Si a los tres años no he vuelto (45 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Ya no podía más. Aquella carcelera y su madre habían ido demasiado lejos y él estaba dispuesto a tirar balas de cañón sobre aquellos muros, a derribar aquellas puertas, a arrancar aquellos barrotes de las ventanas. Pero ¿a quién quería engañar? Lo único que lograría sería montar otro escándalo, meter en más líos a Jimena e incluso a sí mismo, con una situación que comprometería la vida del niño y de ellos tres: la de Luis, si aún vivía, la de su cuñada y la de él. Estaba desesperado porque sentía que el tiempo se acortaba. Era fácil suponer lo pronto que Luisito se olvidaría de su madre y adivinó una parte de lo que Jimena estaba sintiendo en su alma.

El dolor de la muchacha de cuerpo enflaquecido, y, pese a todo, hermosa, se le hizo insoportable a Ramón, que sentía que le estaban sacando las entrañas con un hierro candente, que el corazón se le salía por la boca, mientras se recitaba a sí mismo: «Jimena se va a morir y el niño va a desaparecer…».

Metió la mano en el bolsillo para buscar el tabaco. Sacó un papel arrugado. Era el recorte del
ABC
con la foto de March y Matilde Reig. Por un segundo, la brisa suave en las hojas de los olivos le transportó a su infancia, a las lejanas vacaciones de verano en Burriana, a la casa de su abuelo el zapatero, a Luis y a él, en la plaza, sentados cada uno a un lado de Matilde Reig en unas incómodas sillas de tijera de madera mientras unos titiriteros intentaban que una cabra se subiera encima de un cubo.

¡Matilde Reig! A Ramón se le aceleró el pulso a la misma velocidad que cuando soñaba con Jimena y su sobrino. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? La amiga de la infancia de su madre había vuelto después de la guerra con su jefe, March, el gran banquero, el gran empresario del régimen, el hombre que había pagado el vuelo del
Dragon Rapide
desde Londres para recoger a Franco y llevarle de Canarias a Tetuán para tomar el mando del ejército de África y confirmar el golpe militar.

Cuando volvió de Roma, con la guerra ganada, Matilde Reig, que siempre había sido tan cariñosa con ellos dos, se había pasado a preguntar por ellos después de que su padre hubiera muerto. Ahora era una de las mujeres más poderosas del país, porque todo Madrid y todo Mallorca, y las élites del poder de toda España sabían que Matilde Reig era la amante de don Juan March desde hacía años, aunque eufemísticamente, en aquella cínica sociedad, fuera conocida como «la secretaria de don Juan». Ella era la ayuda que necesitaba. Su último cartucho.

Estrujó el papel, se lo guardó y volvió a la tasca con pasos apresurados. El hombre tenía la puerta entreabierta. Le saludó y le pidió que le despertara muy temprano. En una brevísima conversación, con un diálogo tan bien llevado que Ramón no fue consciente de la lucidez que había adquirido en los últimos minutos, pudo averiguar que entre las ocho y media y las nueve las prostitutas salían en fila a por agua a la fuente del pueblo.

Se tomó el vaso de leche que la mujer del tabernero le había dejado en la mesilla e intentó conciliar el sueño. Le fue imposible. Por primera vez en tres años creía ver la luz al final del túnel. Una inmensa alegría le taladró el pecho, pero si lograba sacarlos a los dos, madre r hijo, ¿qué harían sin Luis? Sin saber qué había sido de su hermano, él nunca se atrevería a hablar de sus verdaderos sentimientos. La duda recorrió el mismo surco que había dejado el fogonazo de alegría.

A las cinco de la mañana estaba en la puerta del convento, ante el asombro de un padre y un hijo que, azadón al hombro, se dirigían a cambiar el riego de una acequia y se pegaron un susto de muerte al encontrar a un hombre a la sombra de los enormes muros del convento. Faltaban tres horas para que las presas salieran hacia la fuente, pero necesitaba moverse. Hacía frío, un relente que calaba los huesos, aunque no lo sentía. La ansiedad le corroía. ¿Y si Jimena no salía a por agua aquella mañana? Le habían dicho en el pueblo que había más de quinientas mujeres allí encerradas, en unas pésimas condiciones, aunque algún albañil local había hecho pequeños arreglos en el tejado para eliminar las goteras y tabiques de panderete para hacer más celdas. Con todo, no había agua suficiente y apenas luz. Fallaba continuamente el suministro. Lo único cierto que sabía era que las presas iban en procesión a la fuente, y más cerca de las ocho y media que de las nueve, porque así no se encontraban con las beatas de la misa.

El tiempo le devoró las uñas de las manos, los padrastros de los dedos, los brazos, que se frotaba como si tuviera frío, cuando en realidad todo lo que sentía era un enorme vacío en el estómago y un corazón que galopaba al menor síntoma de que algo ocurría en el convento. Apostado en la misma pared del huerto de la noche anterior, vio cómo titilaban las velas en las ventanas. Encendió uno, dos, tres cigarros para no asustar más al ganadero o al pastor que atravesaran el lugar. Tenía la cabeza tan despejada y esperanzada que hasta tuvo tiempo de apreciar el amanecer extendiendo su manto por los altos muros y la iglesia del convento, todo aún vestido con los restos de la guerra, aunque se notaban varios goterones de cemento reciente en algún trozo del muro y de las paredes.

Cuando se había quedado ensimismado con el sol ya en alto y una nube en forma de pico nevado, las puertas del patio chirriaron. Una monja toda de negro, arrastrando el hábito, las abría mientras otra sujetaba el candado y la cadena. Detrás, una fila de mujeres uniformadas con una bata de color indefinible cuchicheaba entre ellas, para irritación de las hermanas. Salieron despacio.

Ramón no podía ni respirar. Tenía los ojos clavados de tal forma en aquella hilera de hormigas que pasaban a cinco metros de él que ni siquiera fue consciente de la enorme sorpresa y atención que suscitaba.

Algunas de las mujeres, más descaradas, le miraron de arriba abajo e incluso esbozaron un mohín con los labios. La mayoría iban con la cabeza gacha, el pelo recogido o muy corto y sólo parecían interesarse por los zapatos impecables del hombre, pese al polvo y el pantalón de raya arrugado. La vio. Iba recta como una estaca tallada, sin mirar a ningún sitio. No pudo remediarlo. Tiró el cigarro y dio un paso al frente, pero, en ese momento, como si adivinara que algo se movía a su alrededor, Jimena giró ligeramente el rostro y posó sus enormes ojos negros en su cuñado. Fijamente, sin parpadear, en un impulso de dejarle clavado donde estaba. Y eso hizo Ramón. Quedarse quieto, sus ojos enganchados en los de su cuñada, leyendo sus pensamientos.

«Por Dios, no te acerques, que me matan o me complicas más la vida», decía aquella mirada profunda, dos pozos negros orlados por unas enormes ojeras que al hombre le taladraron la vista, la garganta, el corazón, los pulmones, el estómago, el vientre. No hubo parte del cuerpo de Ramón que no temblara como un tallo que trata de arrancar el viento del norte en el páramo de la meseta.

Se quedó allí, como una estatua, entendiendo que había cometido una estupidez. Que lo último que creerían aquellas monjas y aquellas presas es que era sólo su cuñado. Con las manos en los bolsillos de la americana y un pie delante del otro, dejó sus ojos fijos en los de Jimena mientras ésta cerraba un segundo sus hermosos párpados para decirle que todo iba bien. Que le entendía, que se alegraba de saber que estaba allí, pero que le faltaba su hijo. Ramón la siguió, tratando de curvar su boca en una tenue sonrisa cuando ya casi la tenía de perfil, justo a tiempo para que él también asintiera con sus ojos cerrados por un segundo. Movió los dedos de su mano izquierda sin levantarla mientras observaba que Jimena también movía los suyos de uno en uno, porque los tenía aferrados al cubo de cinc. Ramón se hundió en el alma de su cuñada en aquellos escasos minutos en los que sus ojos se ahogaron en los dos pozos negros.

Para después de comer ya estaba en Madrid. Mucho más tranquilo, entró en su despacho y pidió que le buscaran el teléfono de las oficinas en la capital de don Juan March. El viaje no había sido inútil. Jimena sabía que él estaba al tanto de la situación y, aunque hasta entonces no había sido de gran ayuda, quizá esta vez tuviera más suerte.

8

Al principio, no resultó fácil dar con la señorita Reig Figuerola; oficialmente, la secretaria del todopoderoso don Juan March, y extraoficialmente, su amante. Matilde había sustituido en ese puesto a su propia hermana, Mercedes, de la cual Ramón apenas se acordaba, porque la amiga de su madre y con la que habían paseado por Burriana era Matilde.

Según su amigo de Gobernación, las relaciones del banquero con Franco no pasaban por su mejor momento, puesto que se sospechaba que ayudaba a los servicios secretos británicos —Intelligence Service, decía en un esfuerzo por pronunciar bien— y a don Juan de Borbón, el hijo de Alfonso XIII, ahora aspirante a la corona. De hecho, March y su inseparable secretaria se pasaban la vida entre Estoril —donde el banquero mallorquín pagaba los gastos de la familia real española— y Ginebra. Su amigo le dio un detalle clave. Cuando venían a Madrid, don Juan y Matilde se hospedaban en el hotel Palace, el favorito de Ramón para encontrarse con alguna amiga de tiros largos y discreta, y donde alojaba a los militares y a los comerciantes de provincias cuando venían a la capital. Disfrutaba con sus magníficos cócteles, famosos en toda España, que habían hecho olvidar a los madrileños que una parte del hotel había sido la sede de la Embajada de la Unión Soviética durante la guerra.

En el Palace se alojaban los actores y actrices más famosos del mundo cuando pasaban por la ciudad, camino de algún rodaje. En su gran rotonda, construida como salón de baile bajo una hermosa cúpula —la misma que durante la guerra sirvió como quirófano por su magnífica luz, ante los constantes cortes de fluido eléctrico—, tomando un café, uno podía sentir que la caspa de la capital desaparecía por un rato. Naturalmente, esas invitaciones le costaban su dinero, pero también le daban prestigio entre los empresarios pañeros de provincias. Todo el personal de recepción, los camareros y el director le conocían perfectamente. Pero sabía que el tiempo corría en su contra. Luisito seguía en la maternal, sin su madre y con la Topete. Y Jimena entre prostitutas.

Según terminó la charla con su amigo de la secreta, Ramón se dirigió al Palace sin dilación. Bajó desde la Puerta del Sol a paso ligero, sentía que en aquella carrera le iba la vida. Llegó al hotel y entró sin saludar al portero, al que dejó con su chistera en la mano enguantada y el saludo en la boca.

En el vestíbulo, trató de serenarse un poco. Quería ver al director. Pero en un segundo cambió de idea: en la entrada estaba José Luis, el recepcionista con el que más confianza tenía. Y el más discreto. Le constaba. Sobando discretamente el billete que llevaba en el bolsillo, se acercó a él para pedirle el favor.

—José Luis, necesito su ayuda.

—A sus órdenes, como siempre. Usted dirá, don Ramón.

—Necesito que me diga cuándo están aquí don Juan March y doña Matilde Reig. No se alarme. Doña Matilde es una amiga de mi madre. Sólo le pido que le pase usted un sobre con una nota mía.

—Está usted de suerte. Tienen reserva para la semana que viene. Estarán quince días. Aunque con don Juan nunca se sabe.

—Me basta. Déjeme dos sobres y una pluma, por favor.

Ramón escribió una escueta nota a Matilde diciendo que estaba en apuros y que necesitaba su ayuda. Puso su dirección y su teléfono, un cariñoso saludo, y cerró el sobre. En el otro, metió la espléndida propina para José Luis.

Diez días después, cuando la angustia se había vuelto a apoderar de su ánimo y creía que otra vez le iba a fallar a Jimena, sonó el teléfono de la mesa de su despacho. El propio recepcionista del Palace le pasó con Matilde Reig. Bastaron diez minutos de conversación telefónica para quedar citados unos días después. Se le hicieron eternos, pero llegó el momento.

La encontró sola, sentada discretamente en una mesa de detrás de una de las grandes columnas en las que se apoyaba la magnífica cúpula. Ramón tuvo tiempo de preguntarse si la discreción obedecería a su propia situación o a la de él. Terminó pensando que lo haría por prudencia. A una mujer que viajaba por el mundo con un hombre que poseía una de las fortunas más importantes del planeta, que pasaba la vida entre Estoril y Ginebra y que trabajaba como su mano derecha y apoyo, además de como su pareja, la pacatería de aquel Madrid ramplón debía de importarle muy poco.

Matilde se puso de pie cuando tuvo enfrente al elegante joven de traje gris oscuro y finas rayas blancas, muy al estilo del duque de Windsor. La antigua cómplice adulta —lo que no fue su madre— de los veranos de los hermanos Masa en Burriana le miró con cariño, y aunque Ramón le tendió la mano, ella le dio un beso en la mejilla, impecablemente rasurada. No necesitó inclinarse, porque Matilde era alta, redonda de formas y de cara, franca y directa en la mirada, quizá un poco desafiante.

Llevaba un traje de chaqueta exquisito, de pata de gallo blanco y negro, con solapas de terciopelo negro y una camisa blanca. En la mesa reposaban un bolso de cocodrilo y unos guantes blancos, rematados a juego con el traje. El pelo en ondas, una melena corta y pegada a la amplia cara, no le favorecía especialmente, pero tampoco le robaba nada.

—¡Estás muy guapo, Ramonín! Perdona, Ramón. La última vez que te vi en el salón de tu madre sólo te paraste unos minutos y no te pude admirar a gusto.

—Tenía que dejaros hablar de vuestras cosas. No os habíais visto desde antes de la guerra.

—Tu madre y yo hacía tiempo que no teníamos nada que decirnos. Pasaba por Madrid y necesitaba saber cómo os había ido durante la guerra. Me enteré de la muerte de tu padre, pero sin tiempos ni detalles. Afortunadamente para él, fue antes de esa locura de guerra. Elvira me contó algo de tu hermano Luis, pero, ya sabes, todo con medias palabras. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien, Matilde. Muchas gracias. Y gracias por recibirme. No te hubiera molestado si no tuviera problemas. Bueno, yo no, mi hermano Luis. No sé si mi madre te dijo que, un año antes de desaparecer por la entrada de los nacionales, se casó.

—Ni una palabra. Es la primera noticia que tengo. Sólo se me quejó de sus malas ideas de rojo. Por favor, toma lo que quieras y cuéntame.

—Es una larga historia. No sé cuánto tiempo tienes.

—El que quieras. Don Juan tiene un montón de citas esta tarde. Cada vez que venimos a Madrid, le lleno la agenda porque no nos gusta mucho estar más de dos o tres semanas aquí. Entre visitas oficiales, negocios, alemanes, ingleses y demás, no para. He quedado con él a las nueve para ir a cenar con unos íntimos. La tarde es nuestra, querido jovencito.

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