Madrid, primavera de 1939: Jimena Bartolomé, apenas salida de la adolescencia y recién casada con el amor de su vida, es encerrada en la cárcel de mujeres de Ventas. En esta siniestra institución, su directora, María Topete, gobierna el destino de las reclusas y de sus hijos…
Ana R. Cañil recrea en
Si a los tres años no he vuelto
unos hechos terribles y prácticamente desconocidos de nuestra posguerra: la historia de las prisioneras cuyos hijos les fueron arrebatados por sus carceleros para internarlos en seminarios y conventos o darlos en adopción.
Si a los tres años no he vuelto
se convierte en una novela imposible de soltar por el hecho terribleque denuncia y por el enfrentamiento entre Jimena y María, dos mujeres inolvidables.
Ana R. Cañil
Si a los tres años no he vuelto
ePUB v1.0
Nitsy23.09.12
Título original:
Si a los tres años no he vuelto
Ana R. Cañil, 2011
Editor original: Nitsy (v1.0)
ePub base v2.0
A la abuela Lily.
A Joaquín, Carlota,
Javier y Trampas.
—Cuando la nieve cae en trapos grandes, se hace el silencio. No hay que tener miedo. Callad. ¿Escucháis? Sólo el ruido del arroyo Garcisancho se atreve a desafiar a la nada. Afuera no hay nada, hijas. Quizá algún corzo asustado, más asustado aún que vosotras. Hasta los lobos que bajan de Malagosto tienen miedo y cuidado cuando cae la nieve en trapos. No pasa nada por tener miedo. Los valientes son quienes lo vencen. Sólo los idiotas no tienen miedo. ¿Os cuento lo de la noche de El Paular con la loba parda?
—Déjalo ya, Lorenzo —dijo Carmen, su mujer—. Las vas a asustar todavía más. Estoy harta de tus viejas historias. Luego no pueden dormir, gritan en sueños y un día las van a oír hasta los fascistas de los altos de Navafría.
—Padre, no haga usted caso a madre. Cuéntelo otra vez, por favor, por favor… —rogó la pequeña Amalia.
Las caritas de las niñas, que escuchaban embelesadas a su padre dentro de la cueva en la que se habían refugiado de los bombardeos, eran suplicantes.
Lorenzo,
el Lorito
, sonrió mientras sus manos seguían trenzando una cesta de mimbre. Carmen se afanaba sobre los pucheros que hervían en las dos trébedes puestas al fuego. Sólo encendían la lumbre al anochecer, cuando las columnas de humo ya no podían verse desde los búnkeres de la sierra. Había que darse prisa y, tras las primeras llamas de las teas y el pino seco que llevaban a la chiquillería a extender sus manitas heladas, enfundadas en guantes de lana rotos por los que asomaban dedos infantiles con uñas de luto, la madre espantaba sin contemplaciones a las niñas a la parte de atrás del improvisado hogar. Sin tregua, atizaba el fuego con el roble que tanto trabajo había costado guardar seco. Dejaba más ascua que el pino y los pucheros cocían despacio.
El olor de la liebre con patatas despertaba los recuerdos de Carmen. Echaba de menos el fogón de la gran cocina bilbaína que su madre, la Justa, tenía en la pensión de El Paular. Allí cocinaba, a fuego lento y en grandes ollas, el guiso de caza que siempre estaba a punto para cuando llegaban, muertos de hambre, don Francisco Giner de los Ríos y don Manuel Bartolomé Cossío con la prole de la Institución Libre de Enseñanza después de haber triscado todo el día por el camino de El Palero hacia el Puerto de Los Cotos.
La mujer sacudió la cabeza, despejando las telarañas que por un momento habían nublado su memoria. Hacía más de veinte años de aquellos recuerdos.
Carmen y Lorenzo tenían una pequeña pensión a la entrada de Los Cascajales, separada de los huertos y del toril por el río Artiñuelo, que cruzaba el pueblo de Rascafría. La casa, modesta y rematada con las manos de Lorenzo y sus hijas, estaba al final del pueblo, cerca de la carretera, en el camino de El Paular y el Puerto de Los Cotos. Desde que habían empezado los bombardeos al principio de la guerra, la familia dejaba la pensión y se instalaba por temporadas en la cueva de la Peña Hueca.
La nieve seguía cayendo. Despacio, mansa, callada, sólo roto el silencio por el sonido cristalino del arroyo. Dentro, la voz de Lorenzo hacía eco, con los lobos ya comiéndole las posaderas.
—Entonces, una ráfaga de viento apagó la llama de mi farol y trastabillé, a punto de caerme. Mi amigo Gorreta, que venía conmigo, me agarró del brazo para sujetarme y su manta se le resbaló hasta los pies. Tropezamos y los dos nos fuimos de bruces. También su farol se apagó. Sentíamos a los lobos jadeando, pero teníamos tanto miedo que no atinábamos a ponernos de pie.
»De pronto, la tuve enfrente. Como yo os tengo ahora a vosotras, como si los ojos de la loba parda fueran los vuestros, mirándome desde ahí mismito. Tras ella, otro montón de pares de ojos se acercaban, desafiantes. Notábamos su aliento. Había dejado de nevar. Lo que soplaba era una ventisca terrible. No sé de dónde sacó Gorreta el palo para tirárselo a la loba ni cómo logramos ponernos de pie. Echamos a correr todo lo rápido que la cuarta de nieve nos permitía mientras el ruido del viento en los chopos grandes nos hacía creer que la manada de lobos que nos perseguía, en vez de ser cuatro o cinco, era un centenar. Pasamos el cruce del camino a los Batanes y el arroyo y, de pronto, vimos la tapia de la fábrica de los belgas.
»No sé cuánto gritamos. La ventisca hacía imposible que Luisón, el encargado de la fábrica, y los suyos nos escucharan. Sentí un tirón en mi manta, esta misma, ¿lo veis? La abuela Justa la zurció después. La loba parda me había mordido y cuando ya le iba a decir a Gorreta, que corría delante, «¡no me dejes solo, que me comen!», se oyó un disparo. Y luego otro, y otro. No recuerdo los tiros que pegó Luisón mientras avanzaba por el medio de la carretera con Toñín, su chico el mayor, que llevaba un farol en la mano. La Petra, tapada con el mantón negro cubierto de nieve, gritaba también desde las puertas de la fábrica, pero no entendía lo que decía. Y entonces, ¿sabéis lo que pasó?
Las caritas ansiosas y rojas se movieron, negando al unísono, fijos sus ojos en la cara de Lorenzo. Éste se llevó una mano a la frente, echó su boina negra hacia atrás y se rascó las entradas del pelo, dejando al descubierto sus grandes orejas.
Jimena, la hija mayor, escuchaba a su padre desde la puerta de la cueva. Era un buen narrador. Según lo que estuviera contando, matizaba la voz para sembrar el misterio, la risa o el miedo. Sin embargo, esa noche, la historia tantas veces oída durante años le irritaba. Por primera vez estaba de acuerdo con su madre en que el humor, el buen carácter y la calma chicha de su padre podían sacar de quicio a cualquiera.
Arrebujada bajo la toquilla y el mantón, parapetada tras el zarzo que servía de puerta a la gran cueva, aguzaba su oído, agazapada bajo el saliente de la roca, como si fuera el corzo que teme el ataque del lobo, aprovechando la dificultad de la nieve para escapar.
Los copos eran pequeños trapos blancos que se enganchaban en las zarzas y en los pinos, cuyas ramas bajas la nieve vencía ya, hasta rozar el suelo. Cada poco tiempo sacaba sus manos sin guantes y tiraba la nieve acumulada sobre los palos del zarzo. Tenía los pies helados, pese a llevar encima de los zapatos y de los calcetines unas gamuzas envolviéndolos. Le ayudaban a soportar la fría espera.
—Por Dios, padre. Calle un poco. Son más de las nueve y tenía que estar aquí ya. No se tarda tanto en subir desde el pueblo. Deje que salga hasta el cruce, por si se ha perdido.
—¡Ni te muevas, Jimena! Tú estás loca.
La voz de Carmen tronó desde el fondo de la cueva. Su grito fue acompañado con un gesto amenazante de la mano, en la que blandía la cuchara de madera. Lorenzo trató de calmarla.
—Vas a tirar el puchero, Carmen. Jimena, hace una noche de perros y lo mismo ha decidido salir de madrugada, cuando pare la nevada. Tranquilízate, hija, ya sabes que lo de Luis ha sido poco.
Jimena no sabía si lo de Luis había sido poco o mucho. Sospechaba que sus padres le habían mentido esa mañana cuando subieron de Rascafría con la mula cargada y le contaron los últimos acontecimientos.
Cinco días antes, el 7 de febrero de aquel año de guerra de 1938, dos secciones de esquiadores de los nacionales habían tendido una emboscada a la patrulla del Batallón Alpino cerca del Pico del Nevero. Había muerto un soldado y otros tres resultaron heridos. La patrulla consiguió huir. Cargando con los heridos a cuestas, algunos lograron bajar hasta Rascafría. Llegaron agotados, hambrientos y desmoralizados.
Cuando esa mañana su padre le dijo que sí, que Luis era uno de los heridos, mientras su madre le cogía la cara entre las manos y le aseguraba que sólo tenía un brazo roto, Jimena sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Las piernas le flaquearon y su madre la sostuvo mientras la arrastraba hacia el fondo de la gruta. La recostaron en un taburete de ordeñar, con la espalda contra la roca.
—Trae un poco de agua —le pidió a Irene, otra de sus hijas.
La niña dejó de enrollar el colchón de borra y salió disparada hacia el arroyo. La cara pálida de su hermana mayor, siempre tan rosada por los hermosos coloretes del frío, la dejó impresionada. Regresó con el pocillo de porcelana blanca desportillado lleno de agua helada del Garcisancho.
—Madre, me está usted mintiendo. Tengo una cosa en el estómago desde hace días que me dice que a Luis le ha pasado algo.
Carmen se esforzó por tranquilizar a Jimena, jurando por lo más sagrado que le contaba la verdad. Los del Batallón Alpino habían salido perdiendo de la emboscada, pero podía haber sido peor. Unos habían logrado escapar hacia Cercedilla y otros a Rascafría. Los tres heridos, Luis entre ellos, habían sido trasladados a la clínica de los bajos del ayuntamiento.
Al estallar la guerra, Rascafría había caído en el lado de la República y la pensión de Carmen y Lorenzo había sido ocupada por los mandos republicanos. A la Carmen no le gustaba nada meterse en líos. Durante su infancia y juventud, había aprendido de sus padres, Justa y Leandro, que su familia, mesoneros de una pensión en El Paular desde finales del siglo XIX, miraba, escuchaba y callaba en cuanto a política se refería. Mientras todos pagaran, el negocio primaba sobre las ideas.
La señora Justa había educado a sus hijas en el arte de aprender sin opinar desde que comenzaran las disputas en el comedor del antiguo monasterio entre los partidarios del rey y de Primo de Rivera o los defensores del cambio de régimen. Todo empezaba cuando la infanta Isabel,
la Chata
, paraba allí de camino hacia sus veraneos en el Palacio de La Granja y luego en San Sebastián; o poco después, en junio, cuando, acabado el curso escolar, las familias de la Institución Libre de Enseñanza y algunos noruegos y alemanes con negocios en Madrid se trasladaban allí para pasar una buena parte del estío en el viejo monasterio de los cartujos.
En aquellos largos atardeceres serranos en el patio de Santa María, con el sonido de la gran fuente y bajo la torre desmochada de El Paular, aquellos viejos amigos, tras regresar de la excursión del día, ya aseados y con una copa de vino, se enfrascaban en largas discusiones o en lecturas de novelas y poesías. Cuando tocaba política, se enfrentaban conservadores y liberales: primero, los de Cánovas contra los de Sagasta, y años después, los de Maura contra los de Canalejas. Hasta que acabaron los monárquicos frente a los republicanos.