Si a los tres años no he vuelto (21 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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En aquellas catorce viviendas también se relataba cada noche, detalle a detalle, la versión sobre los mil doscientos muertos, según los cálculos del propio Schlayer, que habían sido asesinados en Paracuellos por los comunistas en los primeros días de noviembre del 36, mientras María estaba en la cárcel de Conde de Toreno. Todo esto lo narraba don Felix con su apasionamiento vital e ideológico, cada día más admirador del trabajo de Hitler en su país de nacimiento.

—Como ves, querida hermana, hemos tenido suerte —le comentó Ramón en un aparte una noche tras las tertulias y los rezos que se organizaban en la Embajada.

María asintió. El resto de su familia estaba también recogida. Una parte con ellos, otros, como su hermana Amalia y otras novicias de las esclavas, camino de las casas de la congregación en Italia, tras pasar por Francia.

—Tengo ganas de ver a Amalia. La madre María Luisa me contó cómo escaparon de nuestra casa a las seis de la mañana. Después de que nos detuvieran a nosotros dos, volvieron en septiembre —respondió.

—Hubo muchos registros en casa. Más de una docena. Los primos Fesser tienen contados los que les hicieron a ellos. Hasta dieciocho. Cada vez que llamaban y veían en la entrada el retrato del Sagrado Corazón, que el primo Carlos se negó a quitar, había bronca. Ha salido y entrado de la cárcel más que nosotros. En casa fueron no sólo a por Amalia, sino a por Blanca, que se salvó porque había ido de compras. Tengo una cosa para ti. Nos la ha dejado Amalia, lo escribió para la madre María Luisa y las esclavas. Están recopilando memorias para un libro. He esperado estos días a que te repusieras. Toma. Yo ya lo he leído veinte veces.

—Sabía que estaban recogiendo testimonios. Lo hablé con la priora en Conde de Toreno. Ese horror hay que contarlo. No puedo dejar de pensar en las mujeres que siguen ahí encerradas. Menos mal que Amalia pudo esconderse.

María cogió el abultado sobre de las manos de Ramón. Allí estaba la letra de su hermana; era la de siempre: limpia, menuda, aplicada e inclinada a la derecha. Denotaba su fuerza.

Queridos hermanos: Os dejo mis últimas vivencias. No sé cuándo volveremos a vernos. Salgo con mi congregación hacia Francia. María, gracias a Dios, sé que estás bien, pese a las horribles condiciones en que vivís en ese que fue santo lugar, ahora profanado con pecado, sangre y horror por esos pecadores. Sé que soportaréis estoicamente todos los sufrimientos, como yo soporto el no haber tenido el gozo de sufrir prisión por Cristo, como mis queridas hermanas del Sagrado Corazón. Ramón, cuida de todos. Los primos Satrústegui y Fesser están también por ahí. Que Dios se apiade de nosotros en este calvario que recorremos por nuestra Fe. Os he copiado el texto de lo que vivimos Blanca y yo tras vuestra detención. Adiós, hermanos amadísimos. Recemos todos, juntos o separados, por salvar nuestra fe y nuestra patria. Amalia Topete.

Con los ojos húmedos, pero sin dejar que las lágrimas resbalaran por su rostro, María leyó la historia que su hermana había escrito para la madre María Luisa sobre uno de los varios registros que habían practicado en su casa, pese a que ellos ya habían sido detenidos.

Era 5 de septiembre, mi hermana Blanca acababa de salir para ir de compras y yo me había quedado sola en la salita, leyendo, cuando oí que se paraba un auto. Me asomé y vi con horror un gran coche de la Federación Anarquista Ibérica lleno de milicianos que, con sus fusiles al hombro, acompañados de una mujer, entraban en nuestro portal. «¿Subirán a nuestro piso?», me pregunté. Corrí al patio para ver dónde paraba el ascensor y tuve que resignarme a recibir aquella desagradable visita. Me encomendé con fervor al Corazón de Jesús y acudí con serenidad al ser llamada por la doncella. —¿Qué desean ustedes? —les pregunté. —Detener a Carmen Topete. —Está en San Sebastián. —Pues entonces procederemos a un registro. Enséñenos usted su documentación y la caja de caudales. —No tengo ni caudales ni caja, y toda mi documentación es la cédula, que les enseñaré si lo desean. No insistieron, por dicha mía, pues llevaba escrito: «San Agustín II, convento». Empezaron a revolverlo todo, y al ver un gran crucifijo, me mandaron que lo quitara. —No puedo —repuse—, soy católica y ésta es la señal de mi fe. —Pues quite el cuadro de la Virgen. —Tampoco. Aquí todos somos católicos y no nos avergonzamos de las imágenes que veneramos. —Mire que la comprometen y la perjudican a usted. —¡Aunque así sea! No los quito. En estos objetos, además del emblema de nuestra fe, vemos un recuerdo de nuestros padres. Es la herencia que ellos nos legaron y, respetando las ideas de otros, queremos ahora que ustedes respeten las nuestras. Habían dado por terminado el registro, excepto el de un cajón cuya llave no aparecía. —Como al abrir encontremos más cosas de las que usted dice, prepárese —me advirtieron. Se sentaron todos, dispuestos a esperar a mi hermana. Yo me quedé de pie, frente a los retratos de mis padres y de mi hermana Mercedes (q.e.p.d.). ¡Con qué fervor me encomendé a ellos!

Llegada a este punto del escrito de Amalia, María sonrió en un esfuerzo de nuevo por contener las lágrimas. ¡Cuántas noches, mientras estuvo en la cárcel, también ella se encomendó a la protección de sus padres desaparecidos y de su hermana Mecha, Mercedes, la pequeña de todos ellos y muerta tan joven! Tras parpadear ligeramente y sacudir las pestañas, regresó a la lectura de su querida y valiente Amalia.

Sonó el timbre, abrí la puerta y me encontré con cuatro hombres más. Mi terror se tornó enseguida en tranquilidad al oírles decir: —¿Es aquí donde hay milicias haciendo un registro? —Sí, señor. Y estoy sola. —No se apure. Somos la policía, nos ha llamado una de las vecinas. Entraron en la sala y preguntaron en voz alta: —¿Quién se hace responsable de este registro? Los milicianos se quedaron petrificados. Uno tiró su colilla y, temblando, le enseñó varios papeles. Hablaron entre sí, yo entonces empecé a respirar, y al poco se fueron. Un rato después llegó mi hermana. De este registro, en el que sufrí muchísimo, guardo un dulce recuerdo: «Al que me confesare delante de los hombres, yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos», prometió Jesucristo. El martirio me faltó, pero yo no había faltado al martirio.

Era un digno final para el escrito que Amalia les había dejado, con copia para el trabajo sobre «las aventuras bajo el terror rojo» que recopilaba la superiora María Luisa. María dobló las páginas con respeto y enorme cariño. Serían una crónica más de lo mucho que tantos buenos católicos y patriotas estaban soportando. Algún día saldrían de aquella legación extranjera. De momento, estaban en el corazón de España.

10

Mientras se esperaba el éxito de las tropas nacionales, María disfrutó de la compañía de sus familiares y amigos aun cuando sufrieran estrecheces en la legación. A veces se arriesgaba a bajar y a hacer cola, especialmente con alguna de las hijas de su primo Carlos Fesser, que la acompañaba para conseguir un poco de pan o unas pipas que le mitigaran el hambre. Afortunadamente, gracias al buen hacer de los cónsules de Chile, de Checoslovaquia y de Noruega, había días en que tenían leche fresca, porque en los garajes de la Embajada de Chile había atadas algunas vacas que servían a los tres diplomáticos para alimentar a los niños que estaban refugiados. Un privilegio dentro de la desventura y una prueba del arte de la diplomacia, porque la mayoría de los pequeños de la capital hacía meses que no sabían lo que era la leche fresca.

María entretenía a los hijos de sus primos Fesser y Satrústegui con algunas de las cosas que había hecho en Conde de Toreno durante los siete horribles meses de prisión. Los chicos se divertían cuando la excautiva les explicaba de qué tamaño eran los piojos o cómo quedaba la lendrera tras pasarla por el pelo. Incluso les enseñaba canciones:

Por la mañana nos pasamos la lendrera y ése es un cuadro difícil de explicar. Salen los piojos tan grandes como peras y empieza la celda a motear.

Con otras canciones, en cambio, se reían de lo burdas y maleducadas que eran las milicianas.

Ay, miliciana pajolera, cuánto me quieres humillar, porque llevamos en las venas sangre española de verdad.

Las anécdotas sobre lo mal que hablaban aquellas mujeres de pueblo con escasa o nula educación divertían a las niñas y a las otras mujeres.

—María, por favor, vuelve a contarnos cómo iban vestidas —le rogaba alguna de las criaturas.

—Mira que sois pesadas. Ya os he contado que se vestían como si fueran hombres.

—Como marimachos —apostillaba alguna de las damas.

—Lo peor no era eso. Lo peor era su forma de hablar. Una decía todo el tiempo: «Que sus sentéis, que sus calléis» —entonaba María, imitando perfectamente el tono de la miliciana y haciendo reír a los refugiados en el
Gross Assyl Noruega
, el Gran Refugio de Noruega, como lo llamaba Schlayer.

Pese a los ratos distendidos, no faltaron los momentos de tensión. Al poco tiempo de dejar María la cárcel, el cónsul organizó una de las salidas que solía hacer para que algunos nacionales refugiados en la legación pudieran llegar hasta Valencia. En uno de esos viajes iban a partir los hijos de Carlos Fesser Fernández, pero Ramón Topete, recién liberado y a la espera de que regresara su primo en pocos días, se negó en redondo a que los niños salieran camino de Valencia para después viajar al extranjero. La decidida posición de Ramón respecto a los chicos Fesser les salvó de una segura detención o un destino extraño, porque el camión en el que debían haber escapado fue capturado.

En aquellos pisos de José Abascal, convertidos en suelo extranjero dentro del Madrid republicano, María también se encontró con muchas conocidas. Y con una vieja amiga que, aunque no era íntima, estaba en el círculo más amplio de mujeres católicas que tomaban el té en Sakuska en los buenos tiempos de la monarquía. Se trataba de Elvira Pérez de Santos. Doña Elvira podía entrar y salir de la legación noruega gracias a los buenos contactos de su hijo Ramón con algún comunista, todos camaradas de su hijo mayor, el descarriado ideológico Luis Masa Pérez de Santos.

Un caluroso día de verano, el embajador se presentó con doña Elvira y fueron a ver a María, que estaba en una de las salas cercanas a la cocina con otra dama, tratando de hacer inventario de los víveres que les quedaban y de lo que necesitaban.

—¡María, qué contenta estoy de encontrarte aquí! No sabes qué alegría se vivió en la legación cuando te liberaron. Afortunadamente, el señor embajador lo puede casi todo.

El diplomático acogió con una sonrisa el halago mientras María trataba de ubicar a su interlocutora.

—¿No te acuerdas? Hemos coincidido alguna vez. Soy Elvira Pérez de Santos. Estás magnífica, aunque un poco delgada. ¿Qué te han hecho esos bestias?

Por fin, María se situó. Era una de las conocidas del barrio, de la parroquia de la Concepción y de Sakuska. La hija del zapatero artesano.

—Perdona, Elvira —dijo, acercándose y dejándose besar por la mujer—, no te había reconocido. Han pasado tantas cosas en estos durísimos años…

—Sí, hija, sí. Pero pronto acabará todo. Lo sé de buena tinta.

La charla insulsa continuó durante unos minutos más, aunque la señora de Masa no tenía mucho interés en marcharse. Por fin, el embajador la arrancó de las dependencias cercanas a la cocina y María y la otra dama continuaron con su trabajo, libreta en mano.

—¿Cómo puede entrar y salir así de la embajada? —preguntó María a su compañera.

—Hace un buen trabajo. Es quintacolumnista y trae a don Felix mucha información. Su hijo mayor le ha salido rojo, una desgracia como otra cualquiera. No sabe dónde está, pero los comunistas le permiten moverse con libertad por ser la madre de ese descarriado. Además, no sé cómo —continuó la mujer con las confidencias—, pero trae información de los nuestros. Conoce al doctor Vallejo-Nágera, el gran psiquiatra militar, con el cual el embajador mantiene una buena relación.

—Toda ayuda es poca en estos tiempos. Continuemos —rogó María, al tiempo que archivaba en su memoria los nombres de Elvira Pérez de Santos y de Vallejo-Nágera.

A Schlayer los trabajos del psiquiatra le resultaban muy interesantes. No en vano se basaban en la eugenesia y en las tesis de la raza que mantenía el nacionalsocialismo. Pese a todo, el cónsul noruego era displicente con una parte de ese trabajo. Sabía que Vallejo-Nágera no ahondaba en el tema genético de la raza porque el español, de por sí, era bajito y moreno, con sangre mora o judía. No había más que mirar al gran conductor del golpe militar, su admirado Franco, también conocido por Franquito entre los diplomáticos y los militares.

Con todo, sabía lo que valían los trasiegos de Elvira Pérez de Santos y sus labores de correo. Que pudiera traer algo publicado en la zona de los nacionales, donde los contactos del embajador llegaban con dificultad, le agradaba sobremanera. Por eso, la madre del comunista Luis Masa siempre era muy bien recibida en las casas de José Abascal.

Un tiempo después de que doña Elvira anunciara que el triunfo estaba cercano, cuando la moral entre los encerrados en el refugio noruego estaba ya muy alta y la victoria era inequívoca, la mujer llegó con un regalo para algunos de los acogidos en la legación. Era la revista
Semana Médica Española
, con uno de los artículos de Vallejo-Nágera. El mismo ejemplar que su hijo Luis, el día anterior, había dejado, horrorizado tras leer algunos pasajes, en la gran consola de la entrada de su casa.

A María, que había salido de Conde de Toreno con la firme promesa interior de que dedicaría su vida a redimir a todas las mujeres descarriadas, equivocadas, brutas y analfabetas, le interesó muchísimo la tesis del famoso psiquiatra y militar. Decididamente, los rojos eran rojos no porque tuvieran un defecto genético, sino por el ambiente exterior y miserable en el que vivían, que les convertía en gente inferior de mente estrecha y mezquina. Una vez que triunfara la causa católica y el Alzamiento del Generalísimo, dedicaría su vida a enmendar ese defecto. Especialmente, en los pobres niños de los rojos, que no debían crecer en el mismo ambiente que sus padres. Tenían que ser reconducidos. Cuando terminó de leer el texto de Vallejo-Nágera, María reflexionó. Sin duda, doña Elvira ignoraba por completo lo que encerraba aquel ejemplar y lo que significaba ideológicamente para muchos de los recogidos en la embajada. La madre de aquel comunista era simple, pero útil para la causa.

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