz que había dejado en el microondas. Me los llevé al balcón y me comí el pollo, pero dejé la mayor parte del arroz. También me bebí como un litro de agua fresca: un efecto secundario que padezco al comerme los platos que prepara mi madre. Consideré seriamente la posibilidad de volver a la cama. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Saqué la cabeza al balcón y le pregunté a mi padre si necesitaba algo. Me dijo que se encontraba bien. Abrió la lata delante de mí, sacó el cigarro que había liado y se lo puso en la boca. Sacó su mechero de parafina de color de plata y encendió el cigarro con el mismo y calculado aire ceremonioso con que antes lo había liado. A la primera calada, una mirada beatífica apareció en su rostro. Luego se puso a toser con una desagradable tos húmeda que sonó como si estuviera echando afuera el tejido de los pulmones. Con un estudiado giro de muñeca, apagó el cigarro y esperó a que la tos se le pasara. Luego volvió a meterse el cigarro entre los labios y lo encendió de nuevo. No me quedé a mirar… ya sabía la continuación.
Quiero a mi padre. Es un magnífico ejemplo de lo que no hay que hacer.
Mi madre tiene tres teléfonos fijos. Agarré uno y llamé a mi servicio de correo de voz. El primer mensaje era del doctor Walid.
—Peter —decía—, quería decirte que Thomas está consciente y pregunta por ti.
Los periódicos de gran formato lo llamaron «Locura de mayo», como si hubiera sido un
tea dance
[12]
. Los tabloides prefirieron «Ira de mayo», seguramente porque tenía una sílaba menos y el titular les cabía mejor en primera página. La televisión pasó imágenes muy buenas de señoras de mediana edad con vestidos largos arrojando ladrillos a la policía. Nadie tenía ni idea de lo que había ocurrido, así que los gurúes de los medios de comunicación acudieron en masa a explicar que los disturbios habían sido consecuencia del factor sociopolítico que explicaban en su último libro. No cabía ninguna duda de que el suceso entrañaba una enérgica condena de algún aspecto de la sociedad moderna… ojalá hubiéramos sabido de cuál.
Había un fuerte despliegue policial en la sección de Urgencias del Hospital Universitario. La mayoría de los agentes iban de un lado para otro en busca de horas extra o trataban de obtener declaraciones de las víctimas de los disturbios. Yo no quería tener que declarar, así que agarré una fregona y entré por la puerta trasera haciéndome pasar por personal de limpieza. Me perdí en los pisos de arriba mientras buscaba el despacho del doctor Walid y al fin encontré un pasillo que me resultaba vagamente familiar. Abrí puertas al azar hasta que encontré la de Nightingale. No parecía que estuviera mucho mejor que la última vez.
—Inspector —dije—, ¿quería usted verme?
Sus ojos se abrieron y se volvieron hacia mí. Me senté en el borde de la cama para que pudiese verme sin necesidad de moverse.
—Me dispararon —susurró.
—Lo sé —dije—. Yo estaba allí.
—Me dispararon antes —dijo.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—En la guerra.
—¿En qué guerra? —pregunté.
Nightingale hizo una mueca y se agitó sobre la cama.
—En la segunda —dijo.
—La segunda guerra mundial —dije yo—. ¿En qué unidad combatió… en la Brigada Bebé?
Para poder alistarse en 1945, Nightingale habría tenido que nacer en 1929, contando con que ocultara su verdadera edad.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Soy viejo —susurró—. Nací en el cambio de siglo.
—¿En el cambio de siglo? —pregunté, y él asintió—. ¿Nació usted en el cambio de siglo… al empezar el siglo
XX
? —Parecía que tuviera unos cuarenta y cinco años, lo cual es un buen truco cuando estás medio muerto en una cama de hospital conectado a una máquina que hace «ping» a intervalos regulares—. ¿Tiene usted más de cien años?
Nightingale hizo como un resuello que en un primer momento me alarmó, hasta que me di cuenta de que era una risa.
—¿Esto es natural?
Negó con la cabeza.
—¿Sabe usted por qué se encuentra así?
—Caballo regalado —respondió—. Dentado.
No podía discutírselo. No quería fatigarle demasiado, así que le hablé de Lesley, de los disturbios y de que no podía entrar en la Locura. Cuando le pregunté si Molly podría ayudarme a encontrar a Henry Pyke, negó con la cabeza.
—Sería peligroso —dijo.
—Hay que hacerlo —dije—. No creo que se detenga hasta que nosotros le detengamos.
Poco a poco, palabra por palabra, Nightingale me explicó con precisión lo que había que hacer… y no me gustó nada. Era un plan espantoso y dejaba abierta la cuestión de cómo regresar a la Locura.
—Recurre a la madre de Tyburn —dijo Nightingale.
—¿Quiere que contradiga a su propia hija? —pregunté—. ¿Qué le hace pensar que lo hará?
—El orgullo —aclaró Nightingale.
—¿Pretende que le suplique?
—Su orgullo no —exclamó Nightingale—. El tuyo.
E
L PUENTE DE
L
ONDRES
No es nada fácil maniobrar con un camión articulado sobre Wapping Wall, así que contraté a un hombre de mediana edad llamado Brian para que lo hiciese por mí. Brian era un hombre calvo, barrigón y malhablado. Lo único que le faltaba para corresponderse plenamente con el estereotipo era la chocolatina Yorkie y el ejemplar enrollado del
Sun
. Pero no le había contratado por su erudición y nos llevó hasta la casa de Mamá Támesis sin tener que someternos a las reclamaciones de ninguna compañía de seguros.
Aparcamos medio enfrente del bloque de apartamentos de Mamá Támesis y medio enfrente del Prospect of Whitby. El personal de este último debió de pensar que les llevábamos una entrega inesperada, porque salieron nada más vernos. Tuve que decirles que íbamos por una fiesta privada y, por extraño que parezca, no se sorprendieron. Le pedí a Brian que esperase, cogí la caja de muestras que llevábamos en la cabina y anduve con paso vacilante hasta la puerta de entrada. La dejé en el suelo y llamé al timbre. En esta ocasión me abrió la misma señora de raza blanca que había visto antes entre las amigas de Mamá Támesis. Vestía un conjunto diferente, pero igualmente bonito, también con perlas. Llevaba una niña negra pegada a la cadera.
—Ah, agente Grant —dijo—. Qué alegría volver a verle.
—A ver si lo adivino —dije—. Usted debe de ser Lea.
—En efecto —dijo Lea—. Me gustan los jóvenes inteligentes.
El río Lea nace en las Chilterns, al noroeste de Londres, y bordea la ciudad por arriba antes de girar a la derecha y bajar por el Lea Valley hasta desembocar en el Támesis. Es el menos urbanizado de los ríos de Londres y también el más grande, y por ello sobrevivió al Gran Hedor. Lea debió de ser uno de los
genii locorum
de la generación de Oxley, si no anteriores.
Le hice una mueca a la niña, que parecía una cría de parvulario, y entonces ella me hizo una mueca a mí.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Se llama Brent —dijo Lea—. Es la más pequeña.
—Hola, Brent —saludé.
Tenía la piel más clara que sus hermanas, con ojos marrones que un mentiroso de buena laya habría llamado castaños, pero el aire belicoso de su rostro era inconfundible. Vestía una versión en miniatura del uniforme rojo que se pone la selección inglesa cuando juega en campo contrario. Probablemente sería el número 11.
—Tienes un olor curioso —dijo Brent.
—Es que es un mago —le dijo Lea.
Brent se soltó de la mano de Lea y me agarró la mía.
—Ven conmigo —me dijo, y trató de llevarme por la puerta. Era sorprendentemente fuerte y tuve que apuntalarme en el suelo para que no me arrastrara.
—Tengo que ir por mi caja —le dije.
—No te preocupes, yo me encargo de eso —dijo Lea.
Dejé que Brent me guiara por el largo y frío pasillo que conducía al apartamento de Mamá Támesis. Oí a mis espaldas que Lea llamaba a tío Administrador y le preguntaba si sería tan amable de llevar la caja al apartamento de la Mamá.
De acuerdo con el doctor Polidari, los
genii locorum
«se comportan como si los imperativos de los ritos sociales fuesen tan importantes para ellos como la comida y la bebida lo son para el hombre», y afirmaba también que «se adelantan a los encuentros con milagrosa facilidad, por lo que siempre están vestidos para la ocasión, y si se les sorprende, o de algún modo se les impide proceder como desean, entonces muestran signos de gran aflicción». Como escribió a finales del siglo
XVIII
, en principio lo daremos por bueno.
Me aguardaban en el salón del trono, y en esta ocasión vi muy bien que se trataba de un salón del trono: el tiesto con el mangle resguardaba el sagrado sillón giratorio marca World of Leather. Allí se sentaba Mamá Támesis, resplandeciente en su encaje austríaco con una toca de cuentas portuguesas azules y blancas. A sus espaldas se erguían sus siervos con
lappas
y pañuelos para la cabeza teñidos mediante la técnica
batik
, y a derecha e izquierda, formando un pasillo por el que tendría que avanzar, se encontraban sus hijas. Entre las que se hallaban a la izquierda reconocí a Tyburn y a Fleet, junto a un par de muchachas adolescentes con trenzas y jerséis de Cachemira. Beverley estaba a la derecha y la veía poco vestida: llevaba unos pantalones muy cortos de Lycra y una sudadera de color púrpura. Cuando estuvo segura de que la miraba, entornó los ojos. A su lado estaba una mujer sorprendentemente alta y esbelta con cara zorruna, extensiones de color azul eléctrico y rubio, y uñas muy largas, pintadas de color verde, dorado y negro. Me imaginé que debía de tratarse de Effra, el otro río subterráneo, que claramente practicaba el pluriempleo como diosa del mercado de Brixton. Observé que los ríos del norte de Londres estaban a la izquierda y los del sur de Londres a la derecha.
Brent me soltó la mano, le hizo una reverencia a Mamá Támesis y después estropeó el efecto al echar a correr y arrojarse sobre el regazo de su madre. Hubo una breve pausa en la ceremonia, porque la chiquilla dio vueltas sobre sí misma hasta encontrar una posición cómoda.
Mamá Támesis se volvió hacia mí y la fuerza de su mirada me arrastró hacia su trono. Tuve que contener un fuerte impulso de arrojarme a sus rodillas y golpearme la cabeza contra la alfombra.
—Agente Peter —dijo Mamá Támesis—. ¡Cuánto me alegro de verte!
—Yo me alegro de estar aquí. Como muestra de respeto, te he traído un obsequio —dije, con la esperanza de que llegase antes de que se me acabaran las palabras de cortesía.
Oí un picaporte que se abría a mis espaldas y tío Administrador llegó con la caja. Era un hombre blanco y rechoncho, con el pelo rapado al número dos y un tatuaje de las SS descolorido en el cuello. Dejó la caja a los pies de Mamá Támesis, bajó la cabeza con respeto y, tras mirarme a mí con la compasión pintada en el rostro, se marchó sin decir palabra.
Una de las amigas se acercó para sacar una botella de la caja y se la enseñó a Mamá Támesis.
—Es cerveza Star —dijo. El producto principal de Nigerian Breweries PLC. En el Reino Unido se puede conseguir a través de un buen proveedor, y en grandes cantidades, si tu madre conoce a alguien que conoce a alguien a quien le deben un favor.
—¿Cuánta ha traído? —preguntó Fleet.
—Un camión lleno —dijo Lea.
—¿Y el camión es muy grande? —preguntó Mamá Támesis sin apartar los ojos de mí.
—Sí, muy grande —contestó Brent.
—¿Y sólo ha traído Star? —preguntó Mamá Támesis.
—También he traído Gulder —dije—. Un poquito de Red Stripe para que haya más variedad, un par de cajas de Bacardi, un poco de Appleton, Cointreau y unas pocas botellas de Bailey’s. —Me había gastado todos mis ahorros en ello, pero, como suele decir mi madre, todo lo que merece la pena se tiene que pagar.
—Es un estupendo regalo —agradeció Mamá Támesis.
—¿No lo dirás en serio? —exclamó Tyburn.
—No te preocupes, Ty —dije—. También he traído un par de botellas de Perrier para ti.
Alguien se rió por lo bajines… probablemente fue Beverley.
—¿Y qué puedo hacer por ti? —preguntó Mamá Támesis.
—Un favor muy pequeño —dije—. Una de tus hijas piensa que tiene derecho a entrometerse en los asuntos de la Locura. Tan sólo pido que deje de hacerlo y permita que las autoridades competentes realicen su labor.
—Las autoridades competentes —masculló Tyburn.
Mamá Támesis volvió los ojos hacia Tyburn, que dio un paso hacia el trono.
—¿Crees que tienes derecho a entrometerte en estas cuestiones? —preguntó.
—Mamá —dijo Tyburn—, la Locura es una reliquia, una ocurrencia que tuvieron en época victoriana los mismos que montaron el tinglado del Bastón Negro
[13]
y del lord alcalde. Todas esas antiguallas están muy bien para la industria turística, pero no es manera de administrar una ciudad moderna.