El doctor Holub releyó sus notas y su rostro se ensombreció. Me contempló fijamente.
—Tu madre y tu padrastro... ¿eran felices? —aventuró.
Todo el mundo sabía que madre y Milos estaban lejos de ser felices, así que me sorprendí de que la pregunta me provocara un escalofrío. Un pensamiento que no se me había pasado por la cabeza hasta aquel momento se apoderó vilmente de mí. Se me atragantó la respiración. Me volví desesperada hacia tía Josephine, que le proporcionó una respuesta más ponderada de lo que yo habría podido.
—Claramente, su matrimonio no era un éxito. Marta esperaba tener un compañero que mitigara su soledad y que sirviera de figura paterna para sus hijas, pero
pan
Dolezal no satisfizo ninguno de estos deseos. Sencillamente, es demasiado vanidoso y egoísta. Pero si lo que está sugiriendo es que tramó todo esto con el doctor Hoffmann para matar a Marta..., especialmente de una manera tan atroz... No podría acusarle de una cosa así. Milos es un niño grande, no un asesino.
La lógica de tía Josephine logró calmar mi espíritu y comencé a respirar con más facilidad. Tenía razón: Milos era un presuntuoso, pero no podía ser tan malvado.
—La lectura oficial del testamento de
paní
Dolezalová tendrá lugar la semana próxima —le dijo el doctor Holub a la tía Josephine—. En caso de que ella falleciera, te nombró tutora de sus hijas hasta que la más joven de ella, Klára, cumpla la mayoría de edad. En ese momento las fortunas de las familias Ruzicka y Valenta se transferirán a las dos jóvenes.
Pan
Dolezal recibirá una asignación hasta entonces, con la esperanza de que finalmente consiga mantenerse gracias a su propio negocio.
—¿Sabe él todo esto? —preguntó tía Josephine—. Creo que él esperaba que se le siguiera «manteniendo» en caso de que Marta falleciera.
El doctor Holub no apartó la mirada del rostro de tía Josephine. Estaba tratando de decirle algo que no quería explicar delante de mí. Pero yo ya me imaginaba de qué se trataba. Si el testamento de madre no había variado desde la época en la que se casó con Milos, entonces mi padrastro sería el beneficiario en caso de que Klára y yo falleciéramos antes de cumplir veintiún años.
Me costó trabajo conciliar el sueño aquella noche. En mis pesadillas, me atormentaban las imágenes de madre agonizando, de su tumba cubierta de lirios y de Milos. No sentía ningún cariño por mi padrastro, pero su dolor ante la muerte de madre me había parecido sincero. Y ahora el doctor Holub estaba metiéndome aquellas terribles ideas en la cabeza y, a pesar de las afirmaciones de tía Josephine, no era capaz de olvidarlas.
A la mañana siguiente, mi tía tenía un aspecto tan fatigado como el mío. Ninguna de las dos habló durante el desayuno, así que dejamos la conversación a cargo de Klára y Milos, que tampoco tenían mucho que decir. Tía Josephine se había quedado con nosotros desde la muerte de madre y, dado que ella iba a ser nuestra tutora, me pregunté si seguiríamos viviendo en nuestra casa o nos mudaríamos a la suya. Más tarde, esa misma mañana, mi pregunta se respondió por sí sola. Escuché a tía Josephine hablando con Milos a través de la ventana de la biblioteca.
—Comprendo que te sientas afligido por la muerte de Marta —le dijo tía Josephine—, pero el funeral fue hace unos días y no resulta adecuado que sigas viviendo bajo el mismo techo que tus hijastras.
Tía Josephine estaba exponiéndolo con mucho tacto, planteando todo aquello con pies de plomo. Milos respondió inmediatamente.
—Sí, me he preparado para eso. He alquilado un apartamento. Pero espero tener tu permiso para visitar a las chicas, ¿verdad? Les he cogido mucho cariño.
Milos nunca había sentido nada parecido por nosotras. Pero quizá lamentaba su comportamiento hacia madre y deseaba compensarlo. No oí la respuesta que le dio tía Josephine. Pero ¿qué podía decirle? Por indecoroso que pudiera parecer que Milos siguiera viviendo bajo el mismo techo que nosotras, también resultaría igual de irregular que nuestra relación con él se interrumpiera repentinamente.
—Mañana trasladaré mis cosas —prometió Milos.
Aquella noche no cesé de dar vueltas en la cama a causa de las pesadillas. Aunque
paní
Milotová me había asegurado que a madre le habían administrado morfina suficiente, soñé que mientras le abrían el vientre ella gritaba. Me desperté sobresaltada.
¿Y si Milos realmente había contratado al doctor Hoffmann para asesinar a madre? Era mucho menos sospechoso que alguien muriera a consecuencia de una dolencia en presencia de un médico que envenenado o apuñalado. Si madre hubiera sido asesinada por aquellos métodos más convencionales, las sospechas habrían recaído inmediatamente sobre Milos. Me pregunté si la policía podría hacer algo y llegué a la conclusión de que, solamente con aquellas acusaciones y sin ninguna prueba, probablemente no. La solicitud del doctor Soucek de una autopsia también resultaría infructuosa. La profanación del cadáver de madre no demostraría nada: en cualquier caso, carecería de apéndice. El doctor Soucek podía asegurar que él se lo extirpó años antes, y el doctor Hoffmann diría que había incinerado el órgano infectado. Me daba vueltas la cabeza por todas aquellas atroces posibilidades, pero al final siempre volvía al mismo punto de partida. Milos podía ser arrogante, interesado y desagradable, pero ¿era capaz de tramar un plan tan malvado para deshacerse de madre?
Pensé en el último día de vida de madre y en el buen aspecto que tenía cuando me despedí de ella aquella mañana. Unas horas más tarde moría en su cama.
«Mira en la caja.»
La piel de los brazos se me puso de gallina. Aquellas habían sido las últimas palabras que madre me había dicho. Pensé que estaba delirando y que se refería a otra cosa. Entonces recordé la noche en la que me regaló la cámara de padre que sacó del baúl del desván.
Salí de la cama y abrí la puerta. El vestíbulo se encontraba sumido en la oscuridad y el silencio. No necesitaba ninguna lámpara para guiarme, porque el baño se hallaba en el otro extremo del pasillo y sabía llegar hasta allí de memoria. Pero necesitaría alguna luz para subir las escaleras del desván. Tanteé en busca de una vela, encontré una en el cajón de la cómoda y encendí la mecha.
No vi ningún fantasma en el vestíbulo y me deslicé escaleras arriba hacia el desván. Pasé frente al dormitorio de Milos y lo oí suspirar. Un destello de luz brillaba por debajo de su puerta. «Debe de estar leyendo en la cama», pensé. Contuve la respiración y recé para que no me delatara el crujido de alguna tabla del suelo.
La habitación parecía llevar cerrada mucho tiempo cuando entré en ella. Mi vela apenas proporcionaba un pequeño círculo de luz, pero no me atreví a tocar el interruptor de la pared, pues la nueva bombilla eléctrica era el doble de brillante que las de la planta de abajo y Milos la percibiría si abandonaba su habitación para ir al baño.
El baúl se encontraba todavía allí, pero ¿dónde estaba la llave? Busqué por los cajones del escritorio de padre y bajo la alfombra, pero desgraciadamente no la encontré. Oí la puerta de la habitación de Milos abriéndose y cerrándose. Me quedé clavada en el sitio, escuchando por si oía otros sonidos. Pero entonces oí sus pasos sobre las tablas del suelo de su dormitorio y comprendí que no había salido de él. Toqué por debajo del baúl y solo encontré telarañas, y después palpé el borde de la escribanía. Con la punta de los dedos percibí el fino cilindro metálico de una llave, y la cogí triunfalmente. La probé en la cerradura del baúl. Encajaba.
Levanté la tapa suavemente para que no hiciera mucho ruido. Del baúl surgió un olor a lana, seguido de un aroma dulzón. Sabía que era romero. Padre solía beberse una infusión de esa hierba aromática todas las mañanas. Estaba convencido de que mejoraba su memoria. También colocaba una ramita de romero sobre la almohada de madre todos los años el día de su aniversario, como símbolo de su fidelidad. Madre había metido bolsitas de romero por los laterales del baúl. Levanté la vela para poder ver mejor, pero con cuidado de no dejar caer cera sobre el uniforme de padre. Vi un sobre dirigido a tía Josephine encima de la chaqueta de padre. La letra era la de madre. Cogí el sobre y encontré otro debajo dirigido a tío Ota.
Me sobresalté al oír el sonido de pasos subiendo las escaleras del desván. La carta que tenía en la mano me la metí bajo el camisón, cerré el baúl y apagué la vela. Apenas me había deslizado tras el armario cuando la puerta se abrió y Milos entró sigilosamente, lámpara en mano.
Me pregunté si habría oído ruidos en el desván y si podría oler el aroma a cera de vela que había quedado flotando en el ambiente. Afortunadamente, en aquella habitación había tal mezcla de olores —polvo, madera, paños húmedos...— que debieron enmascarar el de la cera, porque Milos no pareció percatarse de mi presencia. Yo había cerrado el baúl, pero me había dejado la llave en la cerradura, y la carta para tío Ota todavía se encontraba sobre el uniforme de padre. Durante un momento sentí el impulso de revelar mi presencia e inventarme alguna excusa por encontrarme en el desván, pero algo en el rostro de Milos me disuadió. No podía estar segura de si era un efecto de la luz, pero el contorno de sus mejillas y su barbilla parecía más afilado de lo habitual.
No encendió la luz, sino que colocó la lámpara sobre el escritorio de padre y comenzó a inspeccionar los cajones. Me di cuenta de que no había subido porque hubiera oído ruido, sino porque pretendía buscar algo mientras nosotras estábamos dormidas.
Al no encontrar lo que estaba buscando en el escritorio, Milos se volvió hacia la estantería y hojeó los libros. Como allí no encontró nada de interés, miró el baúl. El corazón se me paró durante un instante cuando abrió la tapa, y después cogió la lámpara para poder ver mejor el interior. Descubrió la carta y abrió el sobre rasgándolo.
El rostro de Milos no reveló ninguna emoción mientras leía la carta. Me sorprendió que pudiera leer la correspondencia de su difunta esposa con el hermano de su primer marido con tanta impavidez. Entonces yo sabía poco sobre hombres y mujeres, pero sí lo suficiente como para comprender que los hombres a veces son celosos. Milos estudiaba la carta como alguien memorizando datos antes de un examen. De cuando en cuando, levantaba la mirada, moviendo los labios como si estuviera tomando nota de un lugar o un nombre en particular. Cuando terminó de leer, yo esperé que dejara la carta, pero la enrolló formando un tubo y la prendió con la mecha de la lámpara. El papel brilló con fuerza y pensé que quizá tenía la intención de incendiar la casa. Pero cuando la llama le llegó a los dedos la extinguió. Echó los restos al suelo y los pisó antes de recoger la lámpara de nuevo y marcharse.
Permanecí en mi escondite durante media hora después de que escuchara la puerta de la habitación de Milos cerrarse y la casa se quedara en silencio. Cuando el alba despuntó en el cielo, arrojando su luz plateada por la ventana de la lucerna, me deslicé fuera y recogí los restos ennegrecidos de la carta. Únicamente un trozo había quedado intacto por el fuego de la llama. Lo desdoblé cuidadosamente, temiendo que se deshiciera en mi mano, y leí las palabras que mi madre había escrito:
Sobre amor susurraba el musgo silencioso,
las penas del amor mentía el árbol en flor,
a la rosa su amor cantaba el ruiseñor,
la rosa exhaló un suspiro oloroso.
Reconocí aquellos versos: eran de un famoso poema de amor titulado
Mayo
. Narraba la historia de un joven que tiene una amante infiel. Mata a su rival y más tarde se entera de que se trataba de su propio padre.
Me pregunté por qué madre habría incluido aquel poema en una carta para tío Ota. Me incliné hacia delante y la carta que madre había escrito para tía Josephine se me clavó en el pecho. Quizá la respuesta se hallara en su interior.
Tía Josephine se sentó en el jardín del patio trasero y leyó la carta de madre. Yo perseguí mientras tanto a Frip alrededor de la fuente. Lo hice para conservar el calor, pero también para evitar interrumpir a tía Josephine antes de que hubiera terminado. Pensé que me llamaría cuando acabara de leer y me sorprendí cuando me di la vuelta y la vi con la carta en el regazo, mirando al vacío. Me bastó contemplar una sola vez la expresión sombría de su rostro para comprender que la carta le había revelado algo terrible.
—¿Tía Josephine? —Me senté junto a ella. Frip percibió la gravedad del momento y se quedó inmóvil.
Tía Josephine no se movió. Fuera lo que fuese lo que hubiera leído en la carta de madre, la había conmocionado.
—¿Qué sucede? —le pregunté, agarrándola del brazo y notando que estaba temblando—. Léemela.
Sacudió la cabeza en señal de negativa.
—No puedo. Tienes que leerla por ti misma —me dijo, entregándome la carta.
Estaba tan asustada que tuve que inspirar unas cuantas veces antes de centrarme en las palabras sobre el papel.
Querida Josephine:
Te escribo esta carta porque sé que no te gusta visitarnos mientras Milos se encuentra en casa. Y como ya sabes, ¡últimamente está aquí mucho más a menudo! Al principio pensé que este cambio se debía a que había recobrado su devoción por mí o quizá porque había abandonado a «la espina clavada en mi costado». Pues esa mujer inmoral ha dejado de aparecer en los acontecimientos sociales, así que soy libre de sus miradas, y ya no reserva entradas en el teatro tan cerca de nosotros que casi puedo notar su aliento sobre mi cuello. Lída me ha contado que dedica su tiempo a doblar vendas en el hospital de veteranos: una ocupación mucho más adecuada para una viuda en su situación que perseguir a los maridos de otras mujeres.
Sin embargo, parece que las atenciones de mi marido no son tan bienintencionadas. Me contempla con un interés que me sofoca. No puedo dejar la casa ni mantener el contacto con mis amistades sin que me someta a una docena de preguntas. No me hago ilusiones pensando que su vigilancia es producto de los celos. No, me está estudiando, pero desconozco la razón. Padezco esos espasmos de ansiedad en el estómago que el médico no puede curar, aunque yo sé la causa: el estado de miedo permanente en el que vivo.
Y lo que es peor: ahora su vigilancia se extiende también sobre mis hijas. Enseña a Klárinka a jugar al ajedrez y a Adélka a bailar, pero no lo mueve la ternura paterna, como yo deseé en el pasado. Estoy segura de que tiene otros propósitos en mente. Emilie se me ha aparecido en sueños. Está de pie, al otro lado de un río, y llama mi atención advirtiéndome de algo, pero no oigo lo que dice.
Querida amiga, casi sonrío al imaginarte sacudiendo tu lógica cabeza, preguntándote si acaso estoy entrando en una fase problemática de la maternidad en la que los hijos están creciendo y una ve peligros en cualquier rincón como consecuencia de su aumento de independencia. Pero cuando te cuente lo que ha provocado mi ansiedad, estoy segura de que lo comprenderás.
Ayer por la mañana me desperté cuando estaba amaneciendo, después de haber tenido otro sueño en el que aparecía Emilie. El ambiente de la habitación era sofocante, así que me levanté a abrir la ventana. Miré hacia la calle y pensé que estaba sufriendo una alucinación. Allí se hallaba esa mujer, sentada en su coche con su conductor. Al principio pensé que quizá se dedicaba a acosar a Milos, pero entonces me di cuenta de que estaba contemplando la casa. Y no la estaba mirando como lo haría una amante celosa cuyo enamorado la ha apartado de su vida personal, sino como una mujer admirando la vivienda que pronto será suya.
Josephine, sabes que si me pasa cualquier cosa, tú serás la tutora de mis hijas. Con este propósito he guardado una suma que espero que considere generosa. Pero temo por la seguridad de mis hijas si se quedan en Praga. Ota es un buen hombre, y tan lejos, siento que estarían fuera de peligro con él y su esposa. Si tú también temes por su seguridad, te ruego que las mandes con él.
Hay un asunto entre Ota y yo que nunca hemos llegado a resolver y que nunca he comentado contigo. Pero en su última carta preguntó por mí con tanta bondad que no puedo sino esperar que me haya perdonado. En cualquier caso, parece tener un sincero interés por el bienestar de las hijas de su hermano. Le he escrito expresándole mis esperanzas. Te lo explicaré todo cuando te vea la próxima vez.
Le pediré a Adélka que te lleve estas cartas, pues, por razones obvias, no deseo que mi marido se entere de esta correspondencia. Por favor, ven a verme lo más pronto posible, y dile al doctor Holub que también quiero entrevistarme con él. Hay ciertas disposiciones en mi testamento que debo modificar inmediatamente.
Con todo mi cariño,
Marta