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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (36 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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También poco a poco, Amando Tomé, el director de Prisiones y de Porlier, iba percatándose de que la Topete sabía dónde llamar para obtener lo que quería. Tenía agarraderas, aunque a veces sus exigencias le sacaban de quicio.

—Parece que esta mujer es la única que tiene problemas en su prisión. Como si yo no tuviera enfermos y no necesitara medicinas —despotricaba a menudo Tomé ante alguno de sus funcionarios.

Le irritaba profundamente la autoridad de aquella mujer, por más que le costara reconocerlo. Le ganaba por la mano con la propaganda de la maternal de San Isidro, que, desde que se había inaugurado, no hacía nada más que salir en los periódicos como prisión modelo para todo el mundo. Sólo él sabía bien que en aquel chalé, por detrás de las camitas pintadas y los dibujos de Pinocho y los números en las paredes, los tabiques eran de papel, la humedad del río resultaba atroz y que la Topete, por más que lo ocultaran todos, tenía serios problemas con las infecciones, las pulmonías y los niños que se morían como moscas, porque no había manera de calentar aquel edificio. Pero eso no pasaba a los papeles, que seguían publicando visitas de algún funcionario italiano o latinoamericano a la Carrera de San Isidro para copiar aquel modelo de cárcel maternal.

A Tomé, según murmuraba a sus íntimos, también los métodos de la Topete le resultaban muy discutibles. Que la directora de San Isidro la tuviera tomada con las rojas, vale. Cada día, él dejaba que los camiones sacaran de sus prisiones a decenas de hombres que iban a parar a las tapias del cementerio. Era la justicia imparable del Glorioso Alzamiento Nacional. Había que acabar con el mal del marxismo de raíz. Estaba de acuerdo con el régimen y con la Topete. Pero que los niños de las rojas y de las prostitutas o ladronas estuvieran en el patio en pleno invierno, en sus cunitas y moisés blancos, pero respirando el hielo del invierno madrileño en diciembre, enero, febrero, le resultaba un punto cruel. Aquellas criaturas no tenían defensas suficientes. ¡Y la mujer decía que eso era sano! ¡Que así se curaban la tos ferina y los demás virus que estaban matando a las criaturas! Los niños eran niños, y había que reeducarlos lejos de sus padres comunistas, pero para eso estaba el Auxilio Social.

Estas y otras razones meditaba Amancio Tomé una tarde mientras se dirigía a la maternal. Tenía bemoles la cosa. Era él quien tenía que ir a ver a la Topete a su despacho —la señora se había instalado en la prisión y dormía con sus presas habitualmente, salvo algún fin de semana— porque se había negado a concederle un permiso para una recomendación suya. Ramón Masa Pérez de Santos quería visitar a su sobrino en Navidad o en Reyes, igual que había ido a verlo en la fiesta de la Merced. Ilegítimo, sí, según la ley del Glorioso Alzamiento Nacional, pero su sobrino al fin y al cabo.

La Topete recibió a Tomé en su despacho. Faltaba un minuto para las cinco de la tarde y María esperaba que el hombre no la entretuviera mucho. A las seis tenía que rezar el ángelus y el rosario. Estaba sentada y sólo cuando Tomé franqueó el umbral de su pequeño despacho, precedido de la funcionaria de confianza, María se puso en pie. No salió de detrás de la mesa para estrecharle la mano. Se la tendió por encima y, tras un breve saludo, le señaló la modesta y austera silla de pino y espadaña que había al otro lado del escritorio de roble claro.

—Usted me dirá a qué debo el honor de su visita, Amancio.

—Da gusto entrar aquí. Parece que hay orden y limpieza por todos los sitios…

—Mi trabajo me cuesta. Ya sabe usted cómo son estas mujeres, y con tanto niño… Pero usted dirá.

—Sí, ya sé cómo son estas cosas, pero al menos creo que las mujeres son más limpias que los hombres. Si viera con lo que brego yo…

—Ya. Me lo imagino. ¿En qué puedo ayudarle?

A Amancio Tomé los aires de aquella mujer le sacaban de quicio. Para colmo, era bastante más alta que él, y eso se lo había hecho notar desde el otro lado de la mesa. Si había algo que no llevaba bien en su vida era que las mujeres le miraran desde arriba. Deseó que su color púrpura de ira quedara tapado por su barba. La Topete se dio cuenta. Ya sabía además para qué había ido el director a verla. Clavó su mirada en el hombre que, de acuerdo con el escalafón, era su jefe.

—María, me gustaría saber por qué ha rechazado usted mi petición de que Ramón Masa visite al niño Luis Masa Bartolomé y a su madre.

—Creí que lo habría adivinado usted. Me pide que cometa una ilegalidad.

—¿Cómo?

—Ese niño, que yo sepa, no se llama Masa Bartolomé, sino Bartolomé Morera, los apellidos de su madre, puesto que no está casada con Luis Masa por nuestra Santa Madre Iglesia católica y apostólica. Por tanto, ni es sobrino de su amigo Ramón ni la madre es su cuñada, como usted me decía en el trámite.

—Usted y yo, María, sabemos que eso no es exactamente así. Y Ramón Masa no es mi amigo, sino amigo de personas muy influyentes y alguna muy querida para mí.

—¿Ah, no? No me puedo creer que usted me pida que cometa una ilegalidad. Además, la madre deja mucho que desear en cuanto a conducta se refiere. Lo lamento, pero no puedo ayudarle. Estoy segura de que usted me ha pedido que acceda sin conocer bien la información que acabo de darle. No puede querer usted que ambos tengamos problemas con la normativa.

Tomé no se lo podía creer. Hasta ese momento, había tratado a la Topete en actos públicos, llenos de ceremonia y siempre con la directora de Ventas como persona interpuesta. En su momento, ya le había sorprendido mucho cómo le habían llegado las órdenes desde arriba para que María Vera fuera una directora meramente decorativa y su tocaya organizara la prisión. Pero ahora, aquella mujer le estaba amenazando con el reglamento y los problemas.

Durante unos segundos, los dos se sostuvieron la mirada. Tomé sopesó mentalmente las posibilidades de fulminarla, pero recordó también que a Ramón Masa no le conocía más que de un par de veces. Y si los poderosos de Gobernación que le habían pedido el favor insistían, pues que se dirigieran directamente a la Topete. Soltó una carcajada que distendió la tensa atmósfera de la entrevista.

—¡Por Dios, María! Los dos conocemos muy bien las reglas. Desde luego, me basta su palabra, si usted dice que la madre no se lo merece. Respeto su opinión, por supuesto. En fin, de todas formas, gracias por advertirme.

—No hay de qué. Ya sabía yo que usted es un hombre de principios. Estamos al inicio de la gran cruzada, Amancio, y no podemos doblegarnos ahora por sentimentalismos. Tenemos mucho que hacer para erradicar el veneno del marxismo en estas criaturas. Los niños, pese a las tendencias de sus padres, también son hijos de Dios.

—Desde luego, desde luego. ¡Qué me va a decir usted a mí, que veo todos los días cómo son y han sido los que desviaron a nuestra España de su recto camino!

Tomé se puso en pie mientras recapacitaba las palabras que decía, midiendo no cometer ningún desliz. Aquella mujer era un peligro, entre otras cosas, porque su red de contactos femeninos llegaba hasta la esposa de Franco. Eso lo tenía claro el director de Prisiones, por más discreción que practicara María Topete. Recordó también que, además de todas las damas de la buena aristocracia, la Topete era íntima amiga de Amelia Azarola, la puericultura viuda del héroe Ruiz de Alda, que tenía acceso directo a todos los estamentos del Estado, incluidos los máximos despachos militares. Pero él había tratado algo más a la Azarola. Topete era pedernal al lado de la viuda del piloto y gran héroe falangista.

Según dejaba el despacho —esta vez la directora le acompañó hasta la puerta, pero no a la salida de la cárcel—, Tomé se percató de que no le había ofrecido ni un vaso de agua.

Una vez el director hubo salido de su despacho, María soltó un suspiro, y una sonrisa de satisfacción malévola cubrió su rostro.

«Dios mío, perdóname por ser tan orgullosa. Te ruego, Señor, por el Sagrado Corazón de Jesús, que disculpes mi vanidad, pero bien sabes tú que lo hago por nuestra causa. Estos hombres son débiles de sentimientos cuando se trata de una muchacha joven. ¿Qué tendrá esa estirada chica de pueblo para haber fascinado a los dos hermanos? Está muy claro. Lo vi con mis propios ojos el día de la Merced. La tonta de Elvira no sabe que sus dos hijos están enamorados de la misma mujer, una pazguata flaca y soberbia que sólo tiene un rostro moreno y gracioso…

»¿Y tú, María? ¿Qué sientes tú para ocuparte tanto de una vulgar presa, de la que ya sabes que ni siquiera es comunista? Sí, voz de mi conciencia, Sagrado Corazón de Jesús, ella es más peligrosa que las rojas declaradas. Mira lo que ha hecho con esos chicos… Bueno, ya sé que Luis Masa era comunista antes de que trajera a la chica a Madrid. Lo he visto en su ficha, pero… Esa joven tiene aura, los enamora, babean por ella. Es asqueroso. Repugnante. Tiene todo bien puesto, la cara, las piernas, los pechos… Sí, la vi cuando le estaba dando de mamar a su hijo. Ni siquiera entonces perdió el gesto de orgullo. ¡Y cómo se atreve a mirarme a mí a los ojos! No puedo consentir que nadie me desafíe de esa manera. No, el tal Ramón no vendrá a verla. No puedo impedir que le mande paquetes. Los dejo pasar por el niño, pero también debo ayudar a Elvira. ¡Qué madre tan desastrosa! ¿Qué principios les habrá inculcado para que los dos se pierdan por la misma zorrita? Sí, Elvira dijo que era eso, una lagartona, una zorrita. Perdóname, Señor, pero lo hago por el bien de nuestra Patria y de nuestra Iglesia. Tengo que llamar a Elvira. No, mejor que me llame ella.

La llamada al ángelus de las seis de la tarde interrumpió sus reflexiones. Se santiguó y salió presurosa hacia la pequeña capilla.

Terminado el breve rezo, María buscó con la mirada entre las presas a Jimena durante el rosario. Allí estaba, entre las otras mujeres. Era algo más alta que las demás y el pelo, cortado a lo chico antes, lo tenía ya con sus rizos morenos como caracoles. «No necesita bigudíes», pensó instintivamente la Topete. Sabía que no rezaba, aunque se decía católica. Eso le había contado Angelita, la madre de su niña Pepi, que ahora estaba otra vez en libertad. «Será por poco tiempo. Le toca dar a luz pronto, así que la tendré otra vez aquí enseguida», pensó con cierto desprecio. A María, su niña Pepi siempre le daba lástima. ¿Qué había hecho una criatura tan encantadora para merecer una madre así? Acostarse con un señorito que no era de su clase. Todas eran iguales, aunque algunas más listas que otras. Mientras, ella había perdido al amor de su vida por una sencilla dote. Agitó rápidamente la cabeza. Hacía tiempo que no se le escapaban así las elucubraciones y sintió tanto miedo como resentimiento.

El día que Ramón leyó en el periódico «que la hija del Caudillo, Carmencita Franco, ha visitado en Madrid una exposición de juguetes, siendo obsequiada con una muñequita y con un gato vestido de mosquetero», habían pasado sólo cuarenta y ocho horas desde que recibiera la llamada de su amigo diciéndole lo mucho que Amancio Tomé lamentaba que no pudiera haber ido a visitar a su sobrino por Reyes. El mundo se le cayó encima. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible tanta injusticia absurda? La noticia iba acompañada por el avance de las tropas de Hitler por una Europa que se rendía a los pies del nazismo ante la impasibilidad de la Rusia roja. ¡A él todo le resultaba tan ajeno!

Sólo los ojos verdes de su sobrino y la tristeza oscura de los de Jimena tenían hueco en su cerebro. Les había enviado paquetes de comida por Navidad y una felicitación, una vez que comprobó que el permiso no iba a llegar para Pascuas. Pero se había guardado los juguetes para el niño, con la esperanza de poder entregárselos en Reyes. No había podido ser.

Con su madre ya no se hablaba más que lo imprescindible. Ahora que, desde la orden de noviembre, el Madrid nocturno había pasado a mejor vida —«los espectáculos públicos terminarán a las doce en punto de la noche o antes; los cafés, bares y demás cerrarán, lo más tardar, a la una, lo mismo que los festejos al aire libre»— porque el hábito de trasnochar en la capital, impuesto por los ociosos, afectaba las buenas y católicas costumbres, se veía obligado a llegar a casa más temprano de lo que él deseaba. Y a veces se encontraba con su madre, que simulaba leer una novela de Pedro Mata —
Las amazonas
— en la raída
chaise longue
del salón, al lado de la chimenea donde reposaba el retrato de él y de su hermano. En aquella foto, Ramón ya sólo veía el rostro de su sobrino.

Su madre le esperaba todas las noches, pero Ramón, tras musitar un seco saludo, sin preguntarle siquiera cómo estaba, escapaba como un ladrón hacia su cuarto para no descargar en ella la ira que acumulaba su cuerpo. A veces pensaba en alquilar otra vez un piso de soltero, pero entonces tendría que prescindir de la pobre Vicenta, que era lo único que le quedaba. Su abuela había muerto en otoño. Ramón asistió a toda la parafernalia de las exequias como si la cosa no fuera con él.

Doña Elvira estaba asombrada de la actitud de su hijo pequeño, pero lo dejaba correr. La alarma sólo cundió cuando descubrió en su habitación los paquetes para enviar a la prisión. Tuvo una gran bronca con Vicenta, a la que no echó a la calle después de décadas a su servicio por miedo a su hijo.

Para Jimena no fue una sorpresa que a Ramón le negaran el permiso de visitas. Intuía, aunque no podía confirmarlo, que la Topete tenía mucho que ver en ello. Para entonces, su alma cuarteada y endurecida tenía otras preocupaciones. En la cárcel, la epidemia de tos ferina era terrible. Le obsesionaba su hijo, por eso se atrevió a pedirle a Ramón medicamentos a través de Angelita, quien, tal y como había previsto la directora, había vuelto a prisión a mitad de Navidad. Le faltaba un mes escaso para dar a luz y, tras montar un escándalo, la detuvieron borracha, metiendo mano en el bolso de alguien en el puesto de loterías de Doña Manolita, en la Puerta del Sol.

Angelita entró en San Isidro como si fuera su casa. Pasó a ver a su niña Pepi en la hora de contacto y volvió a la cocina. Por la tarde había tenido tiempo de comunicarse con Jimena —no se hablaba con las otras presas políticas, que seguían mirándola por encima— y darle las gracias porque su hija, más mayorcita, y Luisito jugaban siempre juntos. Jimena le daba de vez en cuando un vasito de leche condensada sin que las guardianas se dieran por enteradas. La muchacha sabía por la propia Pepi, que hablaba muy bien con sus tres años largos, que la señorita Topete le daba caramelos a escondidas de los demás niños. «La señorita Topete es mi mamá», oyó un día que la niña le decía a su hijo. Se quedó de piedra. ¿Cómo podía Angelita soportar que su hija quisiera más a la directora que a ella?

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