Si a los tres años no he vuelto (20 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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María nunca olvidó que estuvo presa del 9 de agosto de 1936 al 7 de marzo de 1937, acompañada de otras mujeres de su condición. Recordaba los nombres de las distinguidas presas con las que había compartido la represión. Desde una Rotaeche hasta una Torres Quevedo, una Pombo, la viuda de Arancibia y sus tres hijas…

En su memoria estaba aquella noche en la que llegó la madre María Luisa con las monjas. Se fueron a la cama sin cenar —el rancho se repartía a las seis— y cuando ya estuvieron todas acomodadas, uno de los milicianos, Pablo, acudió al claustro para privarlas de su compañía.

María miraba a las trece esclavas, inclinadas sobre sus colchones de crin y preparadas para marchar hacia el claustro de enfrente, vacío, y pensaba que no merecían ese trato vejatorio. Para ella, eran casi santas. Durante los cuatro meses que las esclavas permanecieron en Conde de Toreno, María agradeció a las monjas que le devolvieran su fe, que le contagiaran su amor ferviente, místico, que en ocasiones les hacía desear la muerte si el sacrificio lo hacían por su entrega a Cristo.

Cada día, cuando a las doce se repartía el rancho de sopa de arroz y fideos, con un trozo pequeño de carne y otro de tocino añejo, mientras las religiosas se santiguaban a escondidas, María intentaba que las compañeras de su querida hermana Amalia le transmitieran fuerza y aliento para desterrar el odio y el miedo que la noche acumulaba en su corazón. Sólo era capaz de apaciguar el infierno interior entregándose a los rezos o a los recuerdos, ya borrosos, del que había sido el único amor de su vida, pese a la traición final.

¿Qué habría sido de Juan Antonio? ¿Habría escapado a tiempo? Atormentada, María no sabía si odiaba más a los rojos y a las milicianas que se reían de ellas por el daño que le hacían o por la incertidumbre sobre el destino de su viejo amor, ahora en paradero desconocido. Ese secreto la arrasaba, porque no podía confesárselo ni a ella misma, pero tampoco sabía cómo arrancarlo de su alma.

Durante aquellos siete meses en el convento de Conde de Toreno —las esclavas se marcharon y ella se quedó con otras presas conocidas y nuevas religiosas que no pudieron salir hacia Roma como las compañeras de su hermana—, María terminó de forjar su dura e inmisericorde personalidad.

8

El recoleto convento de las capuchinas estaba cada día más hacinado. Muchas de las presas eran religiosas. La superiora de las esclavas, la madre María Luisa, lo apuntaba en sus notas. Si en septiembre, cuando llegaron, eran trescientas, para octubre ya eran dos mil.

María y la madre María Luisa trataron de calmar a las más jóvenes el día que hubo cambio de guardianas, cuando llegaron a la cárcel milicianas triunfantes deseosas de custodiar a las reclusas. Todas llevaban monos, correas y pistolas, como si fueran hombres, aunque en realidad eran mujeres de malas trazas.

La superiora comentaba con María y las otras detenidas el comportamiento de las milicianas.

—¿Habéis visto? Al pasar a nuestro lado nos han mirado fijamente con un ademán que parecía querer decir: ¡ya os podéis preparar!

La guardiana que les había tocado a las esclavas dejó perpleja a María y a la madre María Luisa.

—Dicen que es una mujer culta —contó María—, tiene dos carreras, está casada y con hijos. Y ya ve, hermana, a pesar de sus ideas comunistas, siempre la espera su espléndido coche a la puerta de la cárcel.

Bien diferente era la encargada de revisar los paquetes. La repartidora de paquetes era para las esclavas y las señoras de aquellas buenas familias, de antiguo abolengo o recientes burguesas, el prototipo de miliciana.

—Ya ve, madre, es gorda, no pasa hambre. Es ordinaria, pese a su pelo ondulado. Dicen que ha estado presa. Lo cierto es que ha sido verdulera, con puesto en la plaza de la Cebada.

La verdulera no vestía mono, sino un guardapolvo marrón, y encima de él se ajustaba el correaje y la pistola.

—Sí, María, pero a pesar de las palabrotas y blasfemias que dice, no creo que sea mala en el fondo. Estoy segura de que obra así por ignorancia.

Ignorancia. Estaba claro que la superiora de las esclavas era un alma de Dios, pensaría María años después, ya en la posguerra, cada vez que releía el libro en el que la monja había recogido sus experiencias. Si después de la victoria del glorioso alzamiento hubiera tenido que tratar con mujeres como la repartidora, seguro que la monja no habría sido tan benévola en sus juicios.

María no olvidaría nunca los tiempos de la cárcel de Toreno, especialmente una tarde espantosa, la de la aparición. La experiencia la marcó de por vida y le sirvió para justificar su conducta en el futuro.

Fue el 6 de octubre de 1936. Después de haber tomado el rancho, las religiosas fueron convocadas. Había unas cuatrocientas. Mejor cuatrocientas una, porque María se coló, arropada por las compañeras de su hermana. Quería ver qué era aquello para lo que con tanto interés las habían llamado.

Recordaba aquella escena como si hubiera sucedido ayer. La miliciana verdulera de la plaza de la Cebada entró con gran solemnidad en el patio, seguida de una mujer alta, con porte de obrera pero no exento de cierta prestancia. Debía de rondar los cuarenta. Enseguida acaparó la atención de todas, incluso antes de que las milicianas que la rodeaban ordenaran silencio. No hizo falta. Ellas ya estaban expectantes. La mujer se situó en el centro y empezó a hablar con una voz insinuante y persuasiva. Denotaba que estaba acostumbrada a dar mítines.

—Voy a tener el gusto de dirigiros la palabra por breves instantes. Me intereso por vuestro bien. Os aprecio como merecéis, pues, al fin y al cabo, sois lo mejor de la sociedad. Estáis aquí sufriendo las molestias que lleva consigo la vida de reclusa y no es justo que siendo inocentes padezcáis como culpables. Yo sé lo que es esto, pues lo he probado, aunque yo con culpa, si lo es propagar y defender un ideal. También vosotras tenéis un ideal, que es vuestra fe, y yo lo respeto, ya que esta fe no os la podemos arrancar del corazón. Os han traído aquí como medida preventiva; no tenéis a dónde ir, nadie os quiere en sus casas, por temor, y aquí por lo menos os dejan en paz. Entre vosotras hay muchas jóvenes, en los mejores días de la vida, y tenéis derecho a disfrutar de ella prestando sus servicios a la patria. A trabajar, pues, cada una como pueda. Estaréis en las casas a las que yo os destine y a todas buscaremos ocupación. Las viejas… ésas… ¿qué van a hacer? ¡Rezar a los santos! Las otras haréis labor para los milicianos. Cuando queráis salir de paseo, ellos os acompañarán, si no conocéis Madrid. Dentro de casa podréis rezar si queréis, tener imágenes, rosarios y demás… y hasta si os empeñáis os podréis poner los hábitos, ¡qué más da! Pero no por la calle, pues las turbas exaltadas serían capaces de hacer cualquier cosa…

Y recordando el Paraíso terrenal, el pecado de nuestros primeros padres, su condenación al trabajo y otras mil cosas por el estilo, siguió su discurso con dulzura engañadora, hasta que por fin terminó con estas palabras:

—Ahora dirá alguna: ¿quién será la que nos está hablando? No os asustéis si os lo digo y… os lo voy a decir… soy la Pasionaria.

El descubrimiento de quién era fue seguido de un fuerte aplauso y gritos de «¡Viva la Pasionaria!», seguidos de otros como «¡Viva el comunismo!» y «¡Viva Rusia!».

Pese al impacto que produjo el nombre en la madre María Luisa, ésta estuvo a punto de perder los estribos al escuchar cómo alguna de las hermanas había proferido tales gritos sacrílegos. María la sujetó a tiempo.

—Hermana, son las milicianas las que gritan. No se mueva.

Estaba preocupada. Veía los ojos de la verdulera clavados en la superiora y en ella.

—¡Es un sacrilegio! —murmuró con voz sorda la monja.

—Luego, madre. Luego.

La tensión se relajó cuando la Pasionaria dedicó los minutos finales a mezclarse entre las monjas y las damas presas. Les daba una palmada en la espalda o les estrechaba la mano. Con el brazo de la superiora bien agarrado, María y la madre María Luisa giraron sobre sus talones antes de que Dolores Ibárruri llegara a su altura. Aunque anduvieron despacio hacia una esquina del patio, sentían los ojos de la miliciana clavados en su espalda.

Al atardecer, cuando María estaba de charla con una de sus amigas, la verdulera se acercó.

—¿Qué? Te ha impresionado la Pasionaria, pero no has querido que te tocara, ¿verdad? Conozco a la gentuza como tú. Los obreros os damos asco.

—No sé de qué habla.

—Lo sabes. La lástima es que Dolores ha sido demasiado generosa con vosotras. Si fuera por mí…

Con un gesto, la miliciana se llevó la mano de uñas sucias al cinto, donde tenía la cartuchera sin el arma. Las dos presas volvieron a comentar la zafiedad de aquella mujer. Ya podía la monja, en su caridad, decir que era buena persona. Desde luego, no lo aparentaba. Unos días después, la misma miliciana se plantó ante María cuando estaban en el patio. En la mano llevaba un recorte manchado de grasa. Se encaró con la presa.

—Toma —le dijo mientras casi le metía el trozo de papel impreso por los ojos—, para que te enteres y no olvides nunca lo que el otro día viviste aquí. Falta os hace.

María no quiso coger el trozo de papel.

—Cógelo o te lo meto por la boca, señoritinga de mierda.

Una compañera de María cogió el papel.

—Deme, ya se lo guardo yo.

Cuando la guardiana desapareció, María cogió el recorte del periódico obrero. Iba a romperlo en pedazos, pero de pronto hizo una bola con él y lo guardó. Con el tiempo terminó por aprenderse el discurso de memoria a fuerza de releerlo una y otra vez. La reafirmaba en sus convicciones. Las sibilinas artimañas de las rojas eran un peligro tan grande que hasta podían arrastrar y envenenar las cándidas almas de las más tiernas novicias. Aquellas palabras eran la prueba.

9

La primera semana de marzo de 1937, la señorita María Topete Fernández dejó la cárcel de Conde de Toreno gracias a los oficios del cónsul de Noruega, Felix Schlayer, ingeniero y empresario de nacionalidad noruega, aunque nacido alemán. Simpatizante de Hitler sin disimulo excesivo, se había hecho cargo de la Embajada de Noruega en Madrid desde su posición de encargado de negocios de ésta. Como en otras muchas legaciones, los embajadores estaban de vacaciones cuando estalló el golpe militar.

A don Felix, el alzamiento le resultó lo más natural del mundo. Ya había discutido eso con alguno de sus amigos. La España republicana no tenía solución, y menos con el caos y el bolchevismo del Frente Popular.

—¿De dónde nacen esa crueldad y esos horrores del temperamento español? ¿Del bolchevismo o son intrínsecos a su persona? El español, salvo en contadas excepciones, si se le sabe llevar, es noble y digno. Pero no se guía por la razón, sino por lo pasional. Son tan compasivos como crueles, como los niños pequeños.

Así disertaba habitualmente Schlayer con sus amigos: empresarios, diplomáticos, militares, gente toda de orden.

La vivienda del embajador de Noruega se encontraba en la calle José Abascal, 27, tabique por medio con el piso de la familia Satrústegui. Ya desde los primeros meses de la guerra, a Schlayer le pidieron algunas familias del mismo edificio y del colindante que se hiciera cargo de sus casas para impedir que los milicianos se apropiaran de los pisos. Los dos edificios de José Abascal, 25 y 27, que por aquel entonces era la zona norte residencial de Madrid, se habían construido para una burguesía rica que había tomado posiciones en la capital, dispuesta a crear zonas para residir alternativas al Retiro y a la calle Alfonso XII y al tradicional abolengo del barrio de Salamanca. En los alrededores de Abascal, entre la Castellana y Santa Engracia, comenzaron a florecer los palacetes de los nuevos empresarios y banqueros norteños.

El cónsul noruego aceptó inmediatamente el ofrecimiento de ampliar el suelo de la legación. Estaba horrorizado de la calaña «del populacho de Madrid», comentaba a sus amigos. Fue llenando los diferentes pisos de ambos edificios de refugiados nacionales a los que la contienda había sorprendido en la capital.

En cuanto salió de prisión y llegó a las casas de la calle José Abascal, María se pudo abrazar con su hermano Ramón y con su primo, Carlos Fesser Fernández, que también habían sido detenidos en agosto del 36. A ellos los habían llevado a la cárcel de Portier y de San Antón.

Los buenos oficios de Schlayer como mediador con algunos altos cargos del Gobierno republicano y la influencia de la familia habían dado resultado, tras varios meses de duras negociaciones.

El júbilo de María no tenía límite. Dios había escuchado sus plegarias y las de todas sus hermanas. Encontró allí a las niñas de su primo Carlos y a otros miembros de las familias Fesser, Satrústegui y Fernández. Muchos con nombres supuestos y alguno preparándose para salir al extranjero.

Por personas interpuestas se enteró, con íntima y secreta satisfacción, de que su amiga Encarnita y su familia, incluido su cuñado Juan Antonio y su esposa, estaban a salvo después de serias vicisitudes y grandes diferencias con otra rama del negocio familiar, que se había declarado leal a la República.

Pese a tantas buenas noticias, el miedo se respiraba en la legación noruega. Comunistas y anarquistas sospechaban desde hacía tiempo del conflictivo Schlayer, que generaba también dudas en los ministros del Gobierno republicano y tenía diferencias con otros miembros del cuerpo diplomático, como con el encargado de negocios de Chile, Carlos Moría Lynch, quien también se dedicaba a proteger a destacados nacionales perseguidos, sólo que éste había convertido primero la embajada chilena en refugio de nacionales y, tras la llegada de las tropas de Franco, en refugio de republicanos, algo que hubiera sido complicado para la mentalidad de Schlayer.

El clima que reinaba entre los nacionales refugiados en las viviendas de la Embajada de Noruega era de horror, pese a su fe en la victoria y las innumerables misas secretas que se oficiaban. Cada noche, cuando los niños se habían acostado en alguna de las catorce viviendas —a dos pisos por planta— de José Abascal, 27, llegaban las puestas al día. Pocas horas después de su liberación, la recién excautiva fue informada de los sufrimientos del cónsul Schlayer por salvar y recuperar a Ricardo de la Cierva, abogado de la legación de Noruega, preso. De la Cierva estuvo a punto de escapar con la documentación preparada por el cónsul noruego, pero fue capturado en la escalerilla del avión. Todos los intentos para la liberación posterior fueron un fracaso y Ricardo de la Cierva fue asesinado, junto con otros compañeros de la cárcel Modelo, como le confirmó el mismo Felix Schlayer a una María horrorizada en los primeros intercambios de confidencias, preparativos y noticias ante el momento en el que las tropas franquistas, imparables, entraran en la capital.

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