Me tapé la boca con la mano y me incliné hacia delante. Tuve una arcada, pero no logré expulsar nada. Tía Josephine me cogió por el brazo.
—Marta sabía que la iban a matar —dijo—. Excepto que no esperaba que fuera a suceder ese mismo día.
Apreté la cabeza entre las manos haciendo un esfuerzo para respirar.
—Debió de darle algo para que se desmayara. Después le administraron una sobredosis de morfina.
Lo que acabábamos de descubrir era demasiado terrorífico para ser real. La aparición en escena de
paní
Benová lo explicaba todo.
Tía Josephine y yo le mostramos al doctor Holub la carta. Sin embargo, sus noticias volvieron a sumirnos en la confusión.
—El doctor Hoffmann tiene un expediente profesional intachable —nos informó—. Ha sido condecorado por sus servicios durante la guerra, y su enfermera ha colaborado con él durante diez años. Tiene una bella esposa y vive en una casa en Vinohrady con techos de cristal y muebles de estilo barroco italiano. No es precisamente el candidato ideal para que lo hayan sobornado con el objetivo de cometer un asesinato.
Tía Josephine sacudió la cabeza.
—¿Y qué pasa con la afirmación del doctor Soucek de que fue él quien le había extirpado el apéndice a Marta?
El doctor Holub se encogió de hombros.
—Todavía sigue insistiendo en ello y afirma que si
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Dolezalová hubiera muerto porque le estalló el apéndice, tal y como sugiere el doctor Hoffmann, el tiempo entre que se manifestaron los síntomas y su muerte habría sido de unos días, no de meses. Pero cuando le pedí que me mostrara sus archivos, la operación no figuraba en ellos. Me dijo que quizá no hubiera sido incluida porque, por aquella época, su esposa estaba embarazada de su segunda hija y no se sentía lo bastante bien como para llevar el registro de todas las operaciones que él realizaba.
—Y entonces, ¿cómo podemos estar seguros? —pregunté yo—. El doctor Soucek se está haciendo mayor. Supongo que no esperará que nos fiemos únicamente de su memoria.
Fuera, más allá de la ventana del doctor Holub, las hojas de los cerezos ya habían adquirido una tonalidad dorada. La luz parpadeaba entre ellas a medida que se agitaban por la brisa. Las apendicectomías no eran habituales en la época de madre, así que probablemente el doctor Soucek estaba en lo cierto al recordar la operación, aunque no hubiera ningún registro de ella. Se me ocurrió que si el anciano médico no hubiera venido a casa a contarnos la historia del apéndice de madre, estaríamos llorando su pérdida en paz y sin sospechas.
—El doctor Soucek afirma que lo recuerda bien porque la operó la misma noche que murió el emperador alemán.
Me recliné en mi asiento y suspiré. El doctor Soucek parecía senil. Me había convencido de que existía una conspiración entre Milos y
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Benová, pero aquello de repente se me antojó no solo infundado, sino también ridículo. ¿Verdaderamente madre había pensado que Milos iba a matarla? ¿O solamente temía que él y
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Benová encontraran un método de echarnos de la casa? Un agudo dolor se me agarró a las entrañas y me estremecí. Estaba padeciendo los mismos espasmos de ansiedad que aquejaban a madre.
—Temo que todo esto sea demasiado para ti —comentó el doctor Holub.
Sacudí la cabeza en señal de negativa.
—Quiero saber la verdad.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó tía Josephine—. Puede que las vidas de mis sobrinas estén en peligro.
El doctor Holub se rascó la cabeza.
—De momento no hay nada que podamos hacer —comentó—. No existen pruebas de que
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Dolezalová haya sido asesinada, a pesar de su carta cargada de temor. Solamente una confesión cambiaría las cosas, y no es probable que eso ocurra. Tenéis que vigilar cuidadosamente a Milos. Quizá haga algo que le delate.
El día que se leyó el testamento de madre estudié detenidamente la reacción de Milos. Me di cuenta de que el doctor Holub lo miró fijamente cuando leyó la parte que estipulaba que Milos recibiría una asignación. Mi padrastro no pestañeó ni una sola vez.
—Tu madre era la mujer más generosa del mundo —me confesó Milos después mientras tomábamos el té con pasteles en el despacho del doctor Holub—. Siempre le estaré agradecido. Nuestro matrimonio ha sido corto, pero me ha aportado mucha felicidad.
Me estremecí. Me molestaba no poder expresar mi opinión, pero debía andarme con cuidado con él. Tía Josephine sería nuestra tutora hasta que Klára y yo fuéramos mayores de edad, pero todos los meses en el banco, la asignación que ella recibiría para nuestra manutención tenía que llevar la firma tanto de Milos como del doctor Holub. Comprendí por qué madre había organizado las cosas de aquella manera al principio: no pensaba que ninguna mujer tuviera que preocuparse por los asuntos financieros y quería concederle a Milos un papel más paternal. Pero sus buenas intenciones nos dejaban en una difícil situación. Dependíamos de Milos para nuestro bienestar económico hasta que tuviéramos acceso a nuestra fortuna de forma legítima.
Más tarde, nuestro padrastro le preguntó a tía Josephine por la educación musical de Klára y por si nos enviaría al extranjero a terminar nuestros estudios. Cualquiera que lo hubiera escuchado habría pensado que simplemente estaba expresando el interés de un padrastro preocupado. Traté de leerle la mente, pero no logré ver nada más allá de sus apuestas facciones. ¿Pero acaso no es eso lo que se suele decir sobre los asesinos despiadados? No se les puede distinguir de los seres humanos comunes y corrientes. Al menos, en lo superficial. Si Milos pretendía asesinarnos, me pregunté cómo lo haría. ¿Volvería a utilizar al doctor Hoffmann? ¿O sencillamente nos estrangularía mientras dormíamos?
Un tiempo después, Hilda, la sirvienta de tía Josephine que también se había mudado con nosotras, nos informó de que había llegado una carta de Australia. Tío Ota nos había enviado una rama con flores secas en el interior de un trozo de papel de seda. Klára la sostuvo y admiramos las hojas verdes plateadas de la planta y sus redondeadas florecillas doradas. Una fragancia similar a la de las lilas flotó desde el papel. El sobre también contenía un dibujo coloreado de la planta —la acacia plateada— hecho por Ranjana. En la carta adjunta, tío Ota pedía que colocáramos las flores en la tumba de madre. «Aunque no he visto a Marta durante casi veinte años, recuerdo a la vibrante joven que estaba tan volcada en su familia», escribía tío Ota. Además, en una página aparte, había escrito:
En los bosques sombríos, el lago bruñido
lúgubre se quejaba de un dolor secreto,
rodeando sus orillas,
y el sol claro en el cielo se agachó para tomar
un camino sinuoso hasta profundidades celestes,
como las lágrimas ardientes que llora el amante.
Me recorrió un escalofrío por la columna vertebral. Aquellos eran los versos del poema
Mayo
que aparecían a continuación de los que yo había leído en los restos de la carta de madre al tío Ota.
—Es irónico que haya citado precisamente a Karel Hynek Mácha —observó tía Josephine cuando Klára no nos oía.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque se piensa que este poeta falleció de apendicitis, pero su muerte aún está rodeada de misterio.
Pasaron los meses, pero nuestro dolor no remitía. Klára ensayaba sus piezas con
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Milotová incluso con más intensidad que antes. Dado que mi hermana era muy sensible, no la hice partícipe de la revelación del doctor Soucek. Como consecuencia, su pena se desarrolló de un modo más uniforme que la de tía Josephine o la mía. Una tarde que encontré un cepillo que tenía unos cabellos rubios de madre enganchados en sus cerdas, me desmoroné. A tía Josephine le sucedió lo mismo mientras estaba rebuscando en la caja de costura y encontró un alfiletero que había hecho para madre cuando ambas eran jóvenes. El único indicio de la angustia interna de Klára se traslucía cuando practicaba en el piano por su cuenta. Si no era capaz de aprenderse una pieza al tercer intento, acababa por tocar una sucesión de acordes desordenados, como si estuviera dando rienda suelta a su dolor a través del instrumento. Sin embargo, aparentemente, seguía tan tranquila como siempre.
Milos vino a visitarnos en Nochebuena. Tía Josephine le indicó que se sentara en una silla de cara al sofá donde habíamos tomado asiento Klára, ella y yo con ella. No tenía ni la menor intención de dejarnos a solas con él. Tía Josephine y yo albergábamos sentimientos encontrados por mi padrastro. Si no volvíamos a verlo nunca más, no lo lamentaríamos. Por otro lado, nos hacía falta vigilarlo para ver si podíamos averiguar alguna pista sobre su implicación en la muerte de madre. Por su parte, Milos podía perfectamente estar fingiendo que se preocupaba por nosotras para mantener el decoro y acallar las sospechas. Y lo que era más escalofriante: puede que estuviera intentando permanecer lo suficientemente cerca de nosotras para poder acabar con nuestras vidas.
Milos nos había traído regalos: un sombrero de té de ala ancha para tía Josephine, que yo sabía que mi tía consideraría demasiado ostentoso; un cordero de cristal para Klára, cosa que resultaba irónica teniendo en cuenta que Milos detestaba los animales; y un collar de oro con un colgante de diamante para mí. Sostuve en alto la cadena y el diamante brilló bajo la luz de la lámpara.
—Lo compré para tu madre... por nuestro aniversario —explicó Milos—. ¡Te pareces tanto a ella! Espero que la belleza del collar se iguale con la tuya propia.
Dirigí la mirada hacia el asiento vacío de la mesa. Era una tradición checa dejar sitio para los fallecidos recientemente, que creíamos que nos acompañaban en espíritu. Me volví hacia Milos, pero no fui capaz de discernir si el brillo de sus ojos se debía a una lágrima o al reflejo de las llamas de la chimenea.
Nos tomamos la cena en silencio. La cocinera estaba ausente, por lo que Hilda había preparado sopa de col con ensalada de patata y vánočka. Normalmente, aquella sopa estaba deliciosa, pero a causa de la tensión en el ambiente sabía amarga. Tía Josephine no levantó la mirada del plato y Milos sostenía su cuchara con tanta fuerza que cada vez que se la llevaba a los labios el movimiento parecía mecánico.
Por fin llegó la hora de que Milos se marchara. A pesar de nuestros esfuerzos por ser hospitalarias, se había dado cuenta de que no era bienvenido. Lo contemplé mientras caminaba por la calle cubierta de nieve y recordé un proverbio que a mi padre le gustaba decir: «Mantén a tus amigos cerca, pero a tus enemigos más aún».
Poco después del año nuevo, recibimos una carta de tío Ota y Ranjana.
Mis queridas señoritas:
No puedo describiros la alegría que nos ha producido la llegada de nuestro hijo. Ranjana se encontraba en su trabajo en una fábrica de medias cuando el pequeño decidió llegar unas semanas antes de lo esperado. A pesar de ello, sus pulmones son resistentes y sus deditos agarran con tanta fuerza como los de un monito. Tiene mi nariz y mi barbilla, pero me alegra anunciaros que ha heredado los ojos de su madre. Su piel luce una tonalidad extraordinariamente apetecible, como si fuera de caramelo. Puesto que ha nacido en Australia, hemos decidido bautizarlo con un distinguido nombre inglés: Thomas James. Además, yo he cambiado mi apellido a «Rose», pues parece evidente que aquí a todo el mundo le cuesta demasiado pronunciar «Ruzicka»...
Quizá tío Ota no nos había hablado de que él y Ranjana estaban esperando un bebé por la noticia de la muerte de madre, pero tras recibir la carta, tía Josephine nos puso manos a la obra tejiendo botitas y chaquetitas para nuestro nuevo primo.
—En Australia hace calor —trató de explicarle Klára.
—No importa —le contestó tía Josephine—. No tienen mucho dinero y debemos hacer todo lo que podamos por ayudarles.
Los días que Klára iba a la escuela, yo la acompañaba. Por las tardes solía regresar junto con un grupo de amigas, pero desde la muerte de madre yo la esperaba a la puerta del colegio y regresaba con ella también.
Si no tenía clase de piano después del colegio, Klára y yo hacíamos una visita a las pastelerías y las tiendas de dulces de regreso a casa. Fue en una de esas ocasiones cuando percibí la presencia de aquel hombre.
Klára y yo nos encontrábamos en la pastelería de
paní
Jezková contemplando los bizcochos de vainilla, los koláče de semillas de amapola y los buñuelos de crema expuestos en bandejas de plata. Nos decidimos por unas pastas Linzer con relleno de mermelada y unos bizcochos de vainilla espolvoreados de azúcar glas.
Paní
Jezková no medía mucho más de un metro veinte y tuvo que ponerse de puntillas para mirar por encima del mostrador y tomar nota de nuestro pedido. Tenía la mirada inquisitiva y el cuerpecillo rechoncho del animal del que provenía su apellido: mientras se movía de aquí para allá detrás del mostrador cogiendo las pastas y los bizcochos, me imaginé a un erizo trajinando detrás de un rosal.
Paní
Jezková preparaba el mejor pastel de nueces de Praga y como esperábamos la visita de
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Milotová esa misma tarde, compramos uno.
Paní
Jezková nos dio la espalda para meter el pastel en una caja. Oí el tintineo de la campanilla cuando la puerta de entrada se abrió y se internó en la tienda otro cliente, trayendo con él el aire helado de la calle. El recién llegado dudó un instante antes de acercarse al mostrador y colocarse detrás de nosotras. Me volví para ver a un hombre aproximadamente de la edad de Milos. Era alto, delgado y de facciones oscuras. Su ropa no era de la mejor calidad, pero le sentaba bien. Llevaba el pelo bien peinado y el rostro correctamente afeitado, pero parecía como si hubiera algo en él que no concordara con la tienda de
paní
Jezková y sus muebles de madera de caoba con remates dorados. No podía imaginarme a alguien con aquella adusta expresión hincándole el diente a un pastel de fresas con nata o relamiéndose mientras comía unos deliciosos dulces de vainilla.
Paní
Jezková me entregó la caja de la tarta y nuestras golosinas envueltas en papel y nos deseó un buen día antes de saludar al hombre, que nos estaba mirando fijamente con sus ojos claros. Cogí firmemente a Klára de la mano y salí a toda prisa con ella por la puerta, pero tan pronto como pisamos la acera, no pude resistir la tentación de mirar a mi espalda. A través del escaparate vi que
paní
Jezková estaba haciendo todo lo posible por atraer la atención del hombre, pero este le daba la espalda y nos observaba a nosotras. En cualquier otra circunstancia, simplemente habría pensado que era un curioso. Pero la media sonrisa del hombre me provocó un escalofrío a lo largo de la espalda.