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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (18 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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María sintió las manos de su amado sobre sus pechos y creyó desfallecer. Seguía besándola y besándola mientras lograba también desabrochar los corchetes de la falda, que cayó al suelo y la dejó con una fina combinación. Estaba paralizada, las piernas le temblaban, pero él la sostenía mientras le murmuraba las frases más tiernas y obscenas que nunca hubiera podido imaginar. Una mano de él, enorme, cálida, la sujetaba por la espalda mientras la otra frotaba por encima de la combinación, perdiéndose en su ropa interior, por debajo de su vientre, con unos dedos sabios que no paraban de agitarse. La joven y entera María sintió que algo le estallaba en la nuca, entre las piernas que apretaba sujetando la mano de su amado, mientras él, jadeando, lograba pegarla a la pared y llevar la mano de María hacia su entrepierna.

Ya no se oía nada en el dormitorio, pero en el oscuro vestidor dos respiraciones brutales, gimientes, pugnaban por no ahogarse. Se había desatado la pasión reprimida durante años y años. Juan Antonio tuvo tiempo de tapar la boca de su amada con la mano cuando ella lanzaba el último y más elevado jadeo, al tiempo que acallaba los suyos escondiendo la cara entre los senos de ella. Después, un silencio. Sujetó a María, que retiraba la mano del pantalón húmedo y sin desabrochar de él, como si quemara. Si no la hubiera sujetado entre sus brazos, se habría caído al suelo. Trató de taparse la cara y esconder las lágrimas, pero luego recordó que tenía que abrocharse la blusa y la falda. Juan Antonio la atrajo hacia su pecho.

—María, te quiero. Por Dios, no te avergüences, no ha pasado nada de nada.

Pero María había comprendido la situación en segundos. Toda la laxitud, la paralización y luego el temblor que la habían inmovilizado durante los escasos veinte minutos que a ella le parecieron veinte años se transformaron en terror. Alguien podía haber entrado en cualquier momento en el dormitorio y preguntarse dónde estaban. Los niños podían haberse despertado en el cuarto de al lado, aunque el vestidor no daba a sus paredes. Y, sobre todo, ella había cometido lo peor del mundo: el pecado de la carne. Y él estaba frente a ella, también descompuesto aún, con la chaqueta y la camisa húmeda de sus lágrimas, por no hablar del pantalón, adonde María no habría bajado la vista aunque la hubieran matado.

De poco le sirvió la ternura con la que el muchacho la ayudó a vestirse bien, a poner cada cosa en su sitio, incluida la falda, la única prenda que estaba en el suelo. Le dio la vuelta y se la abrochó, entre continuas disculpas:

—Perdona, amor mío, perdona, pero ha sido maravilloso, somos un hombre y una mujer…

María seguía sin pronunciar palabra. En la oscuridad del vestidor —sólo una tenue raya de luz se filtraba por el suelo de la puerta— no abrió la boca ni al entrar ni al salir. Cuando ambos estuvieron más o menos dignos, Juan Antonio empujó la puerta muy despacio y la sacó al dormitorio vacío, tal y como lo habían dejado poco antes. Pero la María que salió del vestidor y alcanzó a sentarse delante de la coqueta isabelina para peinarse y recomponer su figura nunca volvió a ser la misma.

Nunca más se sintió limpia. Nunca se perdonó aquella debilidad. Aunque el muchacho restó importancia al incidente y se marchó feliz, dispuesto a hablar con sus padres, el desenlace del episodio hizo que María confirmara en su propia carne lo que había temido desde el día de la caseta en la playa: que la dote y la fortuna de la novia eran un problema para el amor en aquel mundo. También interiorizó que Dios la estaba castigando por la debilidad de su carne, aunque sólo hubiera sido un día durante breves minutos. Y, como dijo su amado, no había pasado nada grave. Pero ésas eran las creencias de los hombres.

5

Don Luis Aznar, como miembro de una vieja familia de raigambre militar, sabía que, en cuanto a la estirpe, María no tenía nada que envidiar a nadie —valoraba más que bien quiénes eran los Topete en la historia militar de España—, pero como hombre de negocios e impulsor de Neguri y la nueva sociedad oligarca vasca coincidía con su esposa en que no era lo más adecuado que su tercer vástago terminase en brazos de una Topete Fernández. Buena gente, pero no hacía falta buscar informes excesivos para saber que el padre, Ramón Topete, era un abogado de capital modesto, enfermo y con dificultades para sacar adelante a sus diez hijos, aunque gran persona.

Hasta entonces, ni él ni su mujer habían tomado cartas en el asunto, pero, avanzados los años veinte, don Luis se sentía ya mayor. José Luis, su primogénito, había respondido a las expectativas de los progenitores, incluida su alianza matrimonial. En cuanto a Javier, ya había comprendido en su fuero interno que era una sensibilidad distinta y distante. Pero Juan Antonio sería un gran apoyo. Era listo, terminaría su carrera sin problemas, comprendía el negocio, que iba viento en popa pese a los tiempos que corrían, con un rey, don Alfonso XIII, allegado a los norteños pero débil y voluble para con los gobiernos y sus espadones. A don Luis, el papel cada día más excesivo de Primo de Rivera le parecía preocupante, aunque había soslayado la política mientras fue un asunto de liberales y conservadores. Le gustaba la tradición de su tierra vasca, pero no iba a caer en Sabino Arana, como algún chorlito de los hijos de sus amigos de Neguri. No, los suyos tenían los pies en la tierra, salvo que Juan Antonio no lograba tenerlo claro con eso del amor por aquella mujer tan agradable, María, la amiga de su nuera. Lástima que su esposa y él coincidieran en lo de la escasa fortuna familiar.

Por eso, cuando una tarde Juan Antonio le pidió la enésima cita para hablar de temas personales, el padre prefirió recibirle en el Club Marítimo, con un buen puro, un brandy y evitando la trascendencia de las oficinas y su despacho en la naviera. Intuía que aquel tema del amor de su hijo debía alejarse lo máximo posible del negocio familiar, para no enconar las posiciones.

Acomodados en sendos sillones Chester, en una esquina del club y mientras el sirimiri amenazaba con convertirse en jarreo, Juan Antonio abordó el problema, levantando la vista de su copa mientras seguía balanceando suavemente el brandy.

—Gracias por la cita, papá. Supongo que sabes de qué quiero hablar.

—Hijo, aquí estoy para escucharte. Pero no, no sé exactamente qué es lo que necesitas. ¿Se trata de dinero?

—No, no. Ni mucho menos. Quiero formalizar mi relación con María Topete. Ya sabes, la amiga de Encarnita.

—Ah, sí. Esa chica rubia, alta y tan ¿elegante? Siempre me ha parecido un poco fría. Pero ¿aún sigues chiflado por ella? Hace tiempo que tonteas. Tu madre y yo creímos que se te pasaría.

—Pues ya ves, no se me pasa. Pese a los años, como tú dices.

—Verás, hijo, creo que debemos hablar de hombre a hombre en estos casos. Esa joven será muy guapa, no lo niego, y buena católica y buena mujer. Pero los Aznar nos movemos en otros parámetros, tú lo sabes.

—¿Te refieres al dinero?

—Al dinero y al ambiente. Apenas conoce Getxo, no sabe bien qué es el Arenal, no creo que tenga pasta de
amatxu
, es madrileña…

—Padre, si no es el dinero, todo lo que dices es fútil.

—Iré con los temas no fútiles. ¿Te acuerdas de los años que tengo? Tienes que integrarte ya en la familia, a pleno rendimiento, y eso implica la naviera. No te voy a presionar, hijo, pero no creo que sea una buena elección. Date un poco más de tiempo mientras retomas tu presencia aquí y dejas Madrid. Soy mayor, ya no puedo ir todos los días por las oficinas, tienes que echar una mano a tus hermanos. Por otra parte, hay mujeres muy guapas a nuestro alrededor. Las De la Sota, las Ybarra…

—Ya salió el asunto. Ya veo que mamá te ha enseñado muy bien la lección.

—No hay lección que valga. Sólo te pido que esperes a establecerte de nuevo en casa, a trabajar en las oficinas, a viajar. No te precipites. Aún eres joven…

—Si tú lo dices. Paso de los veintiséis y María también. Ya sabes que para las mujeres eso de los hijos es importante.

—Por Dios, yo creo que estás obsesionado. Date unos inviernos aquí.

El repentino acceso de tos de Luis Aznar interrumpió la conversación. Juan Antonio observó cómo su padre se llevaba la mano al pecho, y al agachar la cabeza, se percató de que, junto a las canas, se abrían unos primeros claros que dejaban ver el cráneo rosado. Su padre estaba envejeciendo y él no pensaba eludir sus deberes en el negocio familiar, pero en el amor no estaba dispuesto a ceder. De momento, podía esperar a establecerse de nuevo en Bilbao. Nada más. Hablaría con María.

A la muchacha, la narración de Juan Antonio sobre la necesidad de esperar para oficializar el noviazgo le resultó dolorosa y avivó sus temores. Ahora nunca estaban solos. Hacía meses y meses que no le consentía ni acercarse a ella. Era como si María tuviera un ojo en la nuca y sus oídos fuesen los de un delfín. Sabía cuándo se aproximaba su amor, ya fuera en Bilbao o en San Sebastián, y rápidamente ponía pie en pared, rodeándose por los cuatro flancos de amigos, niños, institutrices o cualquier otro tipo de carabina.

La joven jamás podría olvidar el valor que había necesitado para irse a confesar del pecado de la carne. Nunca jamás permitiría que sucediera otra vez lo mismo. Ni con las penitencias que llevaba rezadas cada noche desde hacía tanto tiempo lograba mitigar su culpa. Había sacado el reclinatorio de su habitación para rezar los rosarios, las avemarías y los padrenuestros de rodillas en el suelo. Ni con la distancia y la frialdad que el sacerdote le había impuesto para con su amor se sentía ella limpia.

—Ave María Purísima, padre.

—Sin pecado concebida, hija.

—Padre, he pecado mucho.

—¿Tú, hija? ¿Has pecado? ¿Soberbia como otras veces, María?

—No, padre. —María no podía hablar, se atragantaba, y el sacerdote tenía que arrimar la oreja a la rejilla—. Contra el noveno.

—¿Has tenido pensamientos impuros? ¿Te has tocado, hija?

—Oh, padre —sollozó María—, no. Ha sido con mi novio, pero soy culpable, padre, muy culpable…

—¿Ha tocado tu carne? ¿Cuánto de culpable? Habla sin vergüenza, hija, ya que no la tuviste cuando te entregaste a la concupiscencia.

Haciendo el esfuerzo más grande de su vida, María desgranó al padre Juan, el sacerdote de su parroquia y capellán de su madre y sus tías, todo su pecado. Al final, el padre respiró aliviado, porque la primera parte del relato le había puesto los pelos de punta. Con todo, no tranquilizó en exceso a la joven. Le impuso la más dura penitencia posible: no volvería a tocar ni a dejarse tocar por su novio hasta después del matrimonio. Era la única manera de recuperar su pureza.

Había llevado la penitencia a rajatabla, para enfado y a veces hastío de Juan Antonio. Ella lo notaba, sabía que él —ya establecido en Bilbao— visitaba a otras mujeres con sus amigos. Lugares de pecado, pero, al fin y al cabo, estaba soltero.

La joven estaba ciegamente enamorada, por más que sus hermanas Carmen y Amalia le advirtiesen —Amalia siempre con esa fuerza de generala, metida ya en sus hábitos y con la contundencia de la superiora que nunca llegó a ser— sobre los riesgos del amor con Juan Antonio, de que no era un santo.

Lo único que esperaba ella era que después del ansiado matrimonio, Juan Antonio, tan guapo, tan caballero, tan plantado y tan trabajador en el negocio como su hermano José Luis, se convirtiese en un hombre de hogar. Había tiempo de sobra para que ambos hermanos siguieran con la pelea de transformar el emporio empresarial de la naviera Aznar en digna competidora de otra compañía marítima, La Trasatlántica, donde trabajaba su hermano Ramón.

María no renunciaba a sus sueños. Pensaba tener muchos hijos. A uno por año. Como su propia familia, con diez hermanos. Los que Dios enviase. Pero estas ensoñaciones estaban en lo más profundo del corazón de la damita Topete. Ni su hermana Carmen, ni por supuesto Amalia, ni sus otras hermanas monjitas, Josefina y Rosita, tenían la más remota idea de cuán lejos llegaban los proyectos de María.

Además, María y Juan Antonio compartían simpatías ideológicas —eran conservadores y monárquicos, lo que habían vivido en sus familias—, amigos y pasiones, como el fútbol y la caza. Aunque ella no disparaba, acompañaba a su amiga Encarnita y a su marido a la finca de Las Marías, que don Luis había comprado en Torrelodones para cazar los fines de semana. Era una forma de ver y estar al lado de Juan Antonio, pero también de seguir de cerca una actividad que le atraía, como sucedía con el fútbol, deporte en el que se convirtió en una experta, llamando la atención de todas las mujeres y los hombres que la rodeaban. Lo que para los demás era una rareza —una mujer forofa del fútbol—, para ella significaba una forma más de estar cerca de su novio, de sus hermanos, del mundo masculino que le estaba vetado.

La relación pasó baches muy serios por el empecinamiento de María de no ceder ni un milímetro en la apertura de su escote o de sus rodillas a la mano de Juan Antonio, pero iba sobreviviendo entre la distancia de Madrid y Bilbao y con ayuda de los entretenimientos compartidos.

María había comenzado a interesarse por la cosa pública desde que era pequeña, observando a los invitados de sus tíos discutir de política en la Torre, durante las largas tardes estivales y lluviosas. Había adquirido ideas, convicciones poderosas y futuras que la llevarían a simpatizar con la CEDA de Gil Robles y luego con Acción Católica.

Con la religión siempre se sintió culpable, más aún desde que descubrió sus debilidades físicas. Quizá por eso, se decía, estaba obligada a pagar con más esfuerzo que sus virginales hermanas su fe para con Dios. Si no había podido servirle profesando, lo haría con otro tipo de apostolado, que buena falta le hacía a la España que se avecinaba al final de los años veinte, tan alejada de los principios que María profesaba. Ella se redimiría durante toda su vida, y con ella, a las demás mujeres. Al fin y al cabo, su culpabilidad estaba ya en el sagrado Génesis: eran las incitadoras del pecado original del hombre.

En cuanto a sus sentimientos, sólo su hermana Blanca podía intuir ligeramente lo hondo que era el agujero del amor en aquel corazón. Y cada día de cada año que pasaba, esa pasión oculta por Juan Antonio se iba haciendo más férrea, pero también más estrecha, mientras que él se iba alejando lentamente, integrado cada vez más en el vivo e influyente Neguri.

Así pasaron la década de los años veinte, mientras 1929 anunciaba cambios, muchos cambios. En plena dictadura del general Primo de Rivera y cuando Alfonso XIII y la reina Ena habían trasladado la corte al Palacio de la Magdalena en Santander, murió don Luis María Aznar. Dos meses antes le había precedido la reina madre María Cristina, quien le había concedido el título de marqués de Bérriz.

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