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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (33 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Jimena esbozó una amarga sonrisa.

—Sí, nosotras también lo leímos. Y que los animalitos dibujados tenían la inicial por la que empezaban, para que los niños fueran aprendiendo a leer. Y lo del Niño Jesús, que sobre su cunita de paja tiene escrito el «Jesusito de mi vida, eres niño como yo». Decían que tenían sus propios cuartos, pero no que sólo podíamos estar con ellos una hora al día…

—Espera, ¿y tu hijo? —Trini interrumpió la amargura de la voz de Jimena.

—Está en la sala de los niños. Ya os digo que no nos dejan verlos más que una hora al día. Esto es el infierno.

Y Jimena comenzó a contar cómo era la maternal de San Isidro, tan publicitada en la prensa del régimen y en
Redención
, el periódico que editaba la Dirección de Prisiones y que ya había sacado varios reportajes con las bondades del chalé del Manzanares.

Recuperando el tono del relato de los cuentos de la infancia de su padre, pero con el dramatismo que la situación requería, Jimena les contó el paripé montado al mes de llegar: un reportaje sobre los veintiún bautizos que habían visto publicado en
Redención
.

«En la tarde del jueves se celebró una fiesta rebosante de ternura y emoción en la prisión de mujeres de la Carrera de San Isidro», les leyó Jimena la página de la revista, el recorte que amargamente habían guardado las presas entre sus cosas, por lo embustero, por lo hiriente, por lo cruel.

Bautizaron a los veintiún niños delante de la esposa del director general de Prisiones, Amancio Tomé, y de Gregorio Santiago Castiella, secretario del Consejo Superior de Menores, con un apadrinamiento por parte de todos aquellos señoritingos, empeñados en bautizar y cristianizar a los hijos de las rojas y de algunas prostitutas. La mayoría de las madres no habían podido hacer nada por impedirlo. El pie de una foto rezaba: «Una reclusa viendo cómo acarician a su hija los padrinos de ésta».

—¡Padrinos! Era todo una pantomima, una crueldad. Algunas accedieron al bautizo por miedo, porque la celda de castigo y la ducha son un horror. Pero lo peor es que la Topete no nos deja ver a nuestros hijos esa única hora al día si no accedemos a sus exigencias.

—Es una amargada, una solterona que, como no puede tener hijos, quiere a los de las demás. Y acordaos de que es ex-cautiva y medio aristócrata.

—Y una beata. Ha decidido convertir a todas nuestras criaturas. Que nuestros hijos nos odien. Mis padres son católicos. Yo ya no sé lo que soy después de estar aquí.

Jimena siguió con las desventuras de aquel lugar de horrores. Les explicó en qué consistía la celda de castigo y los chorros de agua.

—¿Has visto a Carmen en la enfermería? —le preguntó a Trini—. Está peor que yo, tiene más tos. Está en lactantes, pero la van a sacar pronto después de la que organizó. Como me pasó a mí.

Carmen tenía una niña de cinco meses. Hacía unas semanas que la criatura estaba muy enferma, con mucha fiebre. Por la mañana fueron a buscarla porque no había bajado a limpiar, ni al taller, ni a nada. No quería separarse de la cuna de la niña, que ardía de calentura. Le ordenaron que bajara y Carmen se negó. Como a Jimena, trataron de cogerla entre dos funcionarias y arrastrarla, pero Carmen, una mujer de campo, se sentó a horcajadas sobre la cuna de su hija. Si tiraban de Carmen, arrastraría tras de sí la cunita con su niña. No sirvieron de nada ni los tirones de pelo, ni los golpes en las piernas, ni la fuerza bruta. Carmen gritaba y pronto todos los niños de la sala se pusieron a llorar como locos. Era una mujer fuerte, nervuda, acostumbrada a cavar en la tierra con la azada de las patatas y a varear los colchones de lana. Sus brazos estaban musculados como los de un hombre.

Esa mañana, por fin y por orden de la Topete, la dejaron hasta que la cosa se calmó. Por la tarde, cuando ya no se lo esperaba, cuatro guardianas forzudas subieron a por Carmen y la metieron en la jaula, donde le enchufaron agua con varias mangueras hasta que se desmayó. Pero logró lo que quería: que a su hija no la bajaran al patio.

—¡Y que luego digan que Dios existe! ¿Cómo voy a tener aquí a mi hijo?

La pregunta de Petra era retórica. Después de todo lo que había pasado, de las torturas —Jimena ya había visto las marcas que se le habían quedado en la muñecas tras su paso por Gobernación en aquellos nefastos días de hacía más de un año—, de mirar a Jimena, pálida, descompuesta, con aquellos ojos que un día la admiraron por su profundidad y alegría y ahora eran dos pozos llenos de negrura, se calló.

—Bien, chicas. Aquí estoy yo —dijo Trini—. Esta bruja me ha traído porque soy comadrona. Me deja en enfermería. Ya me lo han dicho. Así que estaré con vosotras. ¿Y tú aún no sabes por qué estás aquí? ¿Todavía no te han juzgado?

—Nada. Tras la visita de mi cuñado el otoño pasado, no he vuelto a saber nada. Las chicas de Matilde Landa buscaron mi ficha, pero no la encontraron. Lograron registrar a mi hijo. Eso es todo. No sé cómo he podido llegar hasta aquí.

—Pues como todas. Pero tú no desesperes. Esto se va a acabar. Hitler empezará a perder batallas. Y nosotras saldremos de aquí.

Petra acababa de verbalizar la doctrina de los presos republicanos, pero Trini tuvo que morderse la lengua para no contestarle que sí, que con la indiferencia de Rusia y Stalin, Hitler iba a perder batallas. El Pacto de No Agresión Germano-Soviético de 1939 también había abierto la brecha entre las mismas comunistas, por no hablar de las otras ideologías de izquierdas. Aquel acuerdo dividía igualmente a los presos del PCE en la cárcel y, a su vez, les enfrentaba con los otros republicanos. Desde que escuchara las disputas entre las camaradas de su marido, Jimena se había preguntado qué opinaría Luis del asunto, si estaba vivo… Tenía que estar vivo, porque si hubiera muerto, ella lo sentiría dentro de su corazón.

11

Ramón apareció de visita en la Carrera de San Isidro en la festividad de la Merced, patrona de los presos. Junto con la jornada de los Reyes Magos, era el único día de todo el año en que las reclusas podían recibir la visita de sus hijos. Jimena vivió como un drama los llantos de algunas compañeras, que tenían a los maridos también presos, muchos de ellos pendientes de la pepa, y debían repartirse las criaturas con ellos. Otras ni siquiera tenían esa suerte: el padre encarcelado estaba lejos de los suyos, en algún penal de España. O ya había sido fusilado.

Desde muy temprano, Trini, Petra y Jimena observaron la llegada de los familiares de las presas, con niños endomingados dentro de su más absoluta pobreza. Chaquetitas remendadas, zapatos con suela de cartón o periódico por dentro, pero lavaditos y bien peinados.

Desde una esquina del patio, con Luisito vestido con un pantalón a la rodilla, azul marino, y una camisita azul claro, todo enviado por Ramón y Vicenta, las tres mujeres observaban el trasiego que empezaba a tener la puerta. El niño hacía los primeros pinos sobre sus piernas flaquitas pero sólidas, ayudado por las manos a ratos de su madre y Trini, a ratos por las de Petra. Ese día, la Topete se había visto obligada a levantar la norma de tenerlos con las progenitoras sólo una hora. Las piernas del chico pugnaban por rozar el suelo con las puntas de sus zapatitos, también azul oscuro, que ya le quedaban un poco ajustados de largo.

Su madre, mientras le jaleaba los pasos con sus amigas, columpiándole arriba y abajo para luego depositarle en el suelo ante el contento de la criatura, observaba las risas y los llantos de sus compañeras según iban llegando los parientes.

En la mayoría de los casos, los niños no reconocían a sus madres. Jimena vivió con especial dolor el drama de Emilia, la presa que había estado en su parto. Además del bebé enfermo que tenía en la cárcel, aquella mujer, a cuyo marido habían fusilado hacía unos meses, llevaba más de un año sin ver a sus otros dos hijos. El más pequeño, de apenas dos añitos, no la reconocía y escondía su rostro en el cuello de la que debía de ser la abuela, una mujer de pelo blanco, toda vestida de negro salvo un mandil a cuadros gris oscuro y más claro, limpio y planchado, con grandes bolsillos, donde la anciana guardaba una especie de palo que hacía de mordedor, que daba un rato a cada niño. Calmaba el dolor de encías y engañaba el hambre.

El niño se escondía detrás de las sayas de la abuela, mirando con miedo a aquella mujer que decía ser su mamá. La niña estaba al lado de su hermano. Delgadísimos, con las piernas como palillos, rapados casi al cero para que la abuela no tuviera que estar pendiente de los piojos, sólo se distinguía a la niña del niño porque a ella le habían puesto una faldita tableada por encima de la rodilla, donde destacaban unas rótulas enormes, esqueléticas, que la piel dejaba transparentar. Lo mismo sucedía con su chaquetita de punto, que le llegaba por encima de la muñeca. Estaba claro que alguien había prestado la ropa a aquellas criaturas para ir a ver a su madre.

El niño, algo más alto que la hermanita —Jimena no sabía si tenía cuatro, cinco o seis años—, se sujetaba el pantalón gris, remendado en la entrepierna, gracias a la cuerda que la abuela le había puesto alrededor de la cintura. Tenía las rodillas llenas de costras de sangre. Mientras su madre le llamaba, se agachaba y le abría los brazos, él seguía tirando del pantalón hacia arriba, sin saber qué hacer frente a aquella extraña a la que recordaba vagamente.

—Hijo, ven. Soy mamá.

La voz de Emilia se estrangulaba en su garganta mientras su hijo movía la cabeza, dubitativo, de un lado a otro. Emilita, con un dedo en la boca, se agarraba a las faldas de la abuela y miraba la algarabía alrededor, pendiente de las otras niñas, admirada de los vestidos tan bonitos que llevaban las hijas de las presas que vivían allí.

—Déjalos un rato. Están asustados. Espera a que se acostumbren —murmuró la vieja a Emilia, con los ojos tan llenos de agua como los de su nuera.

Jimena podía seguir claramente la evolución de las miradas de los otros niños, como la de Emilita. Se dio cuenta de la trampa. La Topete había desplegado todas sus dotes, todo su poder, para que aquel día el horror que se vivía detrás de aquellos muros quedase oculto a los ojos de los familiares de las presas.

Desde semanas antes, las mujeres habían sido presionadas para que rindieran más en los talleres, sobre todo en los de Ventas. Había que producir vestiditos para el día de la Merced. Todo el mundo que viniera, incluido el barbudo director de Prisiones y los fotógrafos que le acompañaban, debía sacar la conclusión de que aquello era un hotel de lujo.

—¿Os habéis dado cuenta? Nos ha levantado de madrugada, ha adelantado el credo, el
Cara al sol
y todos los demás relicarios para revisarnos una a una el aspecto y hacer creer a los nuestros que aquí vivimos mejor que ellos.

Jimena se dirigía a sus dos compañeras. Petra y Trini también llevaban un rato largo observando el espectáculo.

—Por eso nos han mirado hasta las orejas esta mañana. Por si teníamos piojos. Y por eso han repartido batas limpias. Es repugnante. Mira la cara de los padres de la Marga. Están acoquinados de tanto lujo.

Los padres de la Marga, otra presa embarazada, eran dos viejos bajitos, humildes. El iba vestido con un traje de pana negro y raído, a todas luces cepillado la víspera, y llevaba una boina corta, negra. Una frente llena de arrugas acompañaba al resto del rostro, muy moreno. Si el hombre se subía ligeramente la boina hacia arriba, al rascarse perplejo las hendiduras de la frente, una enorme raya blanca marcaba la diferencia entre lo que el viejo dejaba que se expusiera al sol y al viento y lo que su boina le mantenía a salvo. La madre, flaca, vestía de negro —le habían fusilado a dos hijos— de la cabeza a los pies; por debajo de la barbilla le colgaban las dos puntas negras del pañuelo, que lo llevaba anudado muy fuerte. Petra y Trini sabían la razón.

—A la mujer la raparon esta primavera las falangistas de su pueblo. Le hicieron beber el ricino en medio de la plaza y la pasearon mientras se cagaba. Lo habitual. Mientras, al marido, ese pobre hombre, lo tuvieron en el cuartelillo, palo tras palo, hasta que capturaron a los hijos. Me contó la Marga que, desde entonces, a su madre se le han quedado calvas en la cabeza y lo que le sale es como una pelusilla blanca —explicó Petra mientras acariciaba su vientre mecánicamente y bajaba los ojos hacia Luisito, que, sujeto entre las manos de Trini y Jimena, pateaba sobre el suelo de cemento, exigiendo atención.

Ni la comadrona ni la embarazada esperaban visita, pero sabían que Jimena había puesto muchas esperanzas en que su cuñado Ramón apareciera por la Carrera de San Isidro.

—Atentas. Ahí va la Topete a recibir al resto de las autoridades. Al menos hoy comeremos caliente y nuestros niños también. Espero que las habas de esta semana y sus gusanitos nos hayan alimentado algo.

El tono jocoso de Trini no pudo evitar la náusea que le subió a Petra a la boca.

—Hija, Trini, no seas asquerosa. No sé cómo puedes tener ese humor. Con los ascos que me da la comida, pese al hambre que paso…

—Más te vale que te dejes de remilgos. Si te hubieras comido las habas con el gusanito dentro, esa criatura que llevas en la tripa estaría mejor alimentada. Tuve un doctor en el hospital que me decía que los chinos comían saltamontes y gusanos.

—¡Qué asco! ¡Cállate! Luisito se va a creer que hay que comerse las moscas.

—Pues le gusta jugar con ellas. Quizá deberíamos enseñarle a sobrevivir…

Jimena asistía impasible a la charla entre sus comadres. Sus ojos no se apartaban de la puerta, donde María Topete estrechaba la mano de Amancio Tomé, responsable de la inspección de prisiones y director también de la cárcel de Porlier, el lugar en el que se hacinaban miles de hombres, centenares de ellos a la espera de su ejecución.

Sintió frío, mucho frío, pese al calor de septiembre, al mirar a aquella cohorte que llegaba acompañada de hombres uniformados y de curas, de mujeres encopetadas, con trajes de chaqueta claros, propios del fin del verano, sombreritos tocados con red y pendientes de perlas blancas, redondas, bien alimentadas. Las uniformadas llevaban medallas prendidas en los trajes, mientras que las otras las llevaban al cuello, de oro, brillando al sol que aún no había empezado a calentar. Todas lucían unos labios tan pintados que sus sonrisas forzadas y blancas resaltaban enmarcadas por el rojo. Miraban a aquel tropel de mujeres embatadas, que no podían disimular su humildad, rodeadas de niños rapados, famélicos y tiñosos. Unos estaban dentro de la cárcel. Otros llegaban extramuros.

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