Si a los tres años no he vuelto (13 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Jimena aprendió eso con Trini y con las otras compañeras de celda por las noches y en el patio, cada vez más extenuadas por el hambre y la falta de agua. Pero su amiga siempre pensó que tenía algo distinto, etéreo, que era capaz de mirar a la Veneno, una de las funcionarias más crueles, sin verla, como si la repugnante guardiana fuera más transparente que el agua de una fuente. Un día, en otra conversación en el patio, así se lo comentó.

—¿Cómo haces para no verlas? Las haces invisibles, como si fueran agua. O será que me lo parece por la sed que pasamos.

—Sí, agua que corre en las caceras de mi pueblo, porque si estuviera estancada se reflejarían en ella. Y yo no quiero que su reflejo se detenga ni un segundo en mis ojos, Trini. No existen.

—Salvo cuando nos inflan a hostias.

—Tampoco. Los golpes nos los dan unas tipas que son basura y quieren convertirnos en basura a nosotras. Ellas lo son por dentro, mientras que de nosotras sólo conseguirán que lo seamos por fuera.

—¿De dónde coño sacas esas ideas, esa fuerza, con el lío ideológico que tienes en la cabeza?

—No lo sé. Del miedo. Del recuerdo de mi abuela, de mi madre. ¿O es que tú no sacas toda la fuerza de tu abuela Trini?

Y la Gallego se calló. Sí, ella tiraba cada día adelante mirando a su abuela, a la que nada ni nadie, por más suelos que había restregado en escaleras de madera y pisos de ricos con lejía y cepillo de raíces, con la espalda doblada, nunca, nadie, había podido humillar.

Segunda parte
1

Cuando la galerna se abatía sobre Ondarreta, la niña María Topete Fernández se sentía feliz de estar en la Torre Satrústegui, en aquel palacio de cuento y en aquel dormitorio que compartía con alguna de sus cuatro primas. Era un día de agosto de la segunda década del siglo, pero no había llegado la Gran Guerra. El atardecer se había hecho noche por culpa de negros nubarrones fabricados con la pez más espesa.

—Amenaza una galerna frontal —había anunciado solemnemente Enrique Satrústegui a su esposa, sus hijos y sus sobrinos.

Desde ese momento, había poco más de diez minutos para preparar el palacio contra los embates de la malvada, pero sus habitantes estaban tan entrenados que, como si el primer soplo del viento del noroeste fuera el toque de corneta, en la hermosa mansión todo funcionaba como un reloj para enfrentarse a la enemiga.

Un trajín de criados uniformados cerraban ventanas, atrancaban postigos, retiraban enormes macetas y butacas, prendían lámparas por los cuatro pisos y daban un aire de misterio tembloroso a todas las salas.

A María le emocionaban aquellas nubes siniestras después de un día de juegos por la playa y los hermosos jardines del palacio, esos que su tía Rosita, la baronesa, siempre decía que había creado el francés Ducassé. Ella había tenido buen cuidado de aprenderse el nombre, porque sonaba a duque, y María estaba enamorada de la nobleza desde su infancia.

El grueso de la chiquillería —los bebés ya estaban con las nanas camino de los cambiadores, los pijamas y las cenas— se arremolinaba alrededor de María Rosa Fernández Vicuña, la señora de la Torre, en cuanto oían echarse los postigos. Sentadas sobre confortables cojines esparcidos por el suelo, las niñas y las muchachas se agarraban de la mano unas a otras al oír cómo batía el viento en las contraventanas, mientras los chicos y María se hacían los valientes.

Estaban resguardados en uno de los acogedores salones de la segunda planta, vestido con muebles de caoba y nogal de estilo inglés, mezclados con los de toque colonial que habían ido llegando en los barcos de la naviera familiar, allende los mares. Las mecedoras, los sofás y las butacas tapizados con suaves terciopelos, adamascados en colores sólidos o hermosos estampados ingleses, junto a los altos orejeros de respaldo capitoné de cuero ya ajado, convertían aquella estancia en un refugio para las tardes de lluvia norteña.

La entrada de la tía Rosita, con su vestido verde haciendo frufrú sobre las nobles maderas del suelo, seguida de la institutriz francesa —la mejor para las historias, pensó la niña María, que admiraba a la
frau
alemana por su porte y amor al orden, no gustaba de la envarada
nurse
inglesa y le encantaba la dulzura de la francesa—, aumentó la ansiedad en las caras de los chicos. Tía Rosita tomó asiento en la butaca más cercana a la chimenea, con el enorme mirador a sus espaldas, ahora bien cerrado. A través de los cristales se sentía al viento noroeste, que luchaba por entrar en la casa.

Comenzaba la hora de los rezos y luego la de las historias, de bajar la voz para contar los cuentos o verdades sobre el último barco que había naufragado un año antes, o dos, o treinta. Las anécdotas de aquellos pobres marineros o pescadores que lograban llegar hasta la playa, náufragos agarrados a los maderos, restos de sus humildes barcas o de los grandes mercantes, ponían los pelos de punta a María y a todos sus primos, aunque ella era de las que mejor disimulaba y mantenía la entereza.

La señora de la Torre comenzaba por relatar cómo había sido su estreno de noche de galerna en el palacio. Era su primer verano de casada en San Sebastián y estaba en la cama, con un libro de historias de santos recostado sobre el pecho y rezando muy bajito, para que el tío Enrique no se riera más de ella, una buena chica que había nacido en Santiago de Chile. Ella no conocía las bravuras del mar Cantábrico, ni las olas de cuatro metros que rompían contra las rocas en un rugir de monstruos que salían de las profundidades de la tierra, por debajo del mar, donde estaba el infierno del malvado Satanás, y que con sus brazos larguísimos aporreaban las ventanas de aquella enorme mansión queriendo entrar para llevársela.

Al principio de la galerna, cuando la vio encogerse en la cama, su marido, divertido, le había contado una historia mitad verdad, mitad mentira.

—La galerna del Cantábrico es una mujer malvada que se enfada a menudo y se llena de aire caliente. Vive en el corazón de los Picos de Europa, en Asturias, frente al mar, y el aire que lleva dentro se va calentando y calentando y cuando está a punto de explotar, otro viento temible y más frío del noroeste, que quiere enfadarla más aún, la ayuda a reventar. Entonces, aliados la galerna de aire caliente y el viento helado más frío forman este terrible monstruo que viene hacia nosotros para devorarnos.

Enrique estaba encantado con su historia. Ya quisiera que su tutor se la hubiera contado a él así de bien, pero no pudo dejar de sorprenderse al ver que su mujer, una niña recién casada, se escurría más en las sábanas, aterrada. Entonces cambió el tono, más compadecido ya que divertido.

—Rosita, por Dios, no tengas miedo. Estamos en una bahía. Ni rugen los monstruos del mar ni van a romperse los cristales. Son las ramas de los abedules y los robles. Mujer, estamos sobre un monte, el monte Igueldo, ¿es que lo has olvidado? —decía el tío Enrique a su joven esposa, con voz tierna.

Y la señora de la Torre continuaba con su relato a los niños:

—Pero yo, queridos niños, tenía mucho miedo, porque aún recordaba el viaje que había hecho con mis hermanas, la tía Ángela, tu mamá, María, y la tía Felisa. Mi padre, vuestro abuelo Braulio, también se reía de nosotras cuando las olas pasaban por la cubierta del barco y nos moríamos de miedo, abrazadas las tres en nuestro camarote.

—Sí, eso ya nos lo habéis contado, tía. Pero ¿qué pasó en una noche de galerna como ésta? —preguntó María, que desde muy pronto había comenzado a temer el desorden en las narraciones de los mayores. Odiaba la dispersión de los objetivos en las mentes no muy ordenadas. Ahora estaba inquieta porque no quería que su tía perdiera el hilo.

Eran pocas las veces que la niña Topete podía quedarse a dormir en la Torre con sus primas. Los Topete Fernández eran diez hermanos, con no mucha diferencia de edad. María ocupaba el puesto número seis. Siete chicas y tres chicos competían para lograr ser el elegido y quedarse a dormir con los primos Satrústegui en la Torre, el hogar de los veranos donostiarras para todas las ramas familiares de Enrique Satrústegui y Rosa Fernández Vicuña. Y dormir allí una noche de galerna era una aventura, pensaba la niña invitada.

A María no le gustaba desperdiciar las oportunidades, acostumbrada como estaba desde muy corta edad a sobrevivir entre tantos hermanos con ayuda del orden y a la caza de la primera posibilidad para no ser ignorada, pese a los esfuerzos que Ángela Fernández Vicuña, su madre, y Ramón Topete, su padre, hacían por ser justos con todos sus hijos.

Tía Rosita sonrió ante la impaciencia de su sobrina.

—Pues veréis, de pronto las aldabas de la gran puerta de la Torre sonaron, atronando hasta el cuarto piso. Es como si ahora escuchaseis «¡pum, pum!», y luego «¡naufragio, ayuda, socorro!» con una voz de hombre muy ronca, muy sofocada. Y el tío Enrique me tomaba el pelo. Cuando oyó las aldabas, dejó de sonreír. Sí, había habido un naufragio. Entonces saltó de la cama, se quitó el gorro de dormir y se puso la bata y las pantuflas y me ordenó que no me moviera. Pero yo no quería quedarme sola y seguían sonando los golpes. Todo el suelo de la casa crujía, alguien arrastraba los pies por el pasillo de la tercera planta…

—¡Qué miedo! —exclamó uno de los primos.

—Chissss, callaos o no oiremos ni a la tía ni al demonio salido del mar que arrastraba los pies por la casa —murmuró María en el tono de su tía.

—Ay, María, no nos metas miedo —gritó la más pequeña, aferrándose a la falda del hermoso vestido de seda que llevaba su madre.

—Entonces, vi una sombra muy larga, muy larga, que bajaba por la escalera principal y se movía temblando, y yo no sabía si meterme en la cama y taparme la cabeza, o salir detrás del tío Enrique, aun a costa de desobedecerle, que ya sabéis que nunca lo hago ni lo deberéis hacer vosotras con vuestros futuros maridos o mayores. Pero de pronto, cuando iba a gritar porque la sombra cubría ya a Enrique —seguía la voz hermosa y bien educada de la tía—, comprendí que no era el fantasma del bueno del tío abuelo Joaquín, el primer barón de Satrústegui, que mandó construir esta casa y el pobre nunca pudo verla terminada.

—¿Y quién era, mamá?

—Era vuestro abuelo Patricio, el padre de papá, que traía una lámpara en la mano e iba seguido ya por algunos de los criados que habían ido a buscarle. La galerna parecía que quería arrancar las dos torres de la casa. Todos bajaban corriendo las escaleras, que crujían tanto como ahora y eran igual de hermosas, aunque más nuevas. Fue entonces cuando me llevé otro enorme susto. La tía Ángela y la tía Felisa, las dos aún solteras e invitadas a pasar unos días con nosotros, estaban en una esquina de la segunda planta, asomando sus cabezas cubiertas con los blancos gorros de dormir, y tenían más miedo que yo. Chocaron con el abuelo y papá, que casi se las llevan por delante. Gracias a Dios, vuestro padre les ordenó subir conmigo. Las tres nos sentamos en la cama, recostadas en los almohadones, y empezamos a rezar con un rosario que yo tenía en la mesilla. Estábamos convencidas de que los brazos de los monstruos del mar, como yo les decía, iban a entrar por las ventanas y a llevarnos. Rezamos y rezamos, hasta que ya al amanecer nos quedamos dormidas.

»A1 día siguiente por la mañana, el abuelo y papá nos contaron que casi todos los hombres del naufragio se habían salvado. La galerna ya había pasado, aunque había dejado destrozos en el puerto y restos de barcos en la playa. Seguramente, Dios escuchó nuestros rezos.

La tía Rosita era así de buena y meticulosa. Hasta para detallar cosas como lo del fantasma del primer barón de Satrústegui que le daba miedo, pero sus historias siempre acababan bien, pensaba ahora María, mientras los pinos, los castaños, los manzanos, los abedules, todos los árboles del monte Igueldo que alguna de las institutrices les hacía repasar en los paseos estivales amenazaban con entrar por la ventana del cuarto que compartía con sus primas. Las otras niñas dormían. María no. Imaginaba.

Sólo que no se estaba imaginando que a ella la atrapaba un monstruo que salía del mar para robarlas de aquella habitación con camitas de altos cabeceros, vestidas con sábanas blancas rematadas en hermosos encajes y colchas también blancas y drapeadas, que contrastaban con los maravillosos paneles de madera que cubrían una parte del cuarto y amortiguaban la humedad que se metía por todos los rincones del palacio.

La niña María tampoco soñaba con morir mártir y ser santa, como algunas de sus hermanas y primas, aunque ella quería muchísimo al Niño Jesús, que era niño como ella y estaba en los cielos. No. Ella soñaba en convertirse en una princesa rubia con un vestido azul y bordado de dorados, como las de los cuentos, y que del mar salía un príncipe valiente que venía a buscarla y la llevaba en un barco blanco y grande, en el que los dos salvarían al mundo, con la ayuda de Dios, claro, como siempre decía su madre, pero luchando contra los moros en Tierra Santa, como también contaba su madre que habían hecho muchos caballeros y príncipes cruzados. Aunque nunca hablaban de que hubiera
caballeras
por aquellos lugares santos. Bueno, Santa Juana de Arco sí que fue como una
caballera
, aunque no había luchado contra los moros.

Mientras su rubia cabeza iba relajándose sobre la almohada y los párpados cubrían sus ojos azules, María pensaba que el príncipe y ella tendrían una casa tan bonita como la Torre Satrústegui o el Palacio de Miramar, con unos jardines encantados a los que también invitaría a pasear a las reinas María Cristina y Victoria Eugenia, Ena, como decía tía Rosita cuando estaban a solas con la mamá de las infantas Beatriz y Cristina, que era una reina de verdad, casada con un rey de España de verdad, don Alfonso XIII.

Todo eso lo sabía muy bien la niña María, porque, aunque sus amigas Beatriz y Cristina tenían otro palacio en Santander —seguro que menos bonito y, desde luego, con nombre más feo: ¿cómo se podía poner a un palacio un nombre de chica como Magdalena?—, seguían escapándose con sus hermanos a ver a la abuela reina María Cristina al de Miramar, tan cerca de la Torre.

Cuando regresaban al lado de la reina, los infantes Alfonso y Jaime y las infantas Beatriz y Cristina invitaban a los primos Satrústegui y Topete a merendar, o éstos iban a la Torre; pero nunca a casa de María y sus nueve hermanos. Su piso de verano era demasiado pequeño para juntar a todos y no había tan hermosos jardines.

María era mayor que las infantas, cercanas a la edad de su hermana Blanca y de sus primas más pequeñas. Era una criatura meticulosa y observadora que se maravillaba de lo graciosas y elegantes que siempre iban vestidas las princesas. Sí, porque ella, en su fuero interno, gustaba de llamarlas princesas, porque eran hijas de reyes, como en los cuentos. Lo de infantas le parecía más vulgar.

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