La situación en el Hipódromo era insostenible y un completo fracaso. Además, faltaban efectivos para guardar aquel edificio, que había sido pensado para la libertad, no para albergar una cárcel. La experiencia no duró mucho y un día, Jimena y Trini, con el resto de las madres, la mayoría sin sus hijos, que habían muerto en aquella colina, volvieron a la galería de madres de Ventas. Estaba igual de infecta que cuando la dejaron, sólo que ahora con menos mujeres y niños. Los fusilamientos habían seguido, unos niños habían muerto y otros habían sido entregados al Patronato para la Redención de Penas, la última gran obra, «y simpática», rezaban los artículos del periódico
Redención, semanario para los reclusos y sus familias
. Ese patronato se hacía cargo de los huérfanos y los enviaba a conventos o seminarios en donde, a menudo, se perdía después su pista.
Con el regreso a Ventas, Jimena tuvo la alegría de encontrarse con las antiguas compañeras, con las tristezas nunca digeridas de los últimos fusilamientos, con las madrugadas de los tiros en las tapias del Cementerio del Este, con los piojos más gordos y bien alimentados que en el Hipódromo, con las cucarachas y las chinches. Aunque últimamente se entretenía más en observar los bichos gordos y de coraza negra que la chinche marrón rojiza, aparentemente inocente, escondida durante el día en las grietas de las paredes y siempre dispuesta a chuparles la sangre por la noche.
Una presa, maestra y aficionada a los insectos, les había explicado que cada chinche era capaz de chupar su sangre durante tres minutos mientras dormían. La alergia que les daba a la mayoría de ellas se debía a la saliva que les inyectaban al chupar.
En los niños de Ventas, famélicos, anémicos, bebés, las chinches no hacían sino acentuar su anemia, por ridículo que les pareciera. Además, la suciedad alimentaba a esos bichos, que eran mucho menos entretenidos que los piojos y se escondían a la luz del día. Jimena no se acordaba del nombre de la maestra. Había estado muy poco tiempo con ellas, porque fue conducida a la galería de las penadas y, una madrugada, la fusilaron.
Cuando volvieron a cruzar las siete puertas que tanto frío infundían en el alma de Trini, Jimena recordó que no sólo volvían a la celda, a las compañeras y a las chinches. María Topete estaba allí, al fondo, inconfundible, más grande o más poderosa. O las dos cosas.
Jimena pronto se enteró de que a su amiga Trini la trasladaban al penal de Amorebieta, como a otras camaradas que iban con destino a otros penales repartidos por el país, en un intento de descongestionar aquel campo de concentración. Para ella no había ninguna novedad. Nadie la llamaba, nadie la recordaba. Ella se quedaba allí, a merced de María Topete, vigilada a distancia por su mirada fría. A la espera. ¿De qué?
Ramón estaba desesperado. Cuando doña Elvira regresó de Cercedilla recién entrado el otoño, él aún no había dado con su cuñada. Lo único que había logrado saber, a través de un viejo amigo que tenía contactos en el Ministerio de Gobernación —del cual se había hecho cargo el cuñado de Franco, Ramón Serrano Súñer—, era que de allí había salido a los pocos días de ser sacada de casa por los falangistas. Unas semanas después, el mismo amigo le confirmó que estaba confinada en Ventas.
No había delitos contra ella. Ni siquiera había quedado registrado su paso por los calabozos, de los que ya se filtraban historias siniestras, en susurros, por toda la capital. La mitad de esas historias terminaban en las tapias del cementerio.
A mediados de agosto, el mismo confidente le puso al corriente de un hecho terrible. El día 5 de ese mes se había producido el fusilamiento de trece chicas, algunas de ellas menores de edad, ya conocidas en todas las prisiones como las «trece rosas». Junto con otros muchachos de las Juventudes Socialistas Unificadas, fueron acusadas de conspirar para un supuesto asesinato de Franco el día antes del Desfile de la Victoria. Carmen Castro no tramitó las peticiones de conmutación de la pena.
Tirado en el cuarto de su hermano Luis, en Don Ramón de la Cruz, adonde había regresado tras la desaparición de su cuñada, y con la única compañía de Vicenta y de su abuela, un vegetal, recordó el desfile que había obligado a presenciar a Jimena. Sobre la misma cama de Luis que durante tan pocas semanas había utilizado ella, sintió que un dolor lacerante le taladraba, envenenado por las dudas, hundida la cabeza en la almohada, donde aún quedaban restos del perfume fresco de su cuñada.
Escondió la mano bajo la sábana y encontró un pañuelo y un camisón. El pañuelo blanco, de batista y con una J bordada en la esquina, pespunteado el dobladillo con vainica. El camisón le provocó un mareo, un enorme temblor se extendió por todo su cuerpo, mientras lo arrugaba, se lo llevaba a la cara y, maldiciéndose, volvía a dejarlo donde lo había encontrado. Guardó el pañuelo en uno de sus bolsillos, con un nudo en la garganta que le asfixiaba. No sabía si se daba más asco que lástima.
No le cabía en la cabeza que la pudieran haber detenido o acusado de algo. Ni siquiera tenía el carné de afiliación a las Juventudes Socialistas. Y llevaba la cartilla de racionamiento que él le había conseguido: una señal inequívoca de que estaba a bien con el régimen.
En el calor y la soledad de aquel agosto madrileño, con la ciudad tomada por los falangistas, las sotanas y los requetés, salió a deambular por las calles, buscando en cada esquina el cuerpo menudo, alto y cimbreante de su cuñada, con su trajecito cobalto tan pulcro y arreglado, con los zapatos de medio tacón que ella se había puesto cuando los camisas azules fueron a detenerla. Se lo contó Vicenta. Sólo le habían dejado cambiarse y coger su pequeño bolso negro.
Solía comer él solo en alguno de los restaurantes que anunciaban el «plato único», la última novedad del régimen en aquel Madrid famélico, muerto de hambre, por más que los periódicos anunciasen que llegaban remesas de comida de todos los lugares de España. Así lo publicó la prensa intervenida, censurada toda, a partir del 10 de agosto, cinco días después de que en las tapias del cementerio fusilaran a las trece muchachas y nadie en la calle se diera por enterado. El «plato único» obligaba a todos los restaurantes y fondas a ofrecer en las comidas tres platos. De verdura, de carne y de pescado, pero el cliente sólo podía consumir uno de ellos, además del postre. Se pagaba por los tres platos y, a cambio, daban un tique que demostraba lo patriota que se era por contribuir a la causa.
Madrid comía poco y mal y sus gentes vencidas renqueaban los pies por las calles y agachaban las cabezas al oír el ruido de las botas de falangistas o requetés, de militares de toda clase de graduaciones. Cada amanecer, cientos de personas eran fusiladas.
Muchos callaban y se tapaban los oídos, también fuera de las prisiones, mientras apretaban los labios para no soltar un sollozo, para no vomitar, para no gritar bajo el terror. Otros seguían durmiendo dulcemente. El ruido de los fusiles y de los tiros de gracia les acunaba, porque sabían que esta vez los disparos eran música amiga después de los tres años soportados y ganados. ¡Por fin!
En aquel triste y solitario agosto, Ramón coleccionaba platos de tique único sólo por sentarse y recordar los días de la primavera, como el de la ensaladilla rusa cambiada de nombre, cuando Jimena y él, pese a la tragedia que se cernía sobre sus espaldas y con Luis ya lejos, habían lanzado una carcajada ante un camarero perplejo.
Por las noches o de madrugada, paseaba por una ciudad que hasta a él, que jugaba a ser apolítico, a llevarse bien con todo el mundo, a nadar y a guardar la ropa, le resultaba ajena y triste. No podía quitarse de la cabeza que la mujer de su hermano estaba embarazada. El sudor le recorría el cuerpo y, pese a los más de treinta y cinco grados de la capital, se le quedaba el frío en la espalda, en el pecho, cuando la imaginaba en las circunstancias que decían que estaban las cárceles.
Había mujeres entre los destinatarios de esas decenas, cientos, miles de tiros que se disparaban al amanecer en la tapias de los cementerios de España, dejando las paredes manchadas de masa encefálica y sangre, estampadas durante días, simulando una pintura macabra. No sólo menores, sino viejas, maduras, jóvenes, madres. Él lo sabía, como tantos otros sepultados bajo la losa del silencio.
Tampoco podía contactar con ninguno de los amigos de su hermano. El mismo viejo amigo y ahora confidente le confirmó que los comunistas, o estaban detenidos en Porlier o en San Antón y, como los anarquistas o los socialistas, cada mañana eran fusilados, o habían desaparecido del mapa ante la tenebrosa represión de la que eran víctimas. No tenía más contactos que ese viejo compañero de infancia de él y de Luis que ahora estaba en el ministerio.
Un ministerio cargado de militares, como en los demás departamentos del Gobierno de 1939. Un general o teniente coronel con méritos de guerra era puesto al frente de cada departamento. Ése, a su vez, llamaba a sus correligionarios y héroes de la batalla, otros militares. Y así sucesivamente. Cada departamento ministerial era la cúpula de un cuartel, donde además se iba instalando la cultura de la prebenda, del favor y, por supuesto, la vista gorda con el estraperlo.
Paseaba mientras observaba los viejos carros tirados por borriquillos que recorrían la ciudad intentando limpiar las basuras, y confirmaba que el mercado negro de la República se había convertido en un gran negocio en boca de todos: los estraperlistas. En ese mundo él había vivido y nadado a lo largo de los tres años hambrientos de la capital, durante el asedio de los franquistas. No tenía problemas, porque muchos de los intermediarios del aceite, del pan, de los cereales, de las telas y los paños para su almacén de Pontejos eran los mismos que durante la guerra. Pero era mucho más difícil conseguir información.
Le dolía el estómago. Se asfixiaba y era consciente de que la buena Vicenta, de vigía día y noche para que desayunase y cenase, también sufría. La vieja criada había tomado cariño a la señorita Jimena y siempre había mantenido las distancias con doña Elvira. Al fin y al cabo, ella había llegado a la casa de la mano de don Martín, para cuya madre ya había trabajado con mucho gusto en una casa menos pretenciosa que aquélla y en la que siempre hubo muchos libros y menos imágenes del Sagrado Corazón.
Por alguna extraña razón, pese a la ansiedad que le invadía, no quería ir a ver a su madre a Cercedilla. Era un cobarde, pero no soportaría confirmar la sospecha de que su propia madre, esa que los había engendrado a Luis y a él, hubiera entregado a Jimena. Sería demasiado para su estómago, para su alma culpable y atormentada. Su madre habría sacrificado a la única mujer que sus dos hijos habían querido. Uno, públicamente, contra viento y marea, luchando contra todos los elementos. El otro, viviendo aquel amor en un infierno culpable, corroído, sin admitirlo, porque se había enamorado contra todo pronóstico de la mujer de su hermano cuando éste la había dejado a su cuidado, bajo su protección.
Ramón enviaba disculpas a su madre con cada vecino o amigo de la sierra que regresaba de Navacerrada o de Cercedilla para recuperar su casa en Madrid y celebrar la victoria. Pero no se atrevía a escribirle y pedirle que ayudara a Jimena. Tampoco a indagar si sabía algo de Luis. Cualquier carta, cualquier nombre podía ser útil, aunque era consciente de que su madre, con un instinto notable que quizá su fallecido padre nunca adivinó, había sabido integrarse plenamente con las nuevas mujeres que mandaban en el régimen. Con amistades entre las falangistas, conocía a la hermana del Ausente, José Antonio Primo de Rivera, y a otras muchas damas que, muy ufanas, lucían la mantilla negra en las misas y estaban metidas en algo llamado Auxilio Social, con aquella falsa caridad que a Ramón cada vez le costaba más sobrellevar.
Su rostro, tan parecido en las facciones al de Luis, pero de mentón más cuadrado y ojos de miel frente a los verdes de su hermano, sonreía en una mueca triste bajo el peso de sus pensamientos cuando pasaba por las puertas de algún templo y observaba a los desharrapados que esperaban las sobras para comer. De momento, de poco o nada había servido la cartilla de racionamiento que se había impuesto el 14 de mayo, y que él, con tan buenos contactos y sus «¡Arriba España!» consiguió para Jimena. La gente hacía estraperlo con lo que podía conseguir, incluido lo poco que les tocaba con la cartilla.
—Ten cuidado, Ramón. Te estás poniendo muy pesado con lo de tu cuñada.
Así se lo advirtió su amigo, el confidente de las altas esferas, que tenía acceso al círculo de Serrano Súñer y de varios militares. Se lo dijo una tarde mientras estaban sentados en La Mallorquina, en la misma Puerta del Sol por la que él paseó e intentó proteger a Jimena.
—¿Me lo tomo como una advertencia o como un consejo?
—Como las dos cosas. Aunque tu madre está muy bien situada, tu hermano es un rojo escondido, un escapado. Un comunista. Te pusiste muy pesado en Gobernación. Ahora ya sabes que está en Ventas. Déjalo ya.
—Pero ¿de qué se la acusa?
—De nada. Y no tengas miedo, no la han llamado nunca a diligencias. Por tanto, está todavía entera.
—Eso lo dices tú. Dame alguna garantía. Y ya sé lo que es llamar a diligencias: los torturan o se los llevan a las tapias del cementerio sin más.
—Baja la voz, coño. Me vas a meter en un lío. Sólo te lo digo otra vez, ten cuidado.
—Tengo dinero. ¿Se puede hacer algo con dinero? O consígueme una visita.
—No lo sé. Creo que es mejor que de todo esto hables con tu madre.
Esa última frase fue un mazazo.
—¿Cómo que hable con mi madre? ¿Qué tiene que ver mi madre en todo esto?
—Venga, hombre, no te pongas así. A lo mejor a tu cuñada la tienen en Ventas porque tu madre no quiere que vaya diciendo por ahí que se casó con tu hermano. La verdad es que la mujer ha tenido mucho que aguantar. Y tú, sigue comiendo el plato único y acumula tiques. Tienes que hacer méritos. No te pongas pálido ni me amenaces. Nos conocemos desde el colegio y hace años que no nos vapuleamos. Desde los recreos. Todo lo que te estoy diciendo ya lo sabías, pero no quieres reconocerlo.
La silla cayó al suelo de la fuerza con la que Ramón se levantó de la mesa. El velador se tambaleó y, sin despedirse de su antiguo amigo, salió a la calle, chocando de frente con la puerta de Gobernación, de donde cada día y cada noche seguían saliendo gritos, horrores, torturas, ante el silencio cabizbajo de todos los viandantes, que aceleraban el paso al pasar por delante.