Con todo, hacía muy pocos días que había tenido la debilidad de volver a ver a su madre, aunque nunca le perdonaría el daño hecho a Jimena. Pero ese día había sido especialmente malo en la retaguardia de la Ciudad Universitaria. Los fascistas seguían atrincherados en el Clínico, cada vez más fuertes a medida que se acercaban las tropas a Madrid. Y había visto morir en la camilla a uno de los chavales de su agrupación del partido, que se acababa de incorporar a la batalla. No debía de tener los dieciséis años. Era de Carabanchel y Luis estaba seguro de que había mentido para que le dejaran alistarse. Había muerto mientras él y otro compañero le sujetaban, con las tripas fuera, reventado por un obús. Y esa noche, Luis comprendió que cualquier día a él le podía suceder lo mismo. Quería ver a su madre, aunque fuera un segundo. Sólo para darle un beso silencioso.
Pero cuando llegó al piso, sólo estaban la vieja Vicenta y su abuela, inmóvil, sin oír ni ver, en la cama. Vicenta le contó que su madre había salido hacia una reunión en la legación noruega, donde aún se alojaban muchos amigos, perseguidos por los republicanos. Iba a dar la vuelta sin pasar del recibidor cuando vio sobre la consola un sobre abultado. Indudablemente, contenía libros o revistas. Luis lo tomó entre sus manos, como cuando iba a ver a su abuela y, ya con problemas de vista, le abría la correspondencia. Del sobre salió el ejemplar de una revista,
Semana Médica Española
, editada en San Sebastián, año I.
Era la primera vez que Luis veía aquella revista, sin duda publicada en zona nacional. Entre las páginas asomaba una hoja blanca que, con toda seguridad, marcaba un artículo. Título: «Psiquismo del fanatismo marxista». Autor: Antonio Vallejo-Nágera. Era el psiquiatra militar que, antes de la proclamación de la República, había sido conocido e incluso amigo de su padre.
Luis recordaba perfectamente una conversación de su progenitor, años atrás.
—Vallejo se ha vuelto chaveta en Alemania. Viene encantado con las tesis de los nazis. Ya sabes que le han invitado a un congreso de psiquiatría. Se está volviendo cada vez más reaccionario. Incluso más que Ramiro de Maeztu.
—Al menos, son dos buenos y excelentes católicos —fue la respuesta de doña Elvira durante la cena.
Ahí acabó la conversación, porque a su padre nunca le gustó discutir de política y de fe con su esposa.
Luis abrió la revista por la página marcada y se encontró con un párrafo que le puso los pelos de punta:
La enorme cantidad de prisioneros de guerra en manos de las fuerzas nacionales salvadoras de España permite efectuar estudios en masa, en favorabilísimas circunstancias, que quizá no vuelvan a darse en la historia del mundo. Con el estímulo y beneplácito del Excmo. Señor Inspector de los Campos de Concentración, al que agradecemos toda suerte de cariñosas facilidades, iniciamos investigaciones seriadas de individuos marxistas, al objeto de hallar las relaciones que puedan existir entre las cualidades biopsíquicas del sujeto y el fanatismo político democrático-comunista.
La revista era el número 6, fechado en octubre de 1938, unos meses antes de que llegara hasta el vestíbulo de la casa de su abuela, dirigida a su madre. ¿Era doña Elvira un buzón de la quinta columna? ¿Para qué? ¿Para quién? ¿A quién debía entregar aquel ejemplar? ¿Su madre estaba dispuesta a que a su hijo, si se le hacía prisionero, se le estudiaran las relaciones de sus cualidades biopsíquicas con su supuesto fanatismo político-comunista?
Tras la lectura del artículo, Luis entrevió por primera vez que podía haber cosas peores que morir en el frente. ¿Cómo iba a explicarle aquellos terrores interiores a Jimena cuando la tenía allí, frente a él, convencida de que aún había esperanzas para la República, bajo la luz amarillenta de una triste bombilla pelada, que pronto se apagaría al ruido del aviso de bombardeo?
En la noche del 4 de marzo de 1939, por primera vez desde que se casaron, Jimena esperó en vano a Luis. La una, las dos, las tres, las cuatro de la madrugada. Ni una señal, ni un aviso. Nunca antes había sucedido nada parecido. Si Luis había tenido que hacer guardia en las posiciones, siempre había encontrado una manera de avisarla. Angustiada, pensando en lo peor, asomándose cada media hora al balcón que daba a la plaza de Pontejos, en ningún momento pudo distinguir la figura de su marido con los restos de su uniforme militar: la vieja guerrera encima de un jersey de cuello alto que ella le había hecho, y con el cuello de la camisa de cuadros de felpa, también de fabricación casera, gracias a que Ramón les había suministrado algunos retales del almacén de debajo de la casa, que, sin saber cómo, aún permanecía abierto con los paños y las telas a precio de oro.
Jimena no vio a Luis, pero sí que sintió un trasiego importante en torno al edificio de Gobernación, cuya puerta principal daba a la Puerta del Sol; ella dominaba una de las entradas laterales, la de la calle Carretas. Algo sucedía, pero la radio no daba noticias.
De madrugada, se quedó dormida. Se despertó helada, encima de la cama y vestida. Salió descalza hacia el salón, con la esperanza de que Luis se hubiera quedado echando una cabezada para no molestarla. Pero la casa estaba vacía. Todo lo contrario que la calle. Alrededor de Carretas había un alboroto desacostumbrado. Coches que paraban, entraban y salían, metían gente o la sacaban. Jimena no se atrevía a abrir del todo la ventana. Su inquietud iba en aumento, tenía el corazón en un puño y la seguridad de que a Luis le había pasado algo. Puso un poco de agua a calentar en el hornillo para hacerse una achicoria y salir disparada a la calle. Pero ¿adónde iba a ir a buscar a Luis? Nunca había pasado de la frontera del barrio de Argüelles. Había visto la calle Rodríguez San Pedro, destrozada, Andrés Mellado, Fernández de los Ríos, donde vivían sus primas, a las que llevaba sin ver desde que había llegado a Madrid. Sospechaba que no les gustaría la vida que estaba llevando.
Pero no podía quedarse en casa. Ya estaba vestida con su falda de paño —de la misma tela de cuadros que la camisa de Luis, pero con forro, todo un lujo, gentileza de los almacenes familiares—, su blusa blanca y su chaqueta de punto cuando llamaron a la puerta despacio, pero de forma insistente.
—Jimena, abre. Soy yo —oyó cuando ya corría por la mitad del pasillo, pensando que era Luis.
Pero no. Era su cuñado y, por su aspecto, no parecía traer buenas noticias. Envuelto en su zamarra buena —los abrigos también habían desaparecido del Madrid republicano— y con guantes, sujetaba un paquete entre las manos. Ramón parecía atribulado y pálido para el frío que hacía en la calle.
Empujó la puerta y suavemente apartó a su cuñada a un lado, llevándose el consabido dedo índice a la boca. No hablaron hasta que llegaron al fondo, al salón, donde había menos tabiques con los pisos vecinos.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado a Luis?
—Nada. Cálmate.
Al ver la expresión aterrada de la muchacha, la tomó por las manos y la obligó a sentarse. Olió la achicoria que salía de la cocina y fue a por la taza que su cuñada se había dejado servida.
—Bébetelo mientras me escuchas atentamente. Ha habido un golpe militar del general Casado.
—¡Pero Casado es republicano!
—Jimena, tengo mucha prisa. No nos vamos a parar ahora con matices. Casado ha tomado el poder contra los comunistas. Ha formado un Consejo de Defensa Nacional y trata de negociar con Franco la rendición a cambio de meter a los comunistas en la cárcel. Luis está escondido, a salvo, en casa de un viejo amigo nuestro, nacional pero más amigo que fanático de sus ideas. Mi hermano me pide que no salgas a la calle, que esperes. Vendrá en cuanto pueda. Están deteniendo y mandando comunistas a la cárcel desde ayer. A manadas.
—Pero tu hermano no es comunista, sólo simpatizante.
—Mi hermano tiene el carné, Jimena. Además, es muy conocido en los círculos de los intelectuales que se han quedado en el bando nacional y de los quintacolumnistas. Lo tiene todo para ser una pieza de caza deseada por todos. Ni mi madre ni sus contactos pueden garantizar su seguridad, aparte de que en estos momentos lo peor es que hay una guerra entre los mismos republicanos, entre las izquierdas. Es todo una locura. Te dejo un paquete de comida y procura no salir. Yo vendré todos los días, con la disculpa de ver cómo va el almacén. No abras la puerta a nadie que no sea yo o Luis. ¿Me lo prometes, Jimena?
Como un año antes —parecía haber transcurrido un siglo desde aquel otoño de la sierra, a la puerta de la Peña Hueca—, Jimena sintió que el suelo se deslizaba sobre sus pies. Pero esta vez no era la nieve, los trapos suaves y silenciosos los que caían sobre sus hombros. Una losa terrible, el miedo, el caos, la sensación de no comprender pesaba sobre su espalda, sobre su cabeza. ¿A Luis le perseguían los republicanos, no los fascistas? ¿Y le estaba diciendo la verdad Ramón? ¿No estaría herido o capturado?
Respiró hondo, y con la resolución que su marido ya le conocía, pero que era nueva para Ramón, Jimena se dirigió a su cuñado:
—Voy a esperar un par de días, Ramón. Lo razonable. Si para entonces Luis no ha venido, es que me estás mintiendo y está herido. Ya he pasado por esto. No sé si tú lo entiendes, pero tu hermano es mi vida. Ya lo ves, no me importa confesártelo aunque no sea muy ortodoxo o púdico. ¿Decís vosotros eso? Y voy a ir a buscarle allá donde esté. Al hospital, a la cárcel o al cementerio. Si está vivo, él sabe que lo voy a hacer. Dame alguna prueba, por favor.
Ramón no pudo sino admirar la firmeza de la chica, que ahora más parecía una mujer resuelta y con cierta clase, aunque no sabía muy bien de dónde la había sacado. Quizá la había tenido siempre. Sí, la recordó aquel primer y único verano en que la vio en El Paular, tan alta, tan perfecta de facciones, con aquella melena rizada, tan fresca y tan tímida. Jimena era ahora más guapa, menos tímida, y de ella emanaba una fuerza extraña. Recordó una confidencia que su hermano le había hecho una tarde reciente mientras los dos tomaban un coñac, antes de que Luis subiera a su casa:
—Si algo nos pasara, Ramón, Jimena lleva dentro la firmeza de Peñalara, como ella dice, y la agilidad de todos los ríos del valle del Lozoya, como te digo yo. No lo olvides.
Sí, aquella mujer que tenía enfrente era las dos cosas: roca y agua.
No habían transcurrido dos días, que fueron un infierno para Jimena, cuando pasada la medianoche sintió la llave de la puerta, que se abría sigilosamente. Saltó de la cama y salió al pasillo. Allí estaba Luis, despeinado por la gorra que se acababa de quitar, vestido con una chaqueta oscura, sin su guerrera, y un jersey debajo que no era el que ella le había hecho. Sin mediar palabra, se abrazaron en el centro del pasillo. Jimena sólo quería palparle, oler su cuello, coger su cara entre las manos, besarle, acariciarle el brazo que había tenido herido, mientras Luis la dejaba hacer, hasta que la levantó en brazos y la llevó a la cama, aún caliente del cuerpo de ella.
Después de meterla en la cama y arroparla, comenzó a desnudarse, tarea complicada porque Jimena no hacía nada más que abrazarle, repasarle con sus manos, ayudarle a desvestirse para confirmar que no estaba herido.
—Calla, habla despacio. Sólo tengo hasta el amanecer. Estoy bien, pero siguen deteniendo comunistas. La cárcel de Ventas está llena de mujeres. A Porlier llevan a los hombres. Todo es una locura. El presidente Negrín y los principales dirigentes del partido que quedaban en Madrid se han tenido que escapar. Podían fusilarlos. Estoy escondido en casa de un amigo de confianza, en el barrio de Salamanca. No puedo decirte dónde para no meterte en problemas. Estoy preparando la forma de marcharnos de Madrid. Franco no ha hecho caso a Casado, todo está perdido y los nacionales van a entrar de un momento a otro. Por lo que más quieras, no salgas a la calle. No vayas al local de apoyo a las JSU. No queda nadie. Todos están detenidos o escondidos.
Luis hablaba atropelladamente mientras la atraía hacia sí. Los dos arropados, aunque no sentían el frío. Jimena le dejaba hablar y hacer mientras asimilaba tanta información a borbotones. ¡Sus compañeras del taller, la mayoría de las JSU, estaban en la cárcel!
Poco a poco, su cuerpo se centró en el calor del de Luis, en sus manos perdidas en ella, en los besos en la nuca, en el cuello. El olor de Luis, sus labios en su hombro, en su pecho. Durante un tiempo, sólo existieron ellos dos, amándose locamente, como si fuera la última vez. ¡Habían temido tanto ese momento! Cuando apuntaba el amanecer por la rendija del gran ventanal, Luis se vistió, arropó con cariño a su mujer, le prohibió que se moviera de la cama, que fuera hasta la puerta.
—No quiero. Te dejo aquí, como si fuera a trabajar. Y aquí quiero verte cuando regrese para marcharnos los dos dentro de unos días. No salgas, no llores, tú eres la roca y el agua. Hoy sólo puedes ser la roca Jimena.
Pasaban los días y Jimena apenas podía sujetar sus nervios ni su ansiedad. Aunque durante la última noche habló con Luis de la posibilidad de volver al pueblo, con sus padres, ambos lo desecharon. Ni Carmen ni Lorenzo estaban preparados para recibir a su hija, casada con un comunista sin que ellos se hubieran enterado, y como le recordó Luis con un punto de realismo cruel, tampoco era seguro que su padre, un pobre militante de la UGT de una fábrica de maderas en un pueblo que había sido rojo hasta hacía unos días, fuera a salir bien parado si los vencedores, como parecía tras el desprecio de Franco a la propuesta de Casado, no traían ninguna intención de piedad para con los vencidos.
El día 28 de marzo, por la mañana, su cuñado Ramón llamó a la puerta, temprano.
—Hoy entran los nacionales en Madrid, Jimena. Toma, te traigo una carta de Luis. Ambos creemos que lo mejor es que empieces a salir un poco conmigo a la calle, a dar paseos y echar un vistazo. No correrás peligro a mi lado.
La muchacha abrió la carta.
Jimena de mi corazón, aquí sigo, escondido, pero de momento en un sitio seguro. Alguien está intentando ayudarnos, pero la cosa se complica por días. Haz caso a Ramón, mi vida. No puedes estar ahí encerrada o terminarás por volverte loca y los vecinos sospecharán. Te subirá a buscar de vez en cuando. Baja a tomar un café. Te echo de menos, te necesito, te quiero y cruzaría este Madrid que ya nos han robado para abrazarte, tenerte un rato a mi lado, aun a pesar de las balas. Pero no sólo tengo que pensar en mí, sino en ti, lo más importante que tengo. Y en nuestro futuro. Por favor, haz caso a mi hermano. Te quiere, Luis.