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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (52 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Respecto a la Topete, al lector quizá también le interese saber que hasta el último momento siguió de cerca la evolución de las cárceles. Se jubiló bien pasados los sesenta y seis años. Ya en 1964 estuvieron a punto de echarla, pero ella se resistió y salvó su situación un par de años más. Su retirada estuvo tan anunciada que hasta las funcionarias se vieron obligadas a dar un dinero para la clásica cena homenaje. Una vez que logró que se pospusiera su retiro, un grupo de ellas pidió a la dirección que les devolvieran el dinero.

Fue forofa del Real Madrid y mantuvo su carné de abonada hasta su muerte. Discutía con sus sobrinos nietos cada jugada, porque «estoy sorda y veo mal, pero de esto sí que entiendo», les decía, para asombro y divertimento de quienes la visitaban en su piso de Velázquez, donde siempre les acogía —junto con su hermana Blanca y la fámula Aurora— con un buen
gin tonic
.

Continuó cultivando la amistad de sus viejas amigas, la infanta María Cristina, la duquesa de Medinaceli y otras damas de su juventud, así como la relación con muchas de las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús. No en vano, Josefina Topete, además de ser fundadora de la casa de las esclavas en Camerún, ocupó un importante puesto en Roma; Rosita, la más dulce de todas según los familiares, estuvo mucho tiempo en las esclavas de Salamanca y fue la encargada de preparar para la comunión a decenas de sobrinos y sobrinos nietos; Amalia fue profesora en el Sagrado Corazón de Martínez Campos hasta que en los años setenta se exigió a las monjas ser titulares de magisterio para enseñar. Recuerda la hermana Elisa Calvo, otra nonagenaria única y hermana esclava desde la posguerra, experta en recorrer Japón y Camerún, que la más bronca y enérgica de las Topete Fernández, la fuerte Amalia, se lo tomó con humildad. ¡Eran todas tan orgullosas!

No hay más que leer
Catorce meses de aventuras bajo el dominio rojo
—al que hemos tenido acceso gracias a la inestimable ayuda de la hermana Angelines— para comprender quién era Amalia Topete. O mejor, quiénes fueron las Topete durante la posguerra y hasta bien entrados los años sesenta entre las esclavas del Sagrado Corazón de Jesús y la sociedad más cercana al régimen.

En los últimos años de sus vidas transitaron por los cambios religiosos —la renuncia al hábito o la abolición de clase entre coadjutoras y de coro entre las monjas— con la mejor voluntad que pudieron, siempre evocando a lo que Dios les había enviado.

Motivos para percibir los cambios de los tiempos tenían. María Topete, por ejemplo, viajaba a menudo al extranjero. Pasó por Gran Bretaña, su recordada Noruega e Italia.

El 23-F, cuando el teniente coronel Antonio Tejero asaltó el Congreso de los Diputados, las Topete Fernández tenían ya «el corazón
partío
», que diría la canción. En el Congreso de los Diputados estaban tres sobrinos elegidos diputados —Víctor Carrascal Felgueroso, secretario de la Mesa de las Cortes, un Satrústegui y un Gil Casares— y fuera había un militar, el general Aramburu Topete, que optó por Juan Carlos I y la democracia.

Portillo (Val de San Vicente)

Rascafría, septiembre de 2010

Agradecimientos

Esta historia no habría sido posible sin los recuerdos de Trinidad Gallego, de Pepita, de algunos sobrinos nietos de María Topete —ellos saben quiénes son— y de las esclavas del Sagrado Corazón de Jesús: Elisa Calvo, en La Moraleja, y Angelines, en Santander, además de las hermanas porteras y del costurero de los miércoles del colegio de Martínez Campos, en Madrid.

Sin la memoria y la generosidad de Ana de la Rocha, que me llevó hasta Pepita y me enseñó mucho sobre la cárcel y su funcionamiento, y la ayuda de Francisca Tolbaños, Ana Alfonso y Concha Yagüe, que me descubrieron por qué amaban el oficio de carceleras, esta novela sería diferente. Mariano Fernández Bermejo me proporcionó pistas sobre el registro civil de Madrid y los libros de adopciones, pero sin los trabajos de Tomasa Cuevas, Ricard Vinyes, Fernando Hernández Holgado y Mirta Núñez no hubiera podido terminar.

Laura Díaz y Ana Kuntz me llevaron hasta los
Catorce meses de aventuras bajo el dominio rojo
, cuyas páginas me resultaron claves para intentar comprender a María Topete.

Gracias infinitas a Victorio y Julián Ramírez Aguirre, que me prestaron su memoria durante décadas; a Pilar y Carmen Marcos García, que perfilaron a la abuela Justa y su entorno; a Sagrario, José Miguel y Mila, que me ayudaron con las localizaciones y los topónimos; a Luz, Rosa, Pilar, Montse y Mariajo, por sus opiniones y sufridas lecturas.

Un recuerdo muy especial para la orientación inapreciable de Amparo Fernández Blanco y Lourdes Toscano, que tantas mañanas me soportaron en la Biblioteca de Instituciones Penitenciarias mientras repasaba las carcomidas hojas de
Redención
y los informes de la
Revista de Estudios Penitenciarios
.

Lamento no haber preguntado los nombres de otras personas que me ayudaron a tirar de la madeja, como el portero de la finca de Velázquez, 15, al que mareé varios días; el sacerdote de la iglesia de la Concepción que conoció al último confesor de María Topete, que me dedicó una larga explicación sobre las hermanas, a las que había conocido de pasada; el anciano inquilino de la casa de la Puerta de Alcalá que me ayudó a localizar el portal de la tetería Sakuska… En fin, gracias a todos esos personajes secundarios sin los cuales las historias no perdurarían.

Y me fallan las palabras para Belén Bermejo, Miryam Galaz y Ana Rosa Semprún, editoras de esta historia que ha terminado en novela gracias a sus sugerencias. Lo tuvieron claro desde el primer borrador.

ROMANCE DE LA CONDESITA
[I]

Grandes guerras se publican

en la tierra y en el mar,

y al conde Flores
[II]
le nombran

por capitán general.

Lloraba la condesita,

no se puede consolar;

acaban de ser casados,

y se tienen que apartar:

—¿Cuántos días, cuántos meses,

piensas estar por allá?

—Deja los meses, condesa,

por años debes contar;

si a los tres años no vuelvo,

viuda te puedes llamar.

Pasan los tres y los cuatro,

nuevas del conde no hay;

ojos de la condesita

no cesaban de llorar.

Un día, estando a la mesa,

su padre le empieza a hablar:

—Cartas del conde no llegan,

nueva vida tomarás;

condes y duques te piden,

te debes, hija, casar.

—Carta en mi corazón tengo

que don Flores vivo está.

No lo quiera Dios del cielo

que yo me vuelva a casar.

Dame licencia, mi padre,

para el conde ir a buscar.

—La licencia tienes, hija,

mi bendición además.

Se retiró a su aposento

llora que te llorarás;

se quitó medias de seda,

de lana las fue a calzar;

dejó zapatos de raso,

los puso de cordobán;

un brial de seda verde,

que valía una ciudad,

y encima del brial puso

un hábito de sayal;

esportilla de romera

sobre el hombro se echó atrás;

cogió el bordón en la mano,

y se fue a peregrinar.

Anduvo siete reinados,

morería y cristiandad;

anduvo por mar y tierra,

no pudo al conde encontrar;

cansada va la romera,

que ya no puede andar más.

Subió a un puerto, miró al valle,

un castillo vio asomar:

—Si aquel castillo es de moros,

allí me cautivarán;

mas si es de buenos cristianos,

ellos me han de remediar.

Y bajando unos pinares,

gran vacada fue a encontrar:

—Vaquerito, vaquerito,

te quería preguntar

¿de quién llevas tantas vacas,

todas de un hierro y señal?

—Del conde Flores, romera,

que en aquel castillo está.

—Vaquerito, vaquerito,

más te quiero preguntar

del conde Flores tu amo,

¿cómo vive por acá?

—De la guerra llegó rico;

mañana se va a casar;

ya están muertas las gallinas,

y están amasando el pan;

muchas gentes convidadas,

de lejos llegando van.

—Vaquerito, vaquerito,

por la Santa Trinidad,

por el camino más corto

me has de encaminar allá.

Jornada de todo un día,

en medio la hubo de andar;

llegada frente al castillo,

con don Flores fue a encontrar

y arriba vio estar la novia

en un alto ventanal.

—Dame limosna, buen conde,

por Dios y su caridad.

—¡Oh, qué ojos de romera,

en mi vida los vi tal!

—Sí los habrás visto, conde,

si en Sevilla estado has.

—La romera, ¿es de Sevilla?

¿Qué se cuenta por allá?

—Del conde Flores, señor,

poco bien y mucho mal.

Echó la mano al bolsillo

un real de plata le da.

—Para tan grande señor,

poca limosna es un real.

—Pues pida la romerica,

que lo que pida tendrá.

—Yo pido ese anillo de oro

que en tu dedo chico está.

Abriose de arriba abajo

el hábito de sayal:

—¿No me conoces, buen conde?

Mira si conocerás

el brial de seda verde

que me diste al desposar.

Al mirarla en aquel traje,

cayose el conde hacia atrás.

Ni con agua ni con vino

se le puede recordar,

si no es con palabras dulces

que la romera le da.

La novia bajó llorando

al ver al conde mortal;

y abrazando a la romera

se lo ha venido a encontrar.

—Malas mañas sacas, conde,

no las podrás olvidar;

que en viendo una buena moza,

luego la vas a abrazar.

Mal haya, la romerica,

quien te trajo para acá.

—No la maldiga ninguno,

que es mi mujer natural.

Con ella vuelvo a mi tierra;

adiós, señores, quedad;

quédese con Dios la novia,

vestidica y sin casar;

que los amores primeros

son muy malos de olvidar.

ROMANCE DE LA LOBA PARDA
[III]

Estando yo en la mi choza

pintando la mi cayada,

las cabrillas altas iban

y la luna rebajada;

mal barruntan las ovejas,

no paran en la majada.

Vide venir siete lobos

por una oscura cañada.

Venían echando suertes

cuál entrará a la majada;

le tocó a una loba vieja,

patituerta, cana y parda,

que tenía los colmillos

como punta de navaja.

Dio tres vueltas al redil

y no pudo sacar nada;

a la otra vuelta que dio,

sacó la borrega blanca,

hija de la oveja churra,

nieta de la orejisana,

la que tenían mis amos

para el domingo de Pascua.

—¡Aquí, mis siete cachorros,

aquí, perra trujillana,

aquí, perro el de los hierros,

a correr la loba parda!

Si me cobráis la borrega,

cenaréis leche y hogaza;

y si no me la cobráis,

cenaréis de mi cayada.

Los perros tras de la loba

las uñas se esmigajaban;

siete leguas la corrieron

por unas sierras muy agrias.

Al subir a un cotarrito

la loba ya va cansada:

—Tomad, perros, la borrega,

sana y buena como estaba.

—No queremos la borrega

de tu boca alobadada,

que queremos tu pelleja

pa' el pastor una zamarra;

el rabo para correas,

para atacarse las bragas;

de la cabeza un zurrón,

para meter las cucharas;

las tripas para vihuelas

para que bailen las damas.

Notas

[I]
Ramón Menéndez Pidal,
Flor nueva de romances viejos
(Espasa-Calpe, Madrid, 1976).

[II]
La versión que conoce Jimena es la que se recita en la zona de Somosierra y Guadarrama, en la que el protagonista es el conde Sol. El romance transcrito aquí se corresponde con la versión canónica, recopilada por Ramón Menéndez Pidal en
Flor nueva de romances viejos
(Espasa-Calpe, Madrid, 1976).

[III]
Ramón Menéndez Pidal,
Flor nueva de romances viejos
(Espasa-Calpe, Madrid, 1976).

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