Robots e imperio (19 page)

Read Robots e imperio Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
5.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Has oído hablar alguna vez de la familia Delmarre?

–No, señora.

Gladia se volvió a Daneel y dijo algo, decepcionada:

–Intento dirigir al robot poco a poco, como hubiera podido hacerlo Elijah, pero creo que no sé hacerlo como es debido.

–Por el contrario, señora Gladia –respondió gravemente Daneel–, me parece que ha conseguido mucho. No es probable que algún robot de esta propiedad, salvo quizás alguno de los agrícolas, pueda acordarse de usted. En su época, ¿estuvo alguna vez con los agricultores?

Gladia sacudió la cabeza:

–¡Nunca! No recuerdo haber visto a ninguno, siquiera a distancia.

–Está claro, pues, que en la finca no la conocen.

–Exactamente. Y el pobre D.G. nos ha traído para nada. Si esperaba algo que yo pudiera conseguir, ha fracasado.

–Saber la verdad es siempre útil, señora. No ser conocido, en este caso, es menos útil que serio, pero no saber si uno es conocido o no, todavía será menos útil. ¿No hay otros puntos en los que conseguir información?

–Sí, veamos. –Por unos segundos se dedicó a pensar, luego dijo en voz baja: –Es curioso. Cuando hablo con los robots, lo hago con un pronunciado acento solario. Pero contigo no hablo así.

–No es de extrañar, señora Gladia. Los robots hablan con ese acento porque son solarianos. Esto la devuelve a los años de juventud y les habla maquinalmente, como hablaba entonces. Pero vuelve a ser la misma cuando se vuelve hacia mí, porque yo formo parte de su mundo actual.

Una sonrisa lenta iluminó el rostro de Gladia y dijo:

–Cada vez razonas más como un ser humano, Daneel.

Se volvió a los robots y se dio cuenta de la gran paz que la rodeaba. El cielo era de un azul casi limpio, excepto por una fina línea de nubes al oeste del horizonte (que indicaba que la tarde podía malograrse). Se oía el rumor de las hojas movidas por la brisa, el zumbido de los insectos, la llamada solitaria de un pájaro. Pero nada que sonara a seres humanos.

Podía haber multitud de robots alrededor, pero trabajaban silenciosamente. No se oía el ruido exuberante de los seres humanos, al que se había ido acostumbrando (dolorosamente al principio) en Aurora.

Pero ahora, de vuelta en Solaria, encontró la paz maravillosa. Todo no había sido malo en Solaria. Tenía que admitirlo. Con voz ligeramente autoritaria dijo rápidamente al robot:

–¿Dónde están sus amos?

Sin embargo, era inútil apresurar o alarmar a un robot o tomarlo desprevenido. Le contestó sin el menor asomo de agitación.

–Se han ido, señora.

–¿A dónde han ido?

–No lo sé, señora. No se me dijo.

–¿Quién de ustedes lo sabe?

Silencio. Gladia aprovechó para insistir:

–¿Hay algún robot en la propiedad que pueda saberlo?

–No sé de ninguno, señora.

–¿Se llevaron robots al marcharse?

–Sí, señora.

–Pero a ti no te llevaron. ¿Por qué los dejaron?

–Para que hiciéramos nuestro trabajo, señora.

–Pero están aquí, sin hacer nada. ¿Es esto trabajar?

–Guardamos la finca de los intrusos, señora.

– ¿Como nosotros?

–Sí, señora.

–Pero nosotros ya estamos aquí, y siguen sin hacer nada. ¿Por qué?

–Observamos, señora. No tenemos órdenes aún.

–¿Han informado de sus observaciones?

–Sí, señora.

– ¿A quién?

–Al capataz, señora.

–¿Dónde está el capataz?

– En la mansión, señora.

–¡Ah! –Gladia dio media vuelta y anduvo de prisa hacia D.G., seguida por Daneel.

–¿Y bien? –inquirió D.G. con las armas aún preparadas, pero las devolvió a las fundas al verlos acercarse.

–Nada –respondió Gladia–. Ningún robot me conoce. Ningún robot está enterado de adonde han ido los solarios. Pero informan que hay un capataz.

–¿Un capataz?

–En Aurora y en los otros mundos espaciales, el capataz de una gran propiedad con muchos robots suele ser un humano cuya profesión consiste en organizar y dirigir grupos de robots trabajadores en los campos, minas y plantas industriales.

–Entonces, han dejado a solarios.

Gladia sacudió la cabeza.

–Solaria es una excepción. La proporción de robots y humanos ha sido siempre tan alta que no se acostumbraba a asignar a un hombre o mujer para controlarlos. Este trabajo lo ha hecho siempre otro robot, uno especialmente programado para ello.

–Entonces, en la mansión hay un robot –indicó D.G. con la cabeza que es más avanzado que éstos y que podría ser provechosamente interrogado.

–Quizá, pero no estoy segura de que sea prudente intentar entrar en la mansión.

D.G. comentó sarcástico:

–Será solamente otro robot.

–La mansión puede estar cosida de trampas.

–Y este campo puede estarlo también.

–Sería mejor enviar a uno de los robots a la mansión –aconsejó Gladia– a que dijera al capataz que unos humanos desean hablarle.

–No va a ser necesario –dijo D.G.. –Ya se ha hecho. El capataz ha salido y no es un robot ni un hombre. Lo que estoy viendo es una mujer.

Gladia lo miró sorprendida. Avanzando rápidamente hacia ellos venía una mujer alta, bien formada y sumamente atractiva. Incluso a distancia no cabía la menor duda respecto de su sexo.

25

D.G. sonrió. Pareció erguirse, echar los hombros hacia atrás y llevarse una mano a la barba como para asegurarse de que estaba peinada y suave.

Gladia le miró, disgustada, y le dijo:

–Esta mujer no es solariana.

–¿Cómo puede saberlo? –preguntó D.G.

–Ninguna Solaria permitiría que otros seres humanos la miraran tan libremente. Mirarla, no verla.

–Conozco la diferencia, señora. Sin embargo, usted me permitió que la mirara.

–He vivido más de veinte décadas en Aurora. Así y todo, queda lo bastante de Solaria en mí como para no dejar que los demás me miren así.

–Tiene mucho que enseñar, señora. Diría que es más alta que yo y bella como una puesta de sol.

La capataza se había detenido a unos veinte metros. Los robots se apartaron a un lado para que ninguno de ellos se encontrara entre la mujer, por una parte, y los tres de la nave por otra.

–Las costumbres pueden variar en veinte décadas –observó D.G.

–No en algo tan básico como la repugnancia de los solarianos al contacto físico –respondió Gladia tajante–. Ni en doscientas décadas. Sin darse cuenta había vuelto a caer en el acento solario.

–Creo que desestima la plasticidad social. Pero, bueno, solariana o no, supongo que es una espacial... Si hay otras espaciales como ella, estoy dispuesto a la coexistencia pacífica.

La expresión de censura de Gladia se acentuó:

–¿Qué, se propone seguir mirándola así una hora o dos más? ¿Nó quiere que interrogue a la mujer?

D.G. se sobresaltó y se volvió a mirar a Gladia, obviamente fastidiado.

–Usted encárguese de interrogar a los robots, como hasta ahora. Yo interrogo a los humanos.

–Especialmente a las hembras, supongo.

–No me gusta presumir, pero...

–Sobre este tema no he conocido nunca a un hombre que no presuma.

Daneel interrumpió:

–No creo que la mujer espere más. Si quiere conservar la iniciativa, capitán, acérquesele ahora. Yo le seguiré, como hago con Gladia.

–No creo necesitar protección –dijo D.G. bruscamente.

–Es usted un ser humano y yo no debo permitir que por inacción mía le ocurra algo.

D.G. se adelantó, de prisa, seguido por Daneel. Gladia, que no estaba dispuesta a quedarse atrás, sola, les siguió despacio.

La capataza observaba tranquila. Llevaba una suave túnica blanca que le llegaba a medio muslo que 
se
 sujetaba a la cintura. Tenía un escote profundo y tentador y sus pezones eran claramente visibles a través de fino tejido de la túnica. Nada indicaba que llevara otras prendas más que ésta y un par de zapatos.

Cuando D.G. se detuvo, les separaba un espacio de un metro. Su cutis, pudo verlo, era perfecto; tenía los pómulos salientes, los ojos grandes y separados, ligeramente oblicuos, su expresión serena.

–Señora –dijo D.G. hablando con el acento más parecido al aurorano patricio que pudo conseguir; –¿tengo el placer de hablar con la capataza de esta propiedad?

La mujer le escuchó un momento y luego dijo con un acento tan fuertemente solario que parecía casi cómico saliendo de una boca tan perfecta:

–Usted no es un ser humano.

Y entró en acción tan rápidamente que Gladia, todavía a unos metros de distancia, no pudo darse cuenta de lo que había ocurrido. Vio solamente un movimiento y a D.G. caído boca arriba, inmóvil, y a la mujer junto a él con sus dos armas en las manos.

26

Lo que dejó a Gladia estupefacta en aquel instante de desconcierto, fue ver que Daneel no se había movido ni para prevenir, ni para atacar.

Pero tan pronto como le vino la idea la desechó, porque Daniel ya la había tomado por la muñeca izquierda y se la retorcía diciendo: “Suelte las armas al instante" y lo decía en un tono de voz tan perentorio como no se le había oído nunca. Era inconcebible que se dirigiera así a un ser humano.

La mujer le contestó en si mismo tono aunque su registro era más fino: "No es un ser humano." Alzó la mano derecha y disparó el arma que sostenía. Por un momento, un resplandor iluminó el cuerpo de Daneel. Gladia, incapaz de hablar, dado su estado emocional, sintió que se le nublaba la vista. En su vida había perdido el conocimiento, pero esto parecía ser el preludio.

Daneel no se desintegró, ni se oyó ninguna explosión. Gladia comprendió que le habría sujetado la muñeca que empuñaba el desintegrador. La otra mano sostenía el látigo neurónico y fue éste el que descargó a boca de jarro contra Daneel. De haber sido humano, la tremenda estimulación de sus nervios sensoriales podía haberlo matado o dejado permanentemente inútil. Pero era humano solamente en apariencia y su equivalente del sistema nervioso no reaccionaba al látigo. Daneel ahora le tomó el otro brazo y se lo levantó. Volvió a ordenar:

–Suelta esas armas o te arranco los brazos.

–¿De verdad? –rezongó la mujer. Sus brazos se contrajeron y en un segundo, Daneel se encontró levantado del suelo. Sus piernas se balancearon como un péndulo, hacia atrás y hacia adelante, colgado de los brazos. Con el pie golpeó con fuerza a la mujer y ambos cayeron al suelo pesadamente.

Gladia, sin llegar a decirlo, se dio cuenta de que la mujer, aunque parecía tan humana como Daneel, no era tampoco humana. Una ráfaga de ira inundó a Gladia, que se sintió de pronto solidaria hasta la médula..., ira porque un robot se atreviera a emplear la fuerza contra un humano. De acuerdo que pudo haber reconocido a Daneel por lo que era, pero, ¿cómo se atrevía a golpear a D.G.?

–¿Cómo te atreves? –le gritó en solario tan fuerte que hasta molestó a su propio oído... pero, ¿cómo si no, hablarle a un robot solario?

–¿Cómo te atreves, muchacha? ¡Deja toda resistencia inmediatamente!

Los músculos de la mujer parecieron relajarse total y simultáneamente, como si una corriente eléctrica hubiera cesado bruscamente. Sus bellos ojos miraron a Gladia sin la suficiente humanidad como para parecer asombrados. Dijo con voz confusa, vacilante:

–Lo siento, señora.

Daneel se levantó y contempló atentamente a la mujer que seguía en el suelo sobre la hierba. D.G., conteniendo un gemido, luchaba por levantarse. Daneel se inclinó para recoger las armas, pero Gladia lo alejó, furiosa:

–Entrégame esas armas, muchacha.

La mujer respondió:

–Sí, señora.

Gladia las tomó, eligió rápidamente el desintegrador y se lo entregó a Daneel.

–Destruyela cuando te parezca mejor, Daneel. Es una orden.

Pasó el látigo neurónico a D.G. y le dijo:

–Esto es inútil aquí, excepto contra mí y contra usted. ¿Se encuentra bien?

–No, no estoy nada bien –masculló D.G., frotándose una cadera. –¿Quiere decir que es un robot?

–¿Acaso una mujer le hubiera derribado así?

–Hasta ahora ninguna. Dije que podía haber robots especiales en Solaria, programados para resultar peligrosos.

–Naturalmente –le espetó Gladia–, pero cuando vio algo que se parecía a su idea de una mujer hermosa, se le olvidó.

–Sí, es fácil adivinar las cosas después de que han pasado.

Gladia se volvió otra vez al robot:

–¿Cuál es tu nombre, muchacha?

–Me llaman Landaree, señora.

–Levántate, Landaree.

Landaree se levantó, como lo había hecho Daneel..., como si se alzara sobre muelles. Su lucha con Daneel parecía no haberla lastimado.

Gladia preguntó:

–¿Por qué, en contra de la primera ley, has atacado a estos seres humanos?

–Señora –insistió Landaree con firmeza–, no son seres humanos.

–¿Y dices que yo tampoco soy un ser humano?

–No, señora, usted es un ser humano.

–Entonces, como ser humano, te digo que estos dos hombres son humanos... ¿Me oyes?

–Señora –dijo Landaree con más dulzura, –éstos no son humanos.

–En verdad son seres humanos. Te lo digo yo. Tienes prohibido atacarles o lastimarles.

Landaree guardó silencio.

–¿Comprendes lo que te he dicho? –La voz de Gladia se hizo mucho más solariana, al darle mayor intensidad.

–Señora –Landaree repitió, –éstos no son humanos.

Daneel dijo a Gladia a media voz:

–Señora, le han dado órdenes de tal tipo y firmeza que no podrá fácilmente contrarrestarlas.

–Lo veremos –declaró Gladia, respirando con agitación:

Landaree miró a su alrededor. Durante los minutos del conflicto, el grupo de robots se había aproximado más a Gladia y a sus dos compañeros. Al fondo había dos robots que, según Gladia, no pertenecían al grupo original y arrastraban con cierta dificultad un aparato grande y macizo.

Landaree les hizo una señal y se acercaron algo más de prisa. Gladia exclamó:

–Robots, ¡parad!

Se detuvieron. Landaree anunció:

–Señora, estoy cumpliendo con mi deber. Sigo mis instrucciones.

–Daneel, ¡desintégrala! –ordenó Gladia.

Luego Gladia pudo razonar lo que había ocurrido. La reacción de Daneel fue más rápida que la de un humano, y sabía que se enfrentaba a un robot contra el que no rezaban las tres leyes. Sin embargo, parecía tan humana que incluso el conocimiento preciso de que se trataba de un robot no dominó del todo su inhibición. Siguió la orden más despacio de lo que hubiera debido. Landaree, cuya definición de "ser humano" no era la misma que la de Daneel, no se sintió inhibida por su presencia y atacó con más rapidez. Volvió a apoderarse del desintegrador y de nuevo lucharon los dos.

Other books

Whatever Love Is by Rosie Ruston
Lexi Fairheart and the Forbidden Door by Lisl Fair, Nina de Polonia
The Mirror of Fate by T. A. Barron
Rekindled by Tamera Alexander
Mr. X by Peter Straub
The Silvered by Tanya Huff
Banana Muffins & Mayhem by Janel Gradowski
Healing the Boss's Heart by Valerie Hansen
Irene Brand_Yuletide_01 by Yuletide Peril