Robots e imperio (20 page)

Read Robots e imperio Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
12.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

D.G. agarró su látigo neurónico y se sumó, corriendo, a la pelea. Con la culata del arma golpeó con fuerza la cabeza del robot aunque sin el menor efecto, y ella de un patada lo envió al suelo, de espaldas.

Gladia gritó con las manos alzadas:

–¡ Basta, robot!

Landaree respondió con potente voz de contralto:

–Todos vengan. Los dos aparentes varones no son humanos. Destruidles sin lastimar a la hembra.

Si Daneel podía sentirse cohibido por una apariencia humana, lo mismo les ocurría y con mayor intensidad a los sencillos robots solarios, que se fueron acercando despacio y a intervalos.

–¡Parad! –chilló Gladia. Los robots pararon, pero la orden no hizo el menor efecto en Landaree.

Daneel seguía agarrado al desintegrador, pero se estaba doblando hacia atrás forzado por la aparente superior fortaleza de Landaree.

Gladia, desesperada, miró a su alrededor con la esperanza de encontrar algo que le sirviera de arma. D.G. intentaba manipular su transmisor: Abrumado, gruñó:

–Está estropeado. Creo que caí encima de él.

–¿Qué vamos a hacer?

–Tratar de regresar a la nave. De prisa.

–Corra, entonces –dijo Gladia. –Yo no puedo abandonar a Daneel.

–Se enfrentó con los robots dispuestos al ataque y les gritó, salvaje–: Landaree, ¡basta! Landaree ¡basta!

–No puedo parar, señora. Mis instrucciones son precisas. Landaree, después de doblegar los dedos de Daneel, volvía a empuñar el desintegrador. Gladia se colocó delante de su robot:

–No lastimes a este ser humano.

–Señora –insistió Landaree, con el arma apuntando a Gladia, sin la menor vacilación, –está colocada delante de algo que parece humano pero que no lo es. Mis instrucciones son destruirlos cuando los vea –y, alzando la voz, ordenó–: Vosotros dos... ¡a la nave!

Los dos robots reanudaron su avance, llevando el pesado armatoste.

–Robots, ¡parad! –volvió a chillar Gladia, y el avance se detuvo. Los robots se estremecieron, como si se esforzaran para seguir avanzando, pero imposibilitados de hacerlo. Gladia prosiguió.

–No puedes destruir a mi amigo Daneel sin destruirme a mí... y tú misma admites que yo soy humana y, por tanto, no debo ser lastimada.

–Señora –dijo Daneel en voz baja–, no atraiga daños sobre usted con su esfuerzo por protegerme.

–Todo es inútil, señora –declaró Landaree–. Puedo apartarla fácilmente de su actual posición y destruir al no humano que está detrás de usted. Como al hacerlo puedo lastimarla, le ruego, con todo respeto, que se aparte voluntariamente de su actual posición.

–Debe hacerlo, señora –suplicó Daneel.

–No, Daneel. No me moveré de aquí. En el tiempo que ella emplee para sacarme, tú echa a correr.

–No puedo correr más de prisa que el rayo desintegrador... Y si trato de correr disparará a través de usted, antes que dejar de hacerlo. Sus instrucciones son probablemente inflexibles. Lamento que todo esto pueda causarle dolor.

Daneel tomó a Gladia que se debatía y la alzó ligeramente a un lado.

Los dedos de Landaree apretaron el contacto, pero jamás llegaron a completar la presión. Permaneció inmóvil.

Gladia, que se había tambaleado hasta quedar en una posición sentada, se levantó. Prudentemente D.G., que no se había movido de su sitio durante los últimos intercambios verbales, se acercó a Landaree. Daneel le quitó tranquilamente el desintegrador, sin que ella se resistiera.

–Creo –dijo Daneel– que este robot está definitivamente desactivado.

La empujó suavemente y cayó de golpe, con sus miembros, torso y cabeza en la misma postura que tenía cuando estaba de pie. Su brazo seguía doblado, su mano sostenía un arma invisible y su dedo se apoyaba en un contacto inexistente.

A través de los árboles, a un lado de la extensión de césped donde se había desarrollado el drama, se acercaba Giskard, sin que su cara robótica demostrara la menor curiosidad, aunque sí sus palabras.

–¿Qué ha ocurrido en mi ausencia? –preguntó.

27

El regreso a la nave fue expectante. Ahora que el frenesí y el miedo habían terminado, Gladia se sentía acalorada y furiosa y D.G. cojeaba dolorosamente. Avanzaban despacio, en parte por la cojera y en parte porque los dos robots solarios seguían llevando su pesado aparato, arrastrándose bajo su peso. D.G. los miró por encima del hombro.

–Ahora que la capataza está desactivada, obedecen mis órdenes.

Gladia dijo entre dientes:

–¿Por qué no se decidió a correr y venir a pedir ayuda? ¿Por qué se quedó allí mirando sin hacer nada?

–Pues –respondió D.G. intentando simular una indiferencia que le hubiera resultado fácil de haberse encontrado mejor– negándose usted a abandonar a Daneel, dudé en hacer de cobarde por comparación.

–¡Loco! Yo estaba segura. Jamás me hubiera hecho daño alguno.

–Señora –intervino Daneel–, me disgusta tener que contradecirla, pero creo que lo hubiera hecho, a medida que su impulso de destruirme iba en aumento.

–Y qué listo tú empujándome a un lado. ¿Querías ser destruido? –Le echó en cara Gladia, descompuesta.

–Sí, antes que verla a usted lastimada, señora. Mi falla en detener al robot por causa de las inhibiciones producidas por su apariencia humana demostró mi poco satisfactorio límite de utilidad para usted.

–Así y todo –insistió Gladia– por el hecho de ser humana habría dudado en dispararme por un perceptible período de tiempo, y entretanto podías haberte apoderado del desintegrador.

–Yo no podía apostar su vida, señora, en algo tan incierto como su momento de duda.

–Y usted –dijo Gladia sin aparentar haber oído a Daneel y volviéndoe otra vez a D.G.– no debió haber traído el desintegrador en ningún caso.

–Señora –protestó D.G., ceñudo–, tenga en cuenta que hemos estado a punto de morir. A los robots no les importa y yo, en cierto modo, me he ido acostumbrando al peligro. Pero, para usted, ha sido una desagradable novedad. Como resultado está haciendo una pataleta infantil: yo la perdono,.., pero, por favor, escúcheme. No podía saber que me iban a quitar el desintegrador con tal facilidad. De no llevar el arma, la capataza me habría causado la muerte con sus manos desnudas, tan rápida y efectivamente, como podía hacerlo con el desintegrador. Tampoco valía la pena correr, en respuesta a otra de sus quejas. No podía ir más de prisa que el desintegrador. Ahora continúe, si todavía necesita dar rienda suelta a su

frustración, pero no estoy dispuesto a seguir razonando con usted.

Gladia miró de D,G. a Daneel y dijo en voz baja:

–Creo que soy razonable. Muy bien, olvidemos lo que podríamos haber hecho.

Habían llegado a la nave. Miembros de la tripulación salieron a su encuentro. Gladia observó que estaban armados. D.G. llamó a su segundo:

–Oser, me figuro que ves ese objeto que traen esos dos robots.

–Sí, señor.

–Bien, haz que lo suban a bordo. Haz que se coloque en la cámara de seguridad y que se guarde allí. La cámara se cerrará y se mantendrá cerrada con llave. –Se apartó un instante, pero regresó. –Y, Oser, tan pronto lo hayas hecho, nos prepararemos para despegar.

–Capitán, ¿nos quedaremos también con los robots?

–No, son de diseño demasiado simple para que tengan mucho valor, y dadas las circunstancias, llevárnoslos podría crear problemas indeseables.

Lo que traen es mucho más valioso que ellos.

Giskard contempló cómo el armatoste era subido despacio y con cuidado a la nave. Dijo:

–Capitán, intuyo que esto es un objeto muy peligroso.

–Yo tengo la misma impresión. Sospecho que la nave sería destruida después de nosotros.

–¿Esto? –preguntó Gladia–. ¿Qué es esto?

–No estoy del todo seguro, pero creo que es un intensificador nuclear. He visto modelos experimentales en Baleymundo, y éste parece un hermano mayor.

– ¿Qué es un intensificador nuclear?

– Como su nombre lo indica, señora Gladia, es un aparato que intensifica la fusión nuclear.

–¿Y cómo lo hace?

–Verá, suponga que la nave tiene su suministro de energía, como lo tiene ahora, por ejemplo. Hay pequeñas cantidades de protones derivados de nuestra provisión de carburante de hidrógeno ultracalientes que se fusionan para producir energía. El hidrógeno se calienta constantemente para producir protones libres que, cuando están suficientemente calientes, se fusionan a su vez para producir energía. Si la corriente de partículas W del intensificador nuclear choca con los protones fusionados, éstos se fusionan más rápidamente y producen más calor. El calor produce más protones y hace que se fusionen más de prisa de lo que debieran, y su fusión produce aún más calor, lo que intensifica el círculo vicioso. En una mínima fracción de segundo se fusiona suficiente carburante para formar una diminuta bomba termonuclear y la nave entera, y todo lo que hay en ella, se volatiliza.

Gladia pareció asustada.

–¿Por qué no arde todo? ¿Por qué no estalla todo el planeta?

–Supongo que no hay peligro de que esto ocurra, señora. Los protones tienen que estar ultracalientes y en fusión. Los protones fríos no están en condiciones de fusionarse aunque la tendencia se intensifique al máximo del aparato; así y todo, no basta para permitir la fusión. Por lo menos, esto fue lo que creí entender en una conferencia a la que asistí. Y no afecta a nada más que al hidrógeno, creo saber. Incluso en el caso de protones ultracalientes, el calor producido no aumentaría desmedidamente.

La temperatura se enfría con la distancia del alcance del intensificador, así que solamente puede lograrse una cantidad limitada de fusión. La suficiente para destruir la nave, por supuesto, pero no se trata de volar los océanos ricos en hidrógeno, por ejemplo, incluso si parte del océano estuviera ultracaliente... y, desde luego, no, estando frío.

–Pero, y si la máquina se pusiera en marcha accidentalmente en la cámara donde está guardada...

–No creo que pueda ponerse en marcha. –D.G. abrió la mano y en ella descansaba un cubo de dos centímetros de metal pulido. –Por lo poco que sé de estas cosas, esto es un activador, y el intensificador nuclear no puede hacer nada sin él.

–¿Está seguro?

–No del todo, pero tendremos que arriesgarnos: debemos llevar el aparato a Baleymundo. Ahora, subamos a bordo.

Gladia y sus dos robots ascendieron por la pasarela y entraron en la nave. D.G. los siguió, y habló rápidamente con uno de sus oficiales. Después, disimulando su evidente cansancio, dijo a Gladia:

–Volver a cargar la nave y prepararnos para el despegue nos llevará un par de horas. Cada momento de retraso aumenta el peligro.

–¿Peligro?

–No supondrá que esa horrenda mujer robot es la única de su tipo que existe en Solaria, ¿verdad? Tampoco supondrá que el intensificador nuclear que hemos capturado es el único en su clase. Me figuro que llevará tiempo trasladar hasta aquí a otros robots humanoides y otros intensificadores nucleares... quizás, un tiempo considerable... Debemos concederles tan poco como nos sea posible. Y, entretanto, señora, vayamos a su camarote y tratemos de cierto asunto necesario.

–¿Cuál es este asunto necesario, capitán?

–Bueno –respondió D.G. indicándoles el camino–, en vista de que puedo haber sido víctima de una traición, creo que voy a proceder a un consejo de guerra algo informal.

28

Una vez que se hubo sentado con un quejido audible, D.G. expuso:

–Lo que realmente necesito es una ducha caliente, un masaje, una buena comida y la oportunidad de dormir, pero todo eso tendrá que esperar a que despeguemos del planeta. En su caso también tendrá que esperar, señora. Pero hay cosas que no deben esperar... Mi pregunta es: ¿dónde estabas, Giskard, mientras nosotros nos enfrentábamos con un peligro considerable?

–Capitán, no tuve la impresión de que si solamente habían dejado robots en el planeta éstos representaran un peligro para nosotros. Además, Daneel se quedó con ustedes.

–Capitán, acepté que Giskard hiciera un reconocimiento y le aseguré que yo permanecería con Gladia y con usted.

–Lo decidieron los dos, ¿verdad? ¿Se consultó a alguien más?

–No, capitán –contestó Giskard.

–Si estaban seguros de que los robots eran inofensivos, Giskard, ¿cómo explicas el que dos naves fueran destruidas?

–Me pareció, capitán, que debían de haber quedado seres humanos en el planeta, pero que harían lo imposible para no ser vistos por usted. Quise saber dónde estaban y qué hacían. Salí en su busca cubriendo la distancia tan rápidamente como pude. Interrogué a todos los robots que encontré.

–¿Descubriste algún ser humano?

–No, capitán.

–¿Examinaste la casa de donde salió la capataza?

–No, capitán, pero tengo la seguridad de que no había seres humanos en ella, y sigo teniéndola.

–Pero estaba allí la capataza.

–Sí, capitán, pero la capataza era un robot.

–Un robot peligroso.

–Con gran disgusto por mi parte, capitán, no me di cuenta de ello.

–Sientes disgusto, ¿verdad?

–Es una expresión que he elegido para describir el efecto causado en mis circuitos positrónicos. Es una burda analogía del término que los humanos emplean, capitán.

–¿Cómo no te diste cuenta de que un robot podía ser peligroso?

–Según las tres leyes de la Robótica...

Gladia interrumpió:

–Basta, capitán. Giskard sólo sabe lo que está programado para saber. Ningún robot es peligroso para los seres humanos, a menos que haya una lucha mortal entre los humanos, entonces el robot debe intentar impedirla. En semejante lucha, Daneel y Giskard indudablemente nos hubieran defendido, causando el menor daño posible a los otros.

–¿De veras? –D.G. se apoyó dos dedos sobre el puente de la nariz y apretó. –Daneel sí nos defendió. Pero luchábamos contra robots, no contra seres humanos, así que no tenía el menor problema en decidir a quién debía defender y hasta qué punto. No obstante, demostró fracasar rotundamente dado que las tres leyes no le impiden atacar a otros robots. Giskard se quedó al margen, regresando en el preciso instante en que todo había terminado. ¿Es posible que exista una corriente de simpatía entre los robots? ¿Es posible que los robots, al defender a los humanos contra los robots, sientan lo que Giskard llama "disgusto" por tener que hacerlo y así, fracasar o... ausentarse...

Other books

I Won't Give Up by Sophie Monroe
Killer Commute by Marlys Millhiser
Appointment in Samarra by John O'Hara
The Leopard by Giuseppe Di Lampedusa
The Devil You Know by Carey, Mike
OneHundredStrokes by Alexandra Christian