Sólo le llevó uno o dos minutos explorar el frío edificio lleno de corrientes de aire, porque estaba formado por unas pocas salas, a la mayoría de las cuales se accedía desde el vestíbulo principal. Había una cocina muy sencilla, dos almacenes llenos de mesas y sillas, y servicios de hombres y mujeres. En el extremo más alejado de la sala principal había otra mucho más pequeña, que conducía hacia el segundo almacén. Era evidente que esta habitación se había añadido más tarde como una extensión del edificio original. La pintura y la decoración, aunque descoloridas y desconchadas, estaban ligeramente menos descoloridas y desconchadas que las del resto del centro.
Excepto por los dos cuerpos en la sala principal, el edificio estaba vacío. Jeffries se obligó a arrastrar los cadáveres al exterior. En la mano de un hombre de cabellos grises, que parecía estar a principios de la sesentena, encontró un manojo de llaves que se ajustaban a las cerraduras del edificio. Decidió que el hombre debía de haber sido el conserje. Y la señora de cabellos igualmente grises que había muerto a su lado debía de ser una visita que pretendía alquilar una sala para la reunión de un Instituto Femenino o algo por el estilo. Sacó los cuerpos, rígidos y pesados, a través de la puerta y los depositó con cuidado al lado del edificio.
Mientras se encontraba en el exterior decidió que se refugiaría en la sala hasta la mañana siguiente. No fue una decisión difícil. Parecía un lugar tan seguro para esconderse como cualquier otro. Se encontraba aislado, y aunque no estaba en el mejor estado de conservación, parecía lo suficientemente sólido y se estaba mucho más caliente que en el coche. Jeffries decidió que no tenía sentido intentar ir a ningún otro sitio. El único lugar en el que querría estar en ese preciso instante era en su casa, pero ésta se encontraba a muchas horas de coche. Rápidamente se convenció a sí mismo de que sería mucho más seguro quedarse allí por el momento e intentar conseguir gasolina por la mañana. La sacaría de uno de los coches de la calle, si era necesario.
La noche estaba empezando a caer. Apretó el interruptor de la pared y se sorprendió cuando se encendieron las luces. No se atrevía a pensar cuánto tiempo durarían. Si todo el mundo estaba muerto entonces las centrales eléctricas dejarían de producir electricidad en algún momento. Podría tardar semanas, pero también sabía que podría haberse agotado por la mañana.
Jeffries corrió hasta el final del aparcamiento y contempló el resto de la ciudad. Las farolas de las calles y el resto de iluminación automática, como las señales de tráfico, los escaparates de las tiendas y otras cosas por el estilo, se habían encendido como siempre, pero todo seguía estando inquietantemente oscuro. No había luces en las ventanas de las tiendas ni de las casas, ni faros de los coches en las calles. Volvió a entrar y cerró la puerta con llave. Le hacía sentirse un poco más seguro y mucho menos expuesto. Con una puerta cerrada entre él y todo lo demás, podía, al menos, pretender durante un rato que nada había ocurrido.
* * *
Justo antes de las nueve llegó a su fin el confinamiento en solitario de Jeffries. Estaba sentado en una incómoda silla de plástico en la cocina del centro, absorto en el zumbido de la luz eléctrica del techo e intentando bloquear el silencio del mundo muerto a su alrededor. Pero resultaba imposible pensar en nada que no fuera lo que había ocurrido ese día y en lo que podría ocurrir al día siguiente.
Había alguien en el exterior. Saltó de la silla y atravesó sigilosamente la sala, con el corazón saltándole en su pecho y las piernas temblándole de nervios. Silencio. ¿Quizá lo había imaginado? ¿Quizá sólo había querido oír algo? Dio otro paso hacia la puerta y pegó un bote hacia atrás cuando el pomo se movió de arriba abajo, de arriba abajo, mientras alguien intentaba hacer que se abriera. Con la boca demasiado seca para hablar, Jeffries se revolvió los bolsillos en busca de las llaves y después le costó meter la correcta en la cerradura. Finalmente abrió la puerta y se quedó en silencio, mirando a la persona que tenía delante. Jeffries tendió la mano, agarró a Jack Baynham, un albañil de treinta y seis años, lo atrajo hacia sí y lo abrazó como si fuera un amigo al que no había visto en mucho tiempo. Ninguno de los dos dijo nada.
* * *
La llegada de otro superviviente trajo consigo una esperanza y una energía repentinas e inesperadas. Ninguno de los dos hombres tenía respuestas para lo que había ocurrido, pero por primera vez se atrevieron a pensar qué debían hacer a continuación. Si había dos supervivientes, entonces se podía concluir que debía de haber cientos, quizá muchos más. Tenían que hacer que los otros supieran dónde estaban.
Con la basura de tres contenedores situados junto a la sala, ramas de un árbol muerto y los restos de una mesa de madera destrozada, formaron una hoguera en el centro del aparcamiento, bien lejos de la sala y del coche de Stuart. Utilizaron como combustible la gasolina de los restos de un coche deportivo accidentado. Baynham encendió el fuego lanzando la colilla encendida de un cigarrillo a través del frío aire nocturno y, al cabo de unos segundos, el aparcamiento se llenó de luz y de calor de bienvenida. Jeffries encontró un CD en otro coche y lo puso en el reproductor de su propio automóvil. Giró la llave en el contacto, y el CD empezó a sonar, lanzando al aire música clásica. Unas cuerdas dramáticas y volátiles rompieron el silencio opresivo y sobrecogedor que había imperado durante todo el día.
El fuego había estado ardiendo y la música sonando durante menos de una hora cuando el tercer y el cuarto supervivientes llegaron juntos al centro. Hacia las cuatro de la mañana siguiente más de veinte individuos en estado de shock y aterrorizados se habían reunido en el Centro Comunitario Whitchurch.
* * *
Emma Mitchell había pasado casi todo el día acurrucada en un rincón de la cama con las sábanas sobre la cabeza. Había oído la música por primera vez poco después de medianoche, pero durante un rato se había convencido a sí misma de que eran imaginaciones suyas. Hasta que finalmente reunió el valor para salir de la cama y abrir la ventana del dormitorio, no se convenció de que realmente estaba sonando música. Desesperada por ver a alguien y hablar, metió algunas cosas en una mochila, cerró la puerta con llave y abandonó su hogar. Corrió a través de las silenciosas calles, sin permitirse bajar el ritmo, aterrorizada ante la idea de que la música pudiera parar antes de que pudiera descubrir de dónde venía.
Treinta y cinco minutos después de dejar el piso llegó al Centro Comunitario.
* * *
Carl Henshawe fue el vigésimo cuarto superviviente en llegar. Había pasado la mayor parte del día escondido en la parte trasera de la furgoneta de un constructor, demasiado asustado para mirar al exterior. Después de muchas horas sin que cambiara nada, había decidido buscar ayuda. Había conducido la furgoneta sin rumbo fijo hasta que ésta se había quedado sin combustible, había resoplado y se había parado. Antes de intentar repostar, decidió que era más fácil coger otro vehículo. Mientras estaba cambiando de coche oyó la música.
Después de deshacerse del conductor muerto, Carl llegó al centro justo antes de amanecer en un coche de lujo.
* * *
Michael Collins casi se había rendido. Demasiado asustado para volver a su casa o a cualquier otro sitio que conociera, se sentó en un gélido parque. Decidió que era más fácil estar solo y negar lo que había pasado que arriesgarse a volver a los lugares habituales y correr el riesgo de ver los cadáveres de las personas que había conocido. Se tendió de espaldas sobre la hierba mojada y se quedó escuchando el suave rumor de un arroyo cercano. Tenía frío, estaba mojado y se sentía incómodo y asustado, pero el ruido del agua ocultaba el silencio mortal del resto del mundo y, durante un rato, hizo que fuera un poco más fácil olvidarlo.
El viento soplaba por el campo en el que estaba tendido, susurrando entre las hierbas y los arbustos, y provocando que las copas de los árboles rozaran entre sí casi constantemente. Calado hasta los huesos y temblando, Michael acabó por levantarse y, sin ningún plan o dirección, se fue alejando lentamente del arroyo en dirección a la salida del parque. A medida que el sonido del agua se iba perdiendo en la distancia, los inesperados acordes de la música procedente del aparcamiento se acercaban a él. Vagamente interesado, pero demasiado helado, aturdido y asustado para preocuparse de verdad, empezó a caminar hacia el sonido.
Michael fue el último superviviente en llegar al centro.
Michael Collins fue el último en llegar al centro, pero fue uno de los primeros en recuperar la cabeza, o quizá fuera cosa de su estómago. Poco antes de mediodía, después de una mañana larga, lenta y dolorosa, decidió que había llegado el momento de comer. En el almacén principal encontró mesas, sillas
y
una colección de equipos de acampada marcados como pertenecientes al 4º Grupo de Scouts de Whitchurch. En una larga caja de metal encontró dos hornillos de gas y cerca cuatro bombonas de gas medio llenas. En unos minutos había colocado los hornillos sobre una mesa y estaba calentando dos latas grandes que había encontrado; una de sopa vegetal y otra de alubias guisadas. Sin duda se trataba de los restos de las acampadas del verano que acaba de pasar. La comida fue un descubrimiento inesperado y muy bienvenido. Más que eso, preparar la comida era una distracción, algo con lo que apartar la mente de la pesadilla al otro lado de los endebles muros del Centro Comunitario Whitchurch.
El resto de los supervivientes estaban sentados en silencio en la sala principal. Algunos estaban acurrucados sobre el frío suelo de linóleo marrón, mientras otros se hallaban sentados en sillas con la cabeza entre las manos. Nadie hablaba. Excepto Michael, nadie se movía. Nadie se atrevía ni siquiera a establecer contacto visual con ninguno de los demás. Veintiséis personas que podrían haberse encontrado perfectamente en veintiséis habitaciones diferentes. Veintiséis personas que no podían creer lo que le había pasado al mundo y que no podían soportar pensar en lo que podría ocurrir a continuación. Durante el último día, cada uno de ellos había experimentado toda una vida de dolor, confusión, miedo y pérdida, y lo que hacía que esa amarga mezcla de emociones fuera aún más insoportable era la completa falta de explicación o de razón. Cada persona solitaria y asustada sabía tan poco como la persona solitaria y asustada a su lado.
Michael notó que lo estaban observando. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que una chica sentada cerca lo estaba mirando. Se estaba meciendo en una silla de plástico azul y lo observaba con intensidad. Eso hizo que se sintiera incómodo. A pesar de que el silencio en la sala era ensordecedor y le hacía sentirse aún más desesperado y aislado, Michael no quería hablar. Tenía un millón de preguntas que formular, pero no sabía por dónde empezar. Parecía que la opción más sensata era seguir en silencio.
La chica se levantó de la silla y se fue acercando a él. Se quedó parada durante un momento, a un metro y medio de distancia, antes de dar el paso final y aclararse la garganta.
—Me llamo Emma —dijo en voz baja—. Emma Mitchell.
Él levanto la vista, la miró a lo lejos y volvió a apartar la mirada sin responder.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó ella.
Michael negó con la cabeza y se quedó mirando la sopa que estaba removiendo. Contempló los trozos de verdura que giraban en el líquido aguado y deseó que la chica se fuera. No quería hablar. No quería iniciar una conversación, porque una conversación significaría inevitablemente hablar de lo que le había pasado al resto del mundo, y en ese preciso momento, eso era lo último en lo que quería pensar. El problema era que eso era en lo único que podía pensar.
—¿Busco tazones? —murmuró Emma.
Ella no estaba dispuesta a dejar que él no le prestara atención. Él era la única persona en la sala que había hecho algo durante toda la mañana, y la lógica y la razón le indicaban que era la persona con la que más valía la pena iniciar una conversación.
Emma encontraba sofocante el silencio y la falta de comunicación, tanto que hacía un rato casi había decidido levantarse e irse. Lo habría hecho si no hubiera estado tan asustada.
Michael notó que ella no se iba a ir y volvió a levantar la mirada.
—He encontrado algunos tazones en los almacenes —murmuró—. Gracias de todas formas.
—No hay problema.
Tras otra pausa, larga e incómoda, Michael volvió a hablar.
—Me llamo Michael —dijo—. Mira, lo siento, pero...
Se calló porque no sabía qué estaba intentando decir. Emma lo comprendió; asintió abatida y estaba a punto de darse la vuelta y alejarse cuando él se dio cuenta de que, de repente, quería que se quedase. La idea de que la raquítica conversación finalizase antes de que hubiera llegado a comenzar le obligó a realizar un esfuerzo. Intentó decir algo que la hiciera quedarse en la mesa junto a él.
—Lo siento —repitió—, es sólo que con todo lo que... Quiero decir que no sé por qué...
—Odio la sopa —gruñó Emma, interrumpiéndole deliberadamente y conduciendo la conversación hacia aguas más seguras y neutrales—. En especial la de verdura. ¡Dios, no soporto la maldita sopa de verduras!
—Yo tampoco —confesó Michael—. Espero que a alguien le guste. Ahí dentro hay cuatro latas más de lo mismo.
Con la misma rapidez con que había empezado, terminó el breve diálogo y regresó el silencio. Porque no había nada seguro que decir. La charla intrascendente parecía innecesaria e inapropiada. Ninguno de los dos quería hablar de lo que había pasado, pero ambos sabían que no podrían evitarlo. Emma respiró hondo y lo intentó de nuevo.
—¿Estabas lejos de aquí cuando...?
Michael negó con la cabeza.
—A un par de kilómetros. Pasé la mayor parte de ayer vagando por ahí. Vivo a sólo unos veinte minutos, pero me he paseado por toda la ciudad. —Removió de nuevo la sopa y entonces se sintió obligado a preguntarle lo mismo.
—Mi casa está al otro lado del parque —contestó ella—. Pasé el día de ayer en la cama.
—¿En la cama?
Ella asintió y se apoyó en la pared.
—No parecía que hubiera mucho más que hacer. Metí la cabeza bajo las sábanas y pretendí que no había pasado nada. Hasta que oí la música.
—Un golpe de genio poner esa música.
Michael sirvió un generoso cucharón de sopa en un tazón y se lo pasó a Emma. Ella cogió una cuchara de plástico de la mesa y durante un segundo removió la comida caliente antes de probar un poco. No tenía ganas de comer, pero sabía que debía hacerlo. Ni siquiera había pensado en la comida desde su frustrada salida para comprar el día anterior por la mañana.