Septiembre zombie (4 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Septiembre zombie
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Un par de los restantes supervivientes les estaba mirando. Michael no sabía si lo que atraía su atención era la comida o que él y Emma estuvieran hablando. Fuera cual fuese la razón, que ellos dos se comunicasen había actuado, al parecer, como una lenta válvula de escape de algún tipo. Mientras Michael miraba cada vez más supervivientes empezaban a mostrar señales de vida.

* * *

Media hora después ya habían acabado con la comida. En ese momento tenían lugar dos o tres conversaciones por la sala. Algunos supervivientes se habían reunido en pequeños grupos, mientras que otros permanecían solos. Algunos hablaban, y el alivio se les notaba en el rostro; mientras que otros lloraban. El sonido constante de los sollozos se oía claramente por encima de las conversaciones a media voz.

Emma y Michael seguían juntos, hablando esporádicamente. Michael se enteró de que Emma era estudiante de medicina. Emma se enteró de que Michael trabajaba con ordenadores. Michael, descubrió ella, vivía solo. Sus padres se habían mudado recientemente a Edimburgo con sus dos hermanos pequeños. Ella le explicó que había decidido estudiar en Northwich y que su familia vivía en un pueblecito de la costa este. Ninguno de los dos quiso hablar con demasiado detalle de sus familias. No sabían si alguna de las personas que amaban seguía con vida.

—¿Qué ha provocado esto? —preguntó Michael. Había intentado preguntarlo un par de veces antes, pero no había conseguido que le salieran las palabras. Sabía que Emma no tenía la respuesta, pero le ayudaba haberla formulado.

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé, quizás algún tipo de virus.

—Pero ¿cómo ha podido matar a tanta gente? ¿Y tan rápido?

—Ni idea.

—Dios, he visto a treinta chicos morir delante de mí. ¿Cómo puede algo...?

Ella lo estaba mirando fijamente. Él dejó de hablar.

—Lo siento —murmuró él.

—No pasa nada.

Siguió otra pausa incómoda y elocuente.

—¿No tienes frío? —preguntó finalmente Michael.

Emma negó con la cabeza.

—Estoy bien.

—Yo estoy helado. Te digo que hay agujeros en las paredes de este sitio. Esta mañana he ido a un rincón, y al empujar un poco, se ha venido abajo la maldita pared. No costaría mucho derrumbar todo este sitio.

—Eso es muy tranquilizador, gracias.

Michael cerró rápidamente la boca, arrepintiéndose de sus torpes palabras. Lo último que cualquiera quería oír era lo vulnerable que eran en el centro. Podía estar viejo, destartalado y lleno de corrientes de aire, pero era todo lo que tenían. Cerca había un número incontable de edificios mucho más fuertes y seguros, pero nadie quería dar un solo paso fuera de la puerta por temor a lo que pudieran encontrarse.

Michael se quedó mirando mientras Stuart Jeffries y otro hombre, cuyo nombre creía que era Carl, mantenían una seria conversación, en el rincón más alejado de la sala, con una tercera persona a la que no podía ver. Los contempló fijamente, sintiendo que las frustraciones estaban empezando a llegar a la superficie. El lenguaje corporal había cambiado, y el volumen de las voces estaba aumentando. Menos de cinco minutos antes habían estado murmurando entre ellos en voz muy baja. Ahora todos los supervivientes podían oír cada palabra de lo que se decía.

—Ni hablar, aún no voy a salir ahí afuera —decía Jeffries, con la voz tensa y cansada—. ¿Para qué? ¿Qué hay en el exterior?

El hombre oculto en las sombras contestó.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí? Hace frío y es incómodo. No hay alimentos ni suministros, y tendremos que salir afuera si queremos sobrevivir. Además, necesitamos saber lo que está ocurriendo. Por lo que sabemos, podríamos estar aquí encerrados con la ayuda a la vuelta de la esquina...

—No vamos a recibir ninguna ayuda —argumentó Jeffries.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Carl. Su voz era calmada, pero en el tono se le notaba la irritación y la frustración—. ¿Cómo demonios puedes estar seguro de que nadie nos va a ayudar? No sabremos nada hasta que salgamos y miremos.

—Yo no voy a salir.

—Sí, eso ya ha quedado claro —suspiró el hombre oculto—. Te vas a quedar aquí hasta que te mueras de hambre...

—No te pases de listo. No te pases de listo conmigo.

Michael notó que la tensión en el rincón se podría convertir en violencia. No sabía si implicarse o quedarse al margen.

—Entiendo lo que estás diciendo, Stuart —intervino Carl, intentando calmarle—, pero tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos aquí sentados y esperar indefinidamente.

Jeffries buscó una respuesta. Incapaz de encontrar las palabras para expresar cómo se sentía, empezó a llorar, y ser incapaz de contener sus emociones pareció enfadarlo aún más. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, esperando que los otros no se hubieran dado cuenta, aunque sabía muy bien que todos lo habían visto.

—Lo que no quiero es salir ahí fuera —exclamó Jeffries, soltando las palabras entre jadeos ahogados y sollozos—. No quiero volver a verlo todo otra vez. Quiero quedarme aquí.

Se levantó, tirando la silla de espaldas al suelo, y abandonó la sala. La silla repicó contra el radiador, y el inesperado ruido hizo que todos levantasen la mirada.

—El mundo entero se está yendo al diablo —comentó Michael en voz baja mientras seguía mirando.

—¿Qué quieres decir con que se está yendo al diablo? —preguntó Emma en un susurro—. Ya ha ocurrido. No ha quedado nada. Ya se ha ido al diablo.

Michael miró este lugar miserable y claustrofóbico, y a las cáscaras vacías y destrozadas de las personas que se encontraban con él, y supo que Emma tenía razón.

6

Muerto, frío y vacío por dentro.

Carl estaba sentado solo en un rincón oscuro de uno de los almacenes, con la cabeza en las manos, llorando por su esposa y su hija. Ellas habían sido la razón de su existencia. La razón por la que había ido a trabajar. La razón por la que había regresado a casa. Se había dedicado a ellas de una forma que nunca creyó posible. Y de repente, sin ninguna razón, advertencia o explicación, se habían ido. Se las habían arrebatado en un parpadeo y no había nada que él pudiera haber hecho para evitarlo. Ni siquiera había sido capaz de estar con ellas cuando murieron. Cuando más lo necesitaron, él se encontraba a kilómetros de distancia.

Desde la sala principal le llegaban los lastimosos llantos y gemidos de las otras personas que también lo habían perdido todo. Podía sentir su rabia, su frustración y su total desconcierto; casi era capaz, de olerlos en el aire como el hedor de carne en descomposición. Oía peleas, discusiones y gritos. Oía cómo el dolor más cruel destrozaba a las veintipico personas desesperadas.

Cuando ya no pudo aguantar el ruido, se puso en pie con la intención de irse, pero al pensar en los miles de cuerpos sin vida tendidos en las calles, se detuvo. El día casi había acabado, y pronto oscurecería. La idea de estar a cielo abierto ya era suficientemente horrible, pero estar fuera en la oscuridad, solo, y vagar sin destino con la única compañía de los muertos, era demasiado para ni siquiera tomarlo en consideración.

Retazos de la luz del sol, brillante y anaranjada, se filtraban en el edificio por encima de su cabeza, manchando la pared a su espalda con colores inesperados y casi fluorescentes. Curioso por descubrir el origen de la luz, miró hacia arriba y vio una estrecha claraboya en el techo inclinado. Se subió a una mesa de madera, estiró los brazos y abrió la claraboya, luego pasó a través del agujero y salió arrastrándose a una sección de tejado plana y asfaltada.

Un viento cortante lo sacudió con fuerza cuando se puso de pie en esa zona del tejado, de unos diez metros cuadrados. Desde el extremo más alejado pudo ver a lo largo de la calle principal y hacia la ciudad muerta que se extendía más allá. Con la mirada fue siguiendo la ruta de la calle al girar hacia la izquierda y alejarse en dirección hacia Hadley, el pequeño suburbio en el que había vivido y en el que los cuerpos de su mujer y de su hija yacían juntos en la cama. Aún podía verlas, inmóviles y sin vida, con los rostros manchados de sangre oscura medio seca y, de repente, el viento helado pareció soplar aún más helado. Durante un momento consideró la posibilidad de regresar a casa. Lo menos que se merecían era un funeral en condiciones y un poco de dignidad. El dolor que sentía en su interior era inaguantable. Se dejó caer de rodillas y apoyó la cabeza en las manos.

En la distancia vio algunas partes de la ciudad en llamas. Nubes grandes y espesas de un humo negro y sucio se alzaban hacia el cielo anaranjado del atardecer desde incendios descontrolados. Mientras contemplaba cómo el humo subía sin pausa, su mente divagaba y proponía innumerables explicaciones de cómo podrían haberse iniciado esos fuegos: ¿quizá la rotura en una tubería de gas? ¿Un remolque de gasolina accidentado? ¿Un cuerpo muerto que ha caído demasiado cerca de una estufa? Sabía que era un ejercicio inútil, pero no tenía nada más que hacer, y pensar en esas insignificancias le ayudaba a olvidar durante un rato a Gemma y a Sarah.

Estaba a punto de regresar adentro cuando uno de los cuerpos en la calle le llamó la atención. No supo la razón, porque no resultaba nada especial en medio de la confusión y la carnicería. El cadáver era de un adolescente que había caído y se había golpeado la cabeza contra el bordillo. Se había roto el cuello, que se le había quedado en un ángulo antinatural, y sus ojos miraban fijamente hacia el cielo. Parecía estar buscando una explicación. Carl casi se sintió como si le estuviera preguntando qué había ocurrido y por qué había muerto. El pobre chico parecía tan asustado y tan solo... Carl no pudo mirarle a la cara durante más de un par de segundos.

Volvió a entrar, y de repente el frío e incómodo centro comunitario le pareció el lugar más seguro y cálido del mundo.

7

Se había acabado la electricidad. Cuando Jeffries fue a encender las luces, no pasó nada. Michael apretó la cara contra una de las ventanas y vio que las farolas de la calle también estaban apagadas. Sabían que ocurriría tarde o temprano, pero todos habían tenido la esperanza de que hubiera sido tarde. Mucho más tarde.

Carl volvió con los demás y los encontró sentados en un solo grupo en un rincón de la sala; al parecer la oscuridad había logrado juntarlos por primera vez. Unos estaban sentados en sillas o bancos; otros se habían acuchillado sobre el duro suelo de linóleo. El grupo se reunía alrededor de una única y pálida lámpara de gas, y un rápido recuento de las cabezas que podía ver reveló a Carl que él era el único ausente. Algunos lo miraron mientras se acercaba. De repente se sintió incómodo, aunque sabía que no había ninguna razón para preocuparse, y se fue a sentarse en el extremo más cercano del grupo, entre dos mujeres. Llevaba la mayor parte del día atrapado en ese edificio con ellos y aun así ni siquiera conocía sus nombres. Sabía muy poco sobre ellos, y ellos sabían muy poco sobre él. Aunque necesitara su cercanía y su contacto, encontró que, curiosamente, esa distancia se agradecía.

Un hombre llamado Ralph estaba intentando dirigirse al grupo. Por sus modales, y por la forma precisa y razonada en que hablaba, Carl supuso que debía de haber sido abogado o notario hasta el día anterior por la mañana, cuando el mundo se había vuelto del revés.

—Lo que debemos hacer —decía Ralph con claridad, con precisión y con lenta consideración— es establecer algún tipo de orden aquí antes de pensar en explorar el exterior.

—¿Por qué? —preguntó alguien desde el otro lado del grupo—. ¿Por qué necesitamos poner orden?

—Necesitamos saber a quién y qué tenemos aquí.

—¿Por qué? —volvió a preguntar la voz—. Fuera podemos conseguir todo lo que necesitemos. No deberíamos perder el tiempo aquí dentro, sólo hay que salir y seguir adelante.

La seguridad de Ralph era claramente una fachada profesional y, ante las primeras muestras de resistencia, se removió incómodo. Con la punta del dedo se subió las gafas de montura de pasta hasta lo alto de la nariz y respiró hondo.

—Ésa no es una buena idea. Mira, creo que nuestra seguridad personal debe ser nuestra principal preocupación y después...

—Estoy de acuerdo —volvió a interrumpir la voz—. Pero ¿por qué quedarnos aquí? Hay miles de sitios mejores adonde ir, ¿por qué seguir aquí? ¿Qué hace que estés más seguro aquí que tendido entre los dos carriles de Stanhope Road?

Carl cambió de lugar para poder ver entre la masa de cabezas y cuerpos, e identificar al que hablaba. Se trataba de Michael, el tipo que había cocinado la sopa a primera hora.

—Pero no sabemos lo que va a ocurrir ahí fuera... —empezó Ralph.

—Y en cualquier caso tendremos que salir de aquí, en eso estarás de acuerdo, ¿no? —balbuceó Ralph y volvió a subirse las gafas.

—Sí, pero...

—Mira, Ralph, no estoy intentando hacer esto más difícil de lo que ya lo es, pero no vamos a ganar nada si nos quedamos aquí sentados.

Ralph no pudo responder. A Carl le resultaba evidente que no quería salir precisamente por las mismas razones que Stuart Jeffries había admitido antes. Ambos estaban aterrorizados.

—Podríamos salir y buscar a más gente —dijo Ralph, vacilante—, pero aquí tenemos un refugio que es seguro y...

—Y frío y sucio e incómodo —añadió Carl con rapidez.

—De acuerdo, no es lo ideal pero...

—Pero ¿qué? —presionó Michael—. Me parece que en estos momentos podemos meternos en cualquier sitio y coger cualquier cosa que queramos.

La sala se sumió en un silencio inquietante. Ralph se levantó de repente, se plantó muy tieso y se ajustó las gafas. Creía haber encontrado una razón que justificase su permanencia allí.

—Pero ¿qué pasa con la música y el fuego? —preguntó mucho más animado—. Stuart y Jack consiguieron traernos a todos aquí al encender la hoguera y poner la música. Si lo volvemos a hacer, podríamos encontrar a más supervivientes. Quizá en estos momentos haya personas viniendo hacia aquí.

—No lo creo —replicó Michael—. Después de mí no ha llegado nadie. Si alguien más hubiera oído la música, ya estaría aquí. Estoy de acuerdo con lo que estás diciendo, pero, de nuevo, ¿por qué aquí? ¿Por qué no buscamos algo mejor para refugiarnos, nos organizamos allí y encendemos una hoguera condenadamente grande donde más gente tenga la oportunidad de verla?

Carl estuvo de acuerdo.

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