—Perdone que no haya bajado a recibirla, pero los médicos me lo tienen prohibido. Blanca y la duquesa Victoria Eugenia me vigilan como si me tuvieran en prisión y me fuera a escapar.
Doña Elvira no pasó por alto el tono, algo más alegre y jovial que el que habitualmente usaba María. El traje gris se complementaba con sus ojos azules en un conjunto perfecto, e incluso aquellos distantes ojos, que tanto imponían y enfriaban, parecían ahora sonrientes.
—Oh, no se preocupe. —Doña Elvira echaba ya los belfos en los últimos tramos de la escalera—. ¡Qué lugar tan espléndido! Estoy impresionada. ¿Cómo está su pierna?
—Bien, bien, gracias. ¿No conocía usted la Casa de Pilatos? Después de los Reales Alcázares es el palacio más grande de Sevilla. Pero éste tiene más pinturas y obras de arte, creo yo. Los Medinaceli lo llevan cuidando y ampliando desde hace siglos. Afortunadamente, don Rafael, el marido de nuestra amiga, la duquesa, adora también este lugar y esta ciudad. Es un prohombre. No sé si sabe que él y sus hombres de la Guardia Cívica ayudaron al general Queipo a mantener Sevilla en nuestras manos desde el principio del Glorioso Alzamiento. Por eso está todo tan bien preservado, aunque antes no se pudo evitar alguna quema de iglesias por la ciudad.
María hablaba hasta con tono desacostumbradamente humano mientras se apoyaba, elegante, sobre el bastón, paseando despacio por la majestuosa galería de arcos mudéjares. Se mostraba encantada con su papel de guía turística, como si el palacio hubiera sido obra de su familia.
—En esta casa, la Semana Santa es lo más importante del año. ¿Sabe que la tradición de esta fervorosa ciudad por la Pasión de Nuestro Señor se inició aquí? Cuando un antecesor de la duquesa volvió de Jerusalén, descubrió que la distancia de aquí al templo de la Cruz del Campo es idéntica a la que hay entre las ruinas de Pretorio de Jerusalén y el Gólgota. Su sino fue crear un viacrucis que empezara en la fachada de esta casa. La llaman la Casa de Pilatos porque es una copia de la del romano que dejó crucificar a Nuestro Señor. Comprenderá ahora lo atareadas que estamos, porque preparamos todos los oficios y los actos que parten de aquí.
Tras la animada perorata, durante la cual doña Elvira se había limitado a asentir con monosílabos o bisílabos del estilo «sí, sí, claro, claro» o alguna expresión del tipo «qué belleza» al mirar hacia la parte de abajo del patio, se pararon a las puertas de lo que la Topete dijo que era la capilla.
—Es la parte más antigua y noble de la casa. No podemos entrar, porque la duquesa y Blanca están terminando de dirigir el cubrimiento de todas las imágenes. Ponen velas y flores. Quizá pueda mostrársela si aún están dentro cuando terminemos nuestra charla. Es un lugar perfecto, solitario y sobrio, para recogernos en estos días tan profundamente espirituales. Y refleja la grandeza de nuestra España. Venga, siéntese.
La Topete le mostró un incómodo y pequeño banco de iglesia y dedujo que lo habrían sacado de la capilla para esos días.
—Hemos habilitado un confesionario más esta semana. Doña Victoria Eugenia, no sé si sabe usted que está esperando su primer hijo, no quiere dejar fuera a ninguna de sus amigas. Es enormemente hospitalaria. También hemos buscado un sacerdote para que acompañe al capellán de la casa. Pero basta de cháchara. Vayamos a lo nuestro. ¿Qué es lo último que sabe usted de la chica y del niño?
A doña Elvira, que desde hacía diez minutos estaba acoquinada por la suntuosidad de la casa y la charla sorprendente y nueva de María Topete, la pregunta la cogió por sorpresa mientras se sentaba en el borde del incómodo banco de nogal, porque sus tacones no llegaban al suelo. Tras los primeros segundos que perdió, mirando con cara sorprendida a su interlocutora, comenzó a explicarse.
—Pues verá, no sé nada más que lo que he deducido del comportamiento de mi hijo Ramón. Está muy raro. Ha movido muchos hilos para tratar de sacarla de la cárcel. A ella y al niño. Y yo he tenido que ir apagando fuegos detrás de él, María.
Durante un rato largo, desgranó los contratiempos que había tenido con su hijo, ahorrándose únicamente los asuntos económicos. De vez en cuando, echaba mano del último pañuelo de batista que había sobrevivido al incómodo viaje desde Madrid y se secaba los ojos, llenos de lágrimas, o se lo llevaba a la boca, ahogando un sollozo. Cuando terminó, tenía la boca pastosa y deseó con todas sus fuerzas un vaso de agua fresca, pero no se atrevió a pedirlo. Se pasó la lengua por los resecos labios, sin acordarse del carmín, y se calló. Cuando el ruido de muebles paraba, el único sonido que se oía como fondo a la conversación, una fuente cantarina, alimentaba su ansiedad y su sed.
—Comprendo. Veo que voy a tener que decirle lo que usted no ha querido adivinar, Elvira. Esa muchacha lleva el diablo en el cuerpo e incita a sus hijos al peor pecado: el de la carne. No sé cómo ha educado usted a esos muchachos, ni si es éste momento de reproches, pero Ramón está enamorado, o mejor, atrapado, en las redes de esa pelandusca, como usted diría. Lo vi claramente cuando consiguió permiso para visitarla el día de la Merced.
Doña Elvira era demasiado torpe para apreciar el tenue rubor que, durante unos segundos, cubrió la cara de María. Ésta se tocó la frente con un gesto brusco, intentando apartar de su mente las imágenes que tanto la turbaban algunas noches, cuando de una forma inexplicable y punzante, su cuerpo era invadido por una oleada de calor que le subía desde los muslos hasta la garganta. Un pecado inconfesable que la desasosegaba como nada en los últimos tiempos, al imaginar a los dos hijos de aquella insignificante mujer enamorados de la presa Jimena Bartolomé Morera.
Hacía más de veinte años que no sentía las manos de ningún hombre en su cuerpo, y aquella mujer, una víbora, una pecadora, le recordaba a Juan Antonio Aznar intentando perder sus dedos en su cuerpo virginal. El terror y la culpa que la invadían por la noche, ya fuera en su modesto dormitorio de la prisión, tan similar a una celda monacal, o en su casa, la obligaban a levantarse de la cama, beber un trago del vaso de agua de la mesilla y arrodillarse sobre las frías baldosas para rezar al Sagrado Corazón de Jesús pidiendo piedad y perdón para su alma. La idea de que aquella sensación volviera en ese momento, en un lugar tan especial como la Casa de Pilatos y en plena Semana Santa, la asustó de tal forma que lamentó haber convocado en Sevilla a la madre de aquellos dos hombres tan estúpidos. Estaba en vigilia y quería comulgar aquel día.
Con un gesto brusco, María ahuyentó sus pensamientos e hizo un esfuerzo por retomar su discurso. ¡Lo tenía tan pensado! Su interlocutora se quedó sorprendida. Volvió a oír el tono de siempre de la carcelera.
—Esto no puede seguir así, Elvira. Esa chica es un peligro y tenemos que extirpar el mal de raíz. Es peor que si se declarara comunista o anarquista. No sé cómo es en sus ideas, pero lleva el pecado en el cuerpo. Para colmo, no tiene expediente carcelario y no ha sido llamada a juicio en estos años. Sólo figura su registro en la prisión de Ventas. Ya ve lo que hizo a nuestras espaldas la gente de Matilde Landa. O la propia Matilde. ¡Cuánto daño hizo esa mujer en aquellos meses en Ventas! Teníamos tal caos… Va a hacer tres años que está en la cárcel y, algún día, Ramón podría sacarla con sus influencias en el Gobierno. A ella y al niño.
»El pobrecito ya me quiere como los otros niños. Fíjese, a pesar de los pecados de su hijo Luis y de esa mujer, la criaturita tiene rostro de ángel y unos ojos verdes maravillosos, con unas enormes pestañas negras…
—Igualito que mi Luis.
Nada más soltar el comentario, doña Elvira se arrepintió profundamente. Acababa de confirmar lo que ella misma se había negado desde que Luis metió a la muchacha de Rascafría en su casa: que aquel niño pudiera ser su nieto, algo que le había espetado Ramón en una de las últimas broncas que habían tenido: «Tu Dios te ha castigado, mamá. ¡Luisito es el vivo retrato de mi hermano»!
De golpe, entendió por qué su hijo pequeño se había llevado la foto de la chimenea. Pero la Topete seguía hablando.
—El niño no tiene la culpa de nada. Ya he hablado con el padre Martínez Colom. Podemos enviarle a un seminario, a través del Patronato para la Redención de Penas. Naturalmente, con el membrete de huérfano o padre desconocido. También podríamos pensar en una adopción. Bueno, lo llamamos entrega familiar. Yo tengo algunos conocidos que desean ser caritativos y buenos católicos. Podría colocarle en una casa de confianza, pero sería una lástima. Podría salir pusilánime de carácter, como su hijo. Ya sabe, algunas de esas debilidades se heredan. Sería tan buen sacerdote… Va a ser tan guapo… A veces, cuando juega conmigo o me pide los caramelos, le veo ya con la sotana de seminarista. Y necesitamos tantos sacerdotes para salvar y recuperar esta nuestra España… ¡Perdimos tantos padres por los asesinatos de las hordas rojas…!
—Pero ¡qué buena cabeza la suya, María! Yo también me inclino por la Santa Madre Iglesia. Además, ¡quién sabe si por muy bien que lo eduque una familia, como usted dice, no le va a pasar lo que a mí con mi Luis! Aunque mejor madre no pude ser…
—Bueno, ya hablaremos de eso algún día. Le voy a recomendar a un capellán mío, porque usted, Elvira, debe profundizar en Dios y averiguar en qué se equivocó en su sagrada tarea de madre. La cuestión es qué hacemos con la muchacha. Está bastante desequilibrada últimamente. Figúrese que ha intentado hasta liderar a sus compañeras contra mí. Claro, ha recibido su merecido, pero tiene un espíritu indomable.
—Se lo dije. Las pocas veces que se cruzó conmigo, en mi propia casa, era una altanera.
—No sé, creo que a veces se le va la cabeza. Quizá… no sé. Han abierto un nuevo hospital psiquiátrico para reclusas, pero se necesita expediente. Sin embargo, estos mismos días se va a aprobar la Orden de Redención de Mujeres Caídas. Ya se imagina, dentro de la magnanimidad de nuestro Caudillo, el general Máximo Cuervo va a integrar este nuevo patronato en nuestro ejemplar sistema de prisiones. Como se puede imaginar, es para redimir a las descarriadas. Quizá podamos enviarla ahí. Tengo que hablar con el sacerdote. Además, esas mujeres no tienen expediente de políticas. No sé, a lo mejor la convertimos en una mujer honrada con el tiempo…
—¡Qué bondad la suya! ¡Y qué ideas tan buenas y caritativas tiene usted! ¿Y adónde la llevarían si logra usted que la pongan entre las de mala vida? Yo, desde luego, creo que ése es su sitio. Si se corrige, con la buena planta que tiene, podría servir como criada en cualquier casa buena.
—Va usted muy deprisa. Primero tengo que pedir muchos favores, como usted comprenderá. Y lo más importante es tener claro qué vamos a hacer con Luisito.
—¡Y encima la muy ladina le llamó Luisito…! Bueno, en lo que pueda ayudar, usted me dirá. Nunca le estaré suficientemente agradecida.
—Lo primero y más importante: no debe usted decir nada de esto a su hijo Ramón. Podría estropeárnoslo todo.
—Por supuesto, ya lo había pensado. Soy la más interesada en la discreción.
—Y ahora, perdóneme. Tengo mucho que hacer, pese a estar convaleciente.
—Es que no puede usted estarse quieta. Debería descansar. Necesitamos mujeres como usted. Si no fuera por…
La aparición de Blanca interrumpió el torrente de halagos que se disponía a desgranar doña Elvira. Como si le hubiera leído el pensamiento, venía con dos vasos de agua fresca con una rodaja de limón sobre una bandeja de plata y tapados con sendos pañitos redondos, rematados con una hermosa puntilla. Doña Elvira tomó nota del detalle.
—¡Qué gusto verla, Elvira! Tiene usted un aspecto inmejorable. He supuesto que tanto hablar os habría dado sed. María, tienes que poner esa pierna en alto.
—Lo sé, lo sé. Ya estaba despidiendo a nuestra amiga.
Doña Elvira ya se había puesto de pie para besar a Blanca e interrumpió el primer trago de agua.
—Por favor, María, no me acompañe.
—Tengo que bajar. Voy a la capilla de la Flagelación, a rezar, que van a ser las doce. De paso, le enseñaré el patio de los bustos romanos. Son emperadores y sabios griegos y romanos, además del emperador Carlos I de España y V de Alemania, naturalmente.
Decididamente, la Topete se sentía a gusto dando lecciones de historia, pensó doña Elvira, que no dejó de sentir un punto de humillación y lamentar no haber leído más, como su marido tantas veces le rogó.
—Además, abajo puedo poner la pierna en alto. No sabe usted qué hermosa
chaise longue
de mimbre me han preparado mi hermana y la duquesa.
—Llamaré a un criado —sugirió Blanca, con voz dulce.
—¡No hace falta! Ya te tengo a ti.
Y María, apoyada en su hermana y en la hermosa barandilla, descendió las escaleras como si fuera la reina María Cristina en la Torre de los Satrústegui, mientras doña Elvira intentaba no perder la prestancia, detrás de aquellas dos cariátides que hacían juego con las de la esquina del jardín que había visto en la entrada. No sabía que eran reproducciones de la diosa Atenea.
El pobre Braulio, al que doña Elvira había ordenado esperar de pie, junto al coche negro, también lucía como una estatua, pero llena de churretes de sudor que se escurrían por debajo de su gorra de plato, porque el sol de la primavera sevillana comenzaba a apretar.
De vuelta al Majestic, se percató de que no la habían invitado a ningún oficio, ni procesión, ni cualquier otro acto. ¡Qué lástima! Tampoco había conocido a la Fernández de Córdoba. ¡Pero ya podía contar en Cercedilla y a sus amigas de Embassy dónde había estado!
La cuestión era qué iba a hacer, sola, en Sevilla, durante la Semana Santa. Se arrepintió de no haber sido más amable con los antiguos parientes de su marido. E incluso de no haber insistido en visitarlos. Pero ¡le sentó tan mal que no le encontraran un hueco…!
Por la tarde, después de la siesta y tras revisar lo que costaba la estancia por día en el hotel, además del peso de la soledad y de no tener ante quién lucir los modelos que había metido en el enorme maletón, doña Elvira tomó la resolución de volver a Madrid. Afortunadamente, no había despedido a Braulio, como pensaba, para que volviera a buscarla el Domingo de Resurrección. Tanto al chófer como en la recepción del hotel explicó que un asunto urgente la había obligado a un cambio de planes y debía regresar a la capital a la mañana siguiente.
Ramón chocó de bruces con Braulio en el rellano de Don Ramón de la Cruz.