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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (15 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Pasaron los estíos y, con ellos, el tiempo de la infancia a la adolescencia. María aún habitaba en esa nebulosa encantada que envolvía su memoria, alimentada por la tía Rosita y su madre. Tras el rosario, cuando no había aventuras de naufragios o de santos, las historias de la familia real se relataban dentro de aquellos salones. En las noches de galerna o en las tardes de lluvia, la imaginación de aquella muchachita rubia y ya elegante, avispada y que gracias a su donaire no pasaba desapercibida entre los adultos, silenciosa y educada hasta que se la pinchaba, corría en pos de aquel poder —daba igual que fuera económico o político— que destilaban las elegantes visitas a sus tíos.

De vez en cuando, mientras las demás chicas jugaban en el parque o en los cuartos de los niños, María se perdía por la planta noble, la de recibir, donde el barón de Satrústegui atendía a sus hermanos, al mismísimo rey o a los banqueros y políticos de Madrid y Bilbao, con sus sombreros de verano, sus trajes de chalecos claros, a menudo complementados con los jipijapas panameños y las chaquetas de hilo crudo o blanco de los ricos indianos. María miraba los sombreros colgados en el perchero y sabía que los señores de traje de hilo que se arrugaba con mirarlo habían pasado por Buenos Aires, La Habana o Santiago de Chile, como su abuelo Braulio.

Fumaban habanos, llevaban largas patillas sobre sus mejillas rasuradas, se reían o hablaban de asuntos muy serios, con enormes copas de cristal en la mano, que reflejaban la llama de la cerilla para el puro.

Igual soñaba que se deslizaba por esas salas como se imaginaba vestida con el mismo traje que la reina había lucido la última vez, antes de que su hermana Amalia la pillara. María también se quedaba extasiada al pie de la puerta entreabierta del salón de los caballeros o de la biblioteca, de donde emanaba olor a tabaco, a dinero y a poder. Su padre, Ramón, nunca estaba allí. Trabajaba durante todo el año en un despacho de abogados. María lamentaba la ausencia de su adorado padre y que las mujeres no pudieran sentarse entre aquellos hombres para poder mandar. Ella mandaría como los hombres.

En San Sebastián, entre la Torre y Miramar, María, sus hermanos, sus primos y la aristocracia donostiarra acercaron aún más la relación con algunos de los nietos de María Cristina, los hijos de Alfonso XIII y de Ena: Alfonso, Jaime, Beatriz, Cristina, Juan y Gonzalo. Cristina, la cuarta hija del rey, se hizo íntima amiga de por vida de las hermanas Topete, especialmente de Blanca y de María. También con la infanta Beatriz hubo una cierta amistad, pero era menos accesible. Con Cristina la cosa fue distinta y la amistad perduró por encima de las vicisitudes que tuvieron las vidas de aquellos niños privilegiados.

Los hermanos Topete Fernández no pertenecían a lo Viejo —aunque vivieran cerca de allí en verano— ni eran miembros de pleno derecho de la zona de Igueldo, por más que tardaran en descubrirlo. Entre aquel enjambre de niños vestidos con trajes primorosos —blancos encajes y maravillosos lazos atados a rubias melenas lavadas con camomila las chicas, y hermosos trajes de marinero los chicos—, los Topete eran unos niños de segunda aunque llevasen las mismas gorras marineras azules y blancas que sus primos.

Una mañana en Ondarreta, María descubrió que no era pobre como los hijos de los pescadores del puerto, pero tampoco rica como sus amistades de por la tarde. Había entrado en la caseta de baño de la familia para ajustarse el bañador de rayas, que se le aflojaba y le daba vergüenza —le quedaba algo grande, porque lo había heredado de Amalia, más ancha que ella, y los arreglos de su madre en los tirantes no habían sido suficientes— cuando escuchó la conversación de una madre y otra niña en la caseta de al lado.

—Mami, ¿has visto qué gorro tan bonito lleva la niña rubia de al lado?

—Sí, hija, pero es que ésa es una de las que va a la Torre. No tienen una perra gorda, pero su tía les presta todo. No te preocupes, tú pronto tendrás uno. Son todo apariencia, no como tu padre, que este otoño será vicepresidente de la fábrica de altos hornos.

—¡Ay, mami! Pues qué aires se dan todos. Viven al lado de nosotros.

—Bah, da igual. Como no pillen un buen partido, no sé qué va a ser de ellas. Son siete chicas.

María se quedó envarada mientras se colocaba el tirante. ¿Se referirían a ella? Sin duda, era la única niña rubia con gorro envidiable —de Biarritz— que había entrado en la caseta. Se puso roja como la grana. Tras el primer sopetón, apartó con ira contenida la puerta y se quedó fuera, esperando a las vecinas. Cuando la madre y la muchacha salieron —la chica tenía los años de María, más o menos— se encontraron con una adolescente que las miró de arriba abajo con el mayor desprecio que sus ojos azules podían expresar a esa edad. Después, con enorme desdén, se giró sobre sus talones, la cabeza y el cuello bien estirados. La esposa del futuro vicepresidente de los altos hornos se quedó sin palabras, mientras su hija atinó a decir:

—¿La ves? Qué descaro y qué presumida.

Consciente de que la seguían cuatro ojos perplejos, María llegó hasta sus hermanos, aún roja y tiesa como un palo. Sólo cuando sus pies se hundieron en las olas espumosas, se dedicó a dar patadas al agua, con una rabia de la que sólo su hermana Carmen se percató.

—Pero, María, ¿qué haces? Vas a mojar a las señoras.

—Me da igual, ¿te enteras? Exactamente igual.

Y con los ojos turbios y húmedos empezó a correr por la orilla, odiando por primera vez los regalos de tía Rosita.

Carmen se apresuró detrás de ella, y le costó cogerla de un brazo y sacarla del agua.

—Pero ¿qué mosca te ha picado?

—¿Somos pobres y por eso tenemos que encontrar un buen marido?

—¿Qué dices, María?

—Te lo he preguntado. Tú eres la mayor. ¿Por qué no te buscas un rico para que no tengan que darnos todo prestado?

Carmen intuyó que su hermana acababa de descubrir lo que ella ya sabía hacía tiempo. No sin esfuerzo, consiguió que María le resumiera la conversación en la caseta de al lado.

—Lo que tienes es un pecado de soberbia que nuestro Señor te puede castigar. Somos pobres si te comparas con los reyes o el tío Enrique. Somos ricos si te comparas con los niños descalzos del puerto. Nuestros padres son buenísimos, María. Estás cometiendo un pecado. El Señor nos pone a cada uno en un sitio para poder superarnos. La felicidad no siempre está en los bienes terrenales. En eso tiene razón Amalia.

—Pues yo quiero mucho a Dios y al Niño Jesús, pero prefiero casarme con un príncipe, ¿te enteras?

Carmen le acarició el pelo salpicado por las gotas de las olas y sonrió.

—Algún día comprenderás. Da gracias por los padres que tenemos y todo lo que nos rodea, María.

María pensó que no cambiaría a su padre por el tío Enrique, que Dios seguramente les había hecho menos ricos para que demostraran de lo que eran capaces, pero no olvidó nunca la conversación en la caseta. Sólo la silenció en un pequeño recodo de su hermosa cabeza rubia, que comenzaba a amueblarse, cada vez más lejos de la noche de galerna y la magia de la Torre Satrústegui.

Era cierto que la tía Rosita, siempre atenta a los detalles, se encargaba de equipar a todos para el verano de manera muy parecida. Y los trajes entre los primos Satrústegui y los primos Topete se heredaban discretamente, con la complicidad y la elegancia con que las dos hermanas actuaban, sin necesidad de palabras. Rosita sabía dar y Ángela tomar sin humillar a su marido ni a sus hijos, le explicó unos días después su madre, una vez que Carmen le contó la conversación con su hermana María, la más guapa junto con Josefina y Blanca. También la más sólida y dura, pensó Ángela. Aprovechó una mañana temprano, cuando ambas estaban solas en la cocina, preparando el desayuno, y la criada había bajado a por el pan. Ese día a su hija le tocaba poner la mesa.

—María, ¿has rezado esta mañana y anoche tus oraciones?

—Sí, mamá.

—¿Con fe y pidiendo perdón por la soberbia?

—Ya has hablado con Carmen. No es soberbia, madre. Perdóneme. Es que no quiero ser menos que los demás. No sé por qué los hombres pueden pelear por más y nosotras conformarnos con buscar un marido.

—Nadie en esta casa te ha dicho que busques un marido, hija. Y modera esa lengua. Hay muchas formas de servir en esta vida.

—Pero yo no quiero ser monja, como Amalia. O como Josefina y Rosita, que son pequeñas y sólo piensan en ser como Santa Teresita de Jesús. Perdóneme, madre, pero yo no soy así de buena. Hubiera preferido ser chico, y trabajar y mandar y poder hacer las Indias.

—¡María! No ofendas a Dios. Ser mujer es lo más hermoso, hija. Si Dios te ha creado así, será porque espera algo de ti. Ser madre es lo mejor de la vida, hijita.

—Perdóneme, madre.

—Eres muy bonita, hija. Yo sé que tú lo sabes. Y lo notas. Ten cuidado, cariño. Podrás ser lo que tú quieras, pero siempre con humildad y resignación, hija. Recuerda que eso es lo que más gusta a los hombres buenos. La belleza física se marchita, la espiritual perdura.

—Sí, madre. Lo que usted diga.

—Reza para consolarte, hija. En las avemarías, en nuestra señora la Virgen, madre de Cristo, siempre encontrarás consuelo.

María agachó la cabeza mientras colocaba las últimas tazas en la mesa y su madre la miró con cara preocupada. Ramón y Ángela bastante tenían con dar estudios y colocar bien a sus tres hijos, Juan, Ángel y Ramón.

La sexta de la prole poco a poco aprendió las normas y, aunque nunca se sometió del todo a ellas, fue interiorizándolas. Tanto en la casa de Zumalacárregui, en San Sebastián, como en el hogar madrileño y de renta antigua alquilado en el número 5 de la calle Lista, en el barrio de Salamanca —su hogar durante los nueve meses del resto del año—, todo se tapaba con una fina brocha de pintura sobria, un barniz sin brillo, acompañado de una humildad impuesta por un catolicismo místico, entregado, que las hermanas mayores ahondaron. ¿Qué mejor marido que Cristo para damas de escasa dote pero con abolengo a quienes desde pequeñas se les había inculcado una fe absoluta en el Altísimo?

Con todo, María no dejaba de atormentarse. Ver a sus hermanas con aquella fe, especialmente a Amalia y a las aún jóvenes Josefina y Rosita, dispuestas a entregarse al Sagrado Corazón, la admiraba y la inquietaba. Ella no sentía lo mismo. Tan mal lo pasaba que hasta su madre entendió su tormento, pese a lo hermética que era.

—No te preocupes, hija —le decía Ángela—, si tú no sientes la luz interior del Sagrado Corazón que te llama, será porque estás destinada a otros quehaceres. Hay muchas formas de servir al Altísimo, desde ser una buena esposa y madre, hasta obrar como seglar.

—Pero, madre, perdóneme. Tendría que enamorarme para ser esposa y madre. Y que alguien se enamorara de mí.

—Existen muchas formas de amor, María. Piensa que el cariño y la ternura perduran y que el amor desbocado es pecaminoso, agota y se acaba.

—Pero usted y papá se casaron enamorados.

Ángela sonreía con la dulzura que la caracterizaba. ¡Su noviazgo y los primeros años de matrimonio quedaban tan lejos! Ahora su marido estaba enfermo. Su salud flaqueaba. Tanto los Topete como los Satrústegui ayudaban desde sus puestos importantes. Los Satrústegui seguían siendo poderosos en la naviera que compartían con el marqués de Comillas, pero a su marido todo aquello le daba pudor. Siempre fue tan bueno como apocado y no iba a pedir ayuda para cambiar de trabajo ahora que tenía una salud delicada. Sacudió la cabeza y retomó la conversación con su hija.

—Y quizá tú te enamores. O quizá no, pero puede que encuentres un hombre bueno —le decía a María, la más inquieta, la más preguntona, la única que se permitía hojear el periódico de su padre y discutir con sus hermanos hasta de fútbol.

Tanto al final de la
belle époque
, que aromatizó San Sebastián ligeramente, como durante los años veinte, menos felices en España que en el resto de Europa, casar bien a tantas hijas no era tarea fácil. Eso lo sabía Ángela, por más que su hermana Rosita la animara, recordando lo bonitas que eran sus criaturas.

Aquel clima de prestancia rancia y buenos patrimonios, justo en el momento en que en Bilbao y San Sebastián se asentaban los cimientos de la floreciente industria vasca y cuando los matrimonios formaban parte de alianzas para los negocios que afianzaban los imperios industriales como antiguamente se afianzaban reinos, no parecía el más propicio para una familia venida a menos.

3

Todas las barreras que la religión había infiltrado en la conciencia de María contra el género masculino se fueron abajo cuando en su vida se cruzaron los jóvenes navieros Aznar. Por mor de sus primos y hermanos y de su amiga Encarnita Coste Acha, la prometida de José Luis Aznar, el primogénito de don Luis, una tarde de verano que habían hecho una escapada a Bilbao para ver a sus amigos y asistir a los entrenamientos del Club de Polo —los Aznar habían creado la Sociedad de Lamiaco, con un toque muy británico—, María sintió que el estómago se le caía a los talones cuando su amiga le presentó a su futuro cuñado, Juan Antonio Aznar.

Su mano sintió la fuerza de aquellos dedos largos, que le transmitían una corriente que quemaba desde la nuca hasta las piernas, mientras el joven se enganchaba a los ojos azules de aquella hermosa valquiria, sin dejarlos escapar.

—Encantado, María. Pero que muy encantado. —Y sin pausa y sin soltarle la mano, que María pugnaba por retirar, añadió—: Querida Encarnita, ¿dónde tenías escondida hasta ahora a esta amiga tuya?

Encarnita sonrió.

—Cuidado, Juan Antonio. Es una de mis mejores amigas.

—Sí, pero usted, María, ha salido de las olas de Ondarreta directamente, ¿no?

Por primera vez en su vida, María no encontró las palabras correctas para responder a aquel descarado cumplido, pese a su vocabulario perfectamente educado en la capital, con institutrices y monjitas, y con tutores y chicas extranjeras durante los veranos en San Sebastián. Su piel blanca y hermosa, ligeramente dorada por la brisa marina, se tornó roja hasta la raíz de sus rubios cabellos. Su amiga acudió en su rescate tomándola del brazo.

—No le hagas caso, María. Juan Antonio es así de galante y divertido.

Y se la llevó camino del porche de estilo colonial que las esperaba con los elegantes y altos sillones de mimbre blanco, trenzados con filigranas de pavos reales en los respaldos.

María necesitó mucho más que el trayecto hasta el lugar donde estaban las otras damas para conseguir que su corazón frenara el galope y su sangre dejara de golpearle las venas. Su azoramiento la desconcertaba.

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