Entonces, lo imposible se hizo realidad y las paredes de la habitación cayeron sobre mí. El médico le dio a Milos algunas instrucciones, y el sacerdote inició una plegaria, pero sus voces sonaban distantes y huecas. La enfermera dio un paso al frente, se persignó y entrelazó los brazos de madre sobre su pecho. Sentí como se corría el velo de la separación entre madre y nosotras. La persona de cuyo vientre había yo exhalado mi primer suspiro acababa de proferir el último. Me volví hacia Klára, que estaba temblando de pies a cabeza. Quería estrecharla entre mis brazos, consolarla y que ella me consolara a mí. Pero me quedé helada en el sitio.
Para el entierro, le pusimos a madre un vestido añil brillante. Se colgaron cortinas negras de las ventanas y se sustituyó la porcelana de Delft por velas en soportes plateados. El exterior de nuestra casa seguía siendo azul con adornos blancos, pero el interior estaba tan sombrío como la noche. Durante tres días antes del funeral, Milos, tía Josephine,
paní
Milotová, Klára y yo, todos vestidos de luto, nos sentamos por turnos junto a madre, que se hallaba tendida en un ataúd de palo de rosa. Contemplé su rostro impasible, sin ser capaz de creer que no abriría los ojos de nuevo en cualquier momento y que no volvería a la vida.
A pesar de mi dolor, mantuve mi promesa de cuidar de Klára, que había reaccionado ante la muerte de madre con un sorprendente silencio. Apenas había pronunciado ni una palabra desde el terrible acontecimiento. Durante la segunda noche tras la muerte de madre, mientras tía Josephine y
paní
Milotová velaban el cadáver en su ataúd, Klára y yo nos tumbamos juntas en la cama, escuchando como se avecinaba una tormenta. Las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales de las ventanas. Pasé los dedos por la cascada de cabello de Klára.
—Madre está ahora con padre —susurró.
La estreché entre mis brazos. Su piel tenía un olor dulce, como la crema de vainilla, y pensé en la tarta que madre tenía pensado hacer al día siguiente para celebrar el cumpleaños de Klára. Un relámpago centelleó y vi los ojos de mi hermana llenos de lágrimas. Agradecí que estuviera sobrellevando la muerte de madre con tanta valentía.
—Cuando termine el luto celebraremos tu cumpleaños —le prometí.
A la mañana siguiente temprano me despertaron unos gritos y el sonido de cristales rotos. Marie entró precipitadamente en el dormitorio.
—¡Slecna Ruzicková! —exclamó, llamándome por mi nombre formal—. ¡Algo le pasa a su hermana!
Salí de la cama de un salto, tan deprisa que la habitación me dio vueltas hasta volverse blanca, y tuve que apoyarme en la pared. Corrí tras Marie escaleras abajo hasta la cocina. Se me atragantó la respiración en la garganta. Klára se encontraba de pie, descalza sobre las baldosas blancas y negras, rodeada de cristales rotos. Tenía el vestido y las manos manchadas de rojo. Me imaginé a madre sorprendiendo a Emilie en la sala de costura después de que se hubiera cortado los dedos, pero entonces me di cuenta de que las manchas de mi hermana tenían pepitas. No eran de sangre, sino de mermelada de frambuesa. Sobre los bancos y por el suelo estaba desparramado el contenido de los botes de mermelada que Klára había preparado con madre el año anterior.
Klára cogió otro bote de la estantería y levantó el brazo con la intención de estrellarlo contra el suelo.
—¡No lo hagas! —le rogué.
No había tenido tiempo de ponerme las zapatillas y caminé con cuidado a través del suelo lleno de cristales rotos.
Me contempló con una mueca que expresaba un mudo grito de rabia. Se le llenaron los ojos de lágrimas y comenzó a sollozar.
—¿Por qué? —exclamó—. ¿Por qué?
Su voz tenía tal tono de súplica que me desgarró el corazón. Llegué hasta ella sin cortarme y la estreché entre mis brazos. Su cuerpecillo tembló al tacto con el mío.
—No lo sé —le respondí, enterrando la cara en su cuello—. No lo sé.
Aún más perturbadora que el violento ataque de dolor de Klára fue la llegada del doctor Soucek el día después del funeral de nuestra madre. Marie no sabía qué hacer cuando el médico solicitó ver a madre, así que le pidió que esperara en la sala de estar y me llamó a mí.
—He venido tan pronto como me he enterado —me dijo levantándose de su asiento, todavía resollando por haber subido corriendo las escaleras de la entrada principal de nuestra casa—. Estaba fuera visitando a mi hija.
—Enterramos a madre ayer —le informé, desconcertada por su presencia.
Le pedí a Marie que llamara a tía Josephine, que todavía se alojaba con nosotras. No podía entender por qué había venido el doctor Soucek. Se había equivocado con el diagnóstico de la apendicitis de madre, que él había tomado por dolores provocados por la ansiedad. Si hubiera reconocido la verdadera causa de su malestar, ella habría tenido tiempo suficiente para ir al hospital y hubiera podido estar sentada en la habitación con nosotras en aquel momento.
El doctor Soucek se quedó muy serio y se volvió a sentar en la silla.
—Entonces no hay posibilidad de practicarle una autopsia... —comentó.
Sus palabras me golpearon con tal fuerza que sentí que estaba a punto de vomitar. Por supuesto que no haríamos una autopsia del cuerpo de madre. Ya sabíamos de qué había muerto.
El doctor Soucek se apresuró a acercarse a tía Josephine cuando esta entró en la habitación.
—
Paní
Valentová era una mujer sana —dijo, empleando el nombre de soltera de madre—. Podría haber vivido más que todos nosotros. ¿De qué tipo de infección se supone que ha muerto?
Tía Josephine me observó fijamente. Había logrado recomponerme lo suficiente aquella mañana como para empezar una labor de costura, y ahora había llegado el doctor Soucek y estaba diciendo todas aquellas cosas terribles. Las lágrimas que había estado intentando contener me rodaron por las mejillas. Tía Josephine se enderezó como preparándose para una batalla.
—Murió de apendicitis, doctor Soucek. Cuando el médico la operó, vio que la infección se había extendido a otros órganos. No podía hacer nada.
La tía Josephine pronunció aquellas palabras con total naturalidad, pero en el fondo había un tono de recriminación. El doctor Soucek la estudió con sus ojos inflamados por el reuma.
—Pues les aconsejo que la exhumen —comentó en voz baja.
Me tambaleé hacia atrás por el horror de su sugerencia. ¿Madre? ¿Exhumada cuando la acabábamos de enterrar en tierra santa?
—Deje descansar en paz a los muertos —le espeté, y mi voz se agudizó por la agitación.
—Doctor Soucek —dijo tía Josephine—. No tiene ningún sentido lo que usted está diciendo y además está disgustando a mi sobrina, que ya ha pasado por una terrible conmoción.
Milos apareció en la sala de estar y vio que el doctor Soucek estaba con nosotras. Frunció el ceño.
—¿Qué le trae por aquí?
El doctor Soucek apretó los labios como si no tuviera nada que decirle a Milos.
—Si no tiene nada que ofrecernos, doctor Soucek, creo que debería marcharse —le dijo Milos, observándolo con desprecio, del mismo modo que hacía Frip cuando veía a un perro amenazante.
El doctor Soucek nos miró a mí y a tía Josephine alternativamente. Las manos le temblaban de un modo terrible y sentí lástima por él. Había sido bueno con mi familia durante muchos años. No estaba enfadada con él por haber diagnosticado mal a madre, solo sentía pena. Ella tenía tan buen concepto de él... Cuando nació, madre venía de nalgas, y el joven doctor Soucek había salvado tanto su vida como la de la abuela. Pero esta vez se había comportado de forma negligente.
El doctor Soucek se volvió hacia mí como si quisiera añadir algo más, pero la mirada hostil de Milos hizo que se lo pensara dos veces. Recogió su abrigo y su sombrero.
—Me marcho —anunció.
Lo acompañé hasta el recibidor y le ayudé a ponerse el abrigo.
—Adiós, doctor Soucek —le dije, abriéndole la puerta.
Miró hacia atrás para comprobar que estábamos solos y entonces me agarró del brazo.
—Tú la vestiste para el funeral, ¿verdad? —me preguntó—. ¿Viste sus cicatrices?
La lástima que sentía por él volvió a convertirse en repulsión. Recordé la cicatriz recosida retorciéndose por el vientre de madre como las grietas de una trenza de pan. Traté de empujar al doctor Soucek para que se apartara de mí, pero me agarró con más fuerza. Pensé que se había vuelto loco.
—¿Viste alguna cicatriz por debajo de esa? ¿La fina de color blanco?
—¡Voy a llamar a mi padrastro! —le advertí, mirando hacia el interior de la casa.
El doctor Soucek aflojó la presión con la que me sostenía y yo di un traspié. Se apresuró a bajar las escaleras principales y levantó el brazo para llamar un taxi. Llegó uno y justo cuando estaba a punto de subirse a él, se dio la vuelta.
—¡Apendicitis! —bufó—. ¡Averigua lo que pasó en realidad!, ¿de acuerdo? ¡Yo mismo le quité a tu madre el apéndice cuando tenía dieciocho años!
Tía Josephine tardó varios minutos en pronunciar palabra después de que le contara lo que el doctor Soucek me había revelado. Aquella noticia la dejó sin aire, igual que a mí. Se inclinó sobre la mesa, donde había descansado el ataúd de madre, y negó con la cabeza.
—Debemos tener cuidado y no sacar conclusiones precipitadas —dijo—. El doctor Soucek es un hombre muy mayor e incluso tu madre decía que a veces era un poco olvidadizo. Quizá está confundido. Puede que fuera a Emilie a quien le extirpara el apéndice. No recuerdo que tu madre lo haya mencionado nunca y no debió de ser mucho antes de que yo la conociera.
Me recliné sobre el respaldo de mi asiento, invadida por otro ataque de náusea. Me pregunté, con todo lo que había sucedido durante los últimos días, si lograría recobrar la vitalidad propia de mi edad. Pero ¿y si el doctor Soucek estaba en lo cierto? ¿Qué significaba todo aquello? Imaginé el rostro del doctor Hoffmann flotando ante mí. Su manera de comportarse había sido profesional y no parecía tratarse de alguien que fuera a equivocarse en el diagnóstico de una enfermedad y luego intentar encubrirlo.
Le dije a tía Josephine lo que estaba pensando.
—No, yo tampoco entiendo qué significa todo esto —comentó—. Debemos hablar con
paní
Milotová. Después de todo, ella estuvo aquí.
Nos sorprendimos al encontrar a
paní
Milotová vestida con el traje de luto cuando llegamos a su apartamento. Se suponía que solamente los miembros más cercanos de la familia del difunto debían guardar luto después del funeral.
—Marta era una amiga muy querida para mí —nos explicó—. No podré olvidarla jamás.
Nos sentamos a la mesa del comedor de
paní
Milotová mientras ella nos servía el té de un samovar. Había abandonado Rusia tras la Revolución y yo siempre había sentido fascinación por su colección de cajas lacadas, sus huevos de Fabergé y sus figuritas de osos.
Cuando acabó de servir el té, tía Josephine le relató lo sucedido con el doctor Soucek y el rostro de
paní
Milotová adquirió una tonalidad tan verdosa como el de los mangos de jade de sus cucharillas de café. Su tono de voz, una octava más aguda de lo habitual, reflejaba la conmoción que sentía.
—Llegué a la casa a las once en punto para darle a Klára su clase —nos contó—. Marta se había desmayado y Marie estaba a punto de marcharse para traer al doctor Soucek. Milos la detuvo y garabateó en un papel la dirección del doctor Hoffmann. Cuando el médico llegó, me impresionó por el dominio con el que se hizo cargo de la crisis.
Se detuvo, como si estuviera viendo la escena desarrollarse ante sus propios ojos. Después continuó:
—Reconoció a Marta y nos dijo que era necesaria una operación de urgencia. Enviaron a Marie a buscar a la enfermera del doctor Hoffmann. «Tengo formación médica —le informé—. Trabajé como enfermera voluntaria durante la guerra.» Me contempló, sopesando mi disposición. «Entonces, ¿sabe usted esterilizar los instrumentos quirúrgicos?», me preguntó. Le contesté que así era y que ayudaría en todo lo que pudiera. Anestesiaron a Marta. No creo que sintiera nada en absoluto.
Paní
Milotová vaciló. Una mirada de preocupación ensombreció su rostro.
—En aquellos momentos todo me pareció muy profesional..., pero me sorprendió lo poco que el médico le decía a su enfermera. Durante la guerra trabajé con médicos limpiando heridas y siempre me daban instrucciones de todo tipo constantemente. Pero el doctor Hoffmann no le pidió nada a su enfermera.
Las tres nos quedamos en silencio pensando en aquel comentario. Quizá el doctor Hoffmann y su enfermera habían llevado a cabo juntos muchas operaciones y no les hacía falta hablar entre sí.
—¿Dónde se encontraba Milos? —preguntó tía Josephine.
Paní
Milotová meditó la pregunta y después respondió:
—Estuvo paseándose junto a la puerta la mayor parte del tiempo, pero de tanto en tanto se asomaba al interior de la habitación. No fue hasta después de que el doctor Hoffmann volviera a coser a Marta y ella estuviera empezando a despertarse cuando nos anunció que no había esperanzas.
Fue terrible tener que escuchar todas aquellas cosas sobre la muerte de madre, pero yo estaba decidida a averiguar la verdad. Después de que
paní
Milotová nos dijera todo lo que pudo, tía Josephine y yo decidimos que visitaríamos al doctor Soucek y le pediríamos que nos mostrara sus informes médicos. Sin embargo, antes de ir a verle, tía Josephine sugirió que le pidiéramos consejo al abogado de la familia, el doctor Holub. La lectura del último testamento de madre no tendría lugar hasta la semana siguiente, por lo que se sorprendió al vernos esperando en la puerta de su despacho.
—Que Dios os bendiga en estos momentos difíciles —nos deseó, dejando a un lado las formalidades y abrazándonos. El doctor Holub era el mejor amigo de padre y en nuestra familia sentíamos debilidad por él—. ¿Qué puedo hacer por vosotras?
Tía Josephine le relató la historia del apéndice de madre. El doctor Holub escuchó atentamente mientras se frotaba su calva coronilla con una mano y tomaba notas con la otra. Cuando tía Josephine terminó de hablar, entrelazó las manos bajo la barbilla, meditando profundamente.
—Es posible que el médico se equivocara en su diagnóstico —comentó—. Y después tratara de encubrirlo. Haré algunas pesquisas sobre él y su historial profesional. También iré yo mismo a visitar al doctor Soucek.