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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (14 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Y estaba la reina abuela, o reina madre, como la llamaban los mayores, a quien siempre recordaría como la primera vez que la vio. Tan extranjera, castaña clara, de pelo rizado y piel tan blanca. Elegante y con ese moño y esos vestidos hermosos, de rasos frescos, maravillosos. Alta, envarada, digna.

Aunque María conocía a la reina María Cristina de toda la vida, había conservado en su retina la primera vez que la había visto. Fue a principios de un verano; de eso estaba segura por la luz y el color del jardín. Desde luego, el retrato de su memoria lo capturó en la Torre, que aún no tenía tanto musgo ni enredaderas en la fachada.

Cuando María nació, en 1900, la Torre Satrústegui, que habían mandado edificar el barón Joaquín Satrústegui Briz —ese que tía Rosita creía aquella noche de galerna que iba a aparecer convertido en fantasma— y su hermano Patricio, el abuelo de sus primas, era ya un magnífico edificio de estilo inglés que, con sólo diecisiete años de vida, parecía haber estado allí siempre.

El mar Cantábrico, las lluvias, los vientos y la brisa marina que acaricia o sacude Igueldo, depende de sus ganas, junto con la hermosa vegetación y el parque que rodeaban la Torre inspirada en el Renacimiento inglés del siglo XVII vistieron pronto al edificio con una pátina de húmedo verdín, visible allá donde no trepaban las enredaderas. La impresión de vetusta elegancia británica la había impuesto el clima norteño, al humedecer las piedras de sillería.

En muchas tardes de lluvia y frío, María, sus hermanos y sus primos habían oído contar cómo el barón de Satrústegui había invitado a la reina madre a pasar el verano de 1887 en la Torre, mientras se acababa el Palacio de Miramar, tan hermoso también, con aquellas torres y tejados puntiagudos.

La tía Rosita y Ángela, su madre, les habían enseñado cuadros de aquellos tiempos, con la reina madre recién enviudada, toda vestida de negro, y su hijito tan blanquito y pequeño en los brazos. Pero a las niñas Topete y Satrústegui siempre les había gustado más recordar a la abuela de sus amigas Beatriz y Cristina con los vestidos de los veranos posteriores, cuando ellas la conocieron, paseando por los salones entelados de flores, muebles blancos y grandes arañas de cristal que cubrían Miramar. Ya no vestía de luto riguroso, sino con trajes claros o hermosas faldas con adornos de guirnaldas en los bajos y con blancas camisas de cuellos altos, rematados en exquisitos encajes o gargantillas de brillantes o esmeraldas, su pelo castaño y rizado recogido con alguna diadema real y elegantes moños. María siempre soñaba con hacerse aquellos moños.

En casa del barón había alguna foto y daguerrotipo de aquel lejano verano, cuando la tía Rosita aún no había aparecido en la vida de los Satrústegui, porque vivía en ultramar, en Santiago de Chile. Fue después, al llegar a España con el abuelo Braulio, cuando los sueños pergeñados por las tres guapas hermanas —Rosa, Felisa y Ángela Fernández Vicuña— desde que supieron que iban a vivir en la madre patria comenzaron a construirse. Para las niñas de las colonias, conocer a toda una reina de España, como María Cristina de Habsburgo y Lorena, emparentada con el rey de Inglaterra y las casas reales más importantes de Europa, había sido hacer realidad su cuento de princesas de cuando eran niñas.

De las tres hermanas, una había tenido más suerte que las otras. Tía Rosita y Ángela se profesaban un cariño fraternal profundo, pero Rosa, consciente de que su enlace con Enrique Satrústegui había sido más ventajoso que el de su hermana Ángela con Ramón Topete —su cuñado era un abogado de rancio apellido marino, pero con escasos posibles para mantener el tren de vida de la sociedad aristocrática y burguesa que les rodeaba—, pronto convirtió la Torre en la casa madre de toda la prole de primos y hermanos.

No sólo los hijos de Ángela, sino también los de la tercera hermana, Felisa, casada con un Fesser, se enseñorearon de los estíos donostiarras en aquel lugar maravilloso. Con el tiempo, serían los niños de Ángela los que más jugarían con los primos Satrústegui en la Torre, conformándose así un clan que duraría hasta finales del siglo XX, cuando las cuartas y quintas generaciones de primos ya fueron perdiendo el contacto y los valores de toda la prole no eran compartidos de la misma manera.

A ese ambiente donostiarra, en el que se mezclaban la monarquía, la aristocracia y la nueva burguesía pudiente de los navieros que hacían fortuna en las colonias de América y los empresarios que pujaban en la cercana Bilbao con los altos hornos, llegaban cada verano María y sus hermanos, ajenos a los intereses económicos y políticos que les rodeaban.

Lentamente, en la piel de la niña no sólo se adherían las sensaciones de las noches mágicas de galerna, sino los pequeños detalles del lujo austero y la elegancia que después la perseguirían durante toda una vida, aun a costa de otras privaciones vitales.

Cada día del verano donostiarra que Ángela Fernández Vicuña, la madre de la tropa, conminaba a sus hijos a arreglarse con sus mejores galas para subir a Igueldo a ver a los primos Satrústegui y a los infantes que pasaban de visita, las protestas se oían por toda la casa, aunque al final todo terminaba felizmente. Por fortuna, no siempre estaban los diez chicos juntos.

—Mamá, ¡María me ha perdido el sombrero! Le he dicho mil veces que no toque mis cosas, que no coja nada de mis cajones ni de los de Carmen —protestaba la poderosa Amalia, la segunda de las siete chicas, más fuerte que sus hermanas, con unos ojos enormes y una autoridad sorprendente para sus diecisiete años bien cumplidos.

A María era a la que menos le imponía.

—Si quieres ser como una novicia enamorada del Sagrado Corazón, a él seguro que le da igual que lleves un sombrero u otro. Es mejor que nadie se enamore de ti para que Jesús no se ponga celoso.

—¡Eres una impresentable, María! Y casi una sacrílega.

Carmen, la mayor de los diez Topete, era la que ponía orden entre aquellos dos fuertes caracteres mientras su madre arreglaba a los pequeños con la única criada que tenían ese verano.

—Por favor, por favor, no seáis maleducadas las dos. Parece mentira, Amalia, no le hagas caso. Coge mi sombrero de cinta blanca y ve a ayudar a mamá y a la muchacha a vestir y a peinar a Blanca, a Rosita y a Josefina. Todavía tienen que cambiar a Menchita los zapatitos y los pañales. Os esperamos abajo con los chicos.

Amalia salía refunfuñando de la habitación que compartían las mayores, seguida de una mirada divertida y triunfadora de María. Ella llevaría el sombrero blanco que la tía Rosita había traído la temporada pasada de Biarritz, con hermosas cintas de raso y flores menudas de suaves colores primaverales. Quedaría perfecto sobre su melena rubia.

—María, no puedes ser así. Estás todos los días chinchándola. Es más mayor que tú.

—Perdona, Carmen, es una mandona.

—Mira quién fue a hablar.

La recriminación de la sensata Carmen a la sexta de la tropa fue interrumpida por Juan, el mayor de los chicos, que en ese momento entró en la habitación.

—Oye, ¿qué hacéis? A Ángel y a Ramón les están saliendo raíces de los zapatos esperando abajo en la esquina. Hemos quedado con los primos y el infante don Alfonso para hablar de los rudimentos del polo.

María estuvo a punto de preguntar cómo un infante tan débil como don Alfonso, con esa enfermedad que no se nombraba nunca, iba a jugar al polo, pero optó por callarse a tiempo. Desde su adolescencia precoz, comprendió que la familia de la reina María Cristina, su hijos y sus nietos eran sagrados para toda la rama familiar de sus padres, ya fueran Topete o Satrústegui Fernández. Los problemas físicos de don Alfonso o la sordera de don Jaime eran temas tabúes. No existían.

—Ya bajamos, Ángel —respondió la comedida Carmen a su hermano, cambiando una mirada cómplice—. Voy a hablar con mamá, por si quiere que tú y yo vayamos subiendo con éstos o prefiere que esperemos a los pequeños.

Dos de los hermanos Topete mayores tenían plena conciencia de que en su casa no había más que una doncella para todo. Pero ya lo habían aceptado con la dignidad y la resignación que les habían enseñado sus padres y la humildad del Sagrado Corazón de Jesús, siempre presente en aquel hogar. María estaba en proceso de aprendizaje.

Esa resignación y esa humildad se llevaban con la cabeza bien alta entre una prole en la que eran todos guapos y distinguidos. Si albergaban algún resentimiento, lo ocultaban.

A menudo, la madre permitía a sus vástagos mayores avanzar con una parte de los ya endomingados hacia el hermoso palacio del monte Igueldo, donde la tía Rosita solía preparar una merienda norteña, repleta de picatostes, bollos de todas las clases, chocolates, limonadas, tés y cafés para agasajar a los nietos de la reina madre, recién llegados hacía unos días a San Sebastián, como en los viejos tiempos.

Subir desde el piso alquilado en la avenida Zumalacárregui, justo al inicio de la playa de Ondarreta, hasta la Torre, lloviese o no, era un paseo, pero la recompensa bien merecía la pena. Las meriendas en la Torre Satrústegui eran auténticos banquetes y además se respiraba tranquilidad y cariño por parte de la tía Rosita.

Como una gallina que abre las alas desde junio hasta septiembre, la baronesa de Satrústegui acogía a todos los polluelos de sus hermanas y también a una gran parte de la prole de sus sobrinos políticos, los hijos de los cinco hermanos de Enrique, pero con una ligera inclinación hacia los de Ángela y Ramón Topete, menos pudientes. Las institutrices, ya fueran inglesas, francesas o alemanas —dependía de las necesidades de los más mayores—, se compartían con los chicos de las hermanas Fernández mientras pasaban el día en la residencia del monte Igueldo.

A veces, los primos se trasladaban a la cercana Bilbao, donde frecuentaban lo más granado de los apellidos del norte, ya fueran aristócratas o industriales, burgueses venidos a más: los Ybarra, los Aznar, los Oriol, los Urquijo, los López y López, los Vilallonga, los Zabalburu, los De la Sota…

La niña María pronto se aprendió todos aquellos apellidos, creció entre ellos, se consideró una más, incluso soñó con que el príncipe del mar que la rescataría en las noches de galerna estaba entre aquellas familias, amigos de su infancia, de edades muy similares.

—Pero, María, ¿qué haces? Mamá está esperando el camafeo…

Amalia se quedó con la palabra en la boca y luego no pudo contener la carcajada.

—Te has puesto el camafeo con la cinta de terciopelo por la cabeza. Es para el cuello, bobita.

—Es para el cuello de mamá, pero cuando yo sea princesa o infanta, lo llevaré así, en la frente, como una diadema de reina.

—Eres una pretenciosa, María. Y una presumida. ¿Por qué te has creído que te vas a casar con un príncipe?

Amalia nunca le daba tregua. La rivalidad entre las dos hermanas más fuertes de carácter era una preocupación para sus padres; aunque de momento siempre ganaba la mayor, María iba aprendiendo a defenderse.

—¿Y tú por qué te has creído que Cristo estará contento de desposarse contigo? ¿No era él también un rey?

—Más que boba, eres una majadera. Ahora no tengo tiempo para decirte cuatro verdades que te bajen los humos. Vamos, quítate eso, que mamá no vea tu falta de humildad. Está esperando con los pequeños abajo.

—Yo soy humilde y tan creyente como tú…

—Sí, ya lo veo —respondió Amalia, irritada, en parte también porque era consciente de ser más mayor y no sabía contenerse a tiempo frente a las ínfulas de una de sus hermanas pequeñas. Ella no quería que sufrieran como todos.

Pero ni el carácter fuerte ni la fe de Amalia serían suficientes para proteger a sus hermanos. Muy poco tiempo después de aquel atardecer en el que tía Rosita relató su primera vivencia del viento del noroeste enfadado con las aguas del Cantábrico, María comenzó a comprender que todo aquel entorno no le pertenecía. Era un préstamo educado de su familia materna. El aprendizaje fue doloroso.

2

La Torre fue un dispendio que los Satrústegui ya se podían permitir a finales del siglo XIX, aunque el gran hombre de negocios de la familia, don Patricio Satrústegui Briz, se pensaba muy bien los gastos, porque era un excelente comerciante e industrial. Nunca olvidó sus orígenes y lo que le había costado prosperar en las Américas.

Fue allí, entre La Habana y las Antillas, donde se afianzó la amistad de por vida entre el hábil Patricio y el aventurero y ambicioso Antonio López López, primer marqués de Comillas.

Cuando por la Torre Satrústegui correteaban sus hijos y los de sus cuñados, don Patricio, el suegro de tía Rosita, era ya un hombre viajado. Se había casado con Georgina Barrié Labrós, hermana del mariscal de campo Enrique Barrié Labrós, famoso por haber votado a favor de que se instalara una factoría naval en Cádiz.

Todo quedaba en casa, entre amigos y familiares, entre complicidades y negocios forjados al otro lado del Atlántico, porque los Barrié Labrós también formaban parte del entramado del marqués de Comillas y trabaron amistad con los Satrústegui. Patricio era el principal socio del marqués. Juntos habían fundado la compañía naviera La Trasatlántica a finales del siglo XIX, una empresa que atravesaría todas las tormentas del penoso siglo XX español, aunque no sin dificultades.

Desde tiempos inmemoriales, sobre las cenizas de un imperio se reafirma otro y, en esta ocasión, la historia no iba a ser diferente. Fue Patricio quien viajó en varias ocasiones a Inglaterra y a Amberes para comprar la flota de vapores de la arruinada Sociedad Trasatlántica Belga, que cubría la línea Bélgica-América del Sur con buques de vapor. También quien negoció con las autoridades españolas la aprobación de los barcos recién adquiridos, cerrando lo que resultaría un contrato histórico.

El gran naviero y empresario dejo así establecido en la familia la importancia que para los negocios tenían las buenas relaciones con el gobierno de turno y, sobre todo, con la monarquía. Para tales fines, los signos de bonanza y alta clase social, como la casona de la Torre Satrústegui, eran todo un símbolo.

Las dos torres laterales almenadas, de forma hexagonal, junto a la gran escalinata que daba acceso desde el jardín al porche, ayudaban a las ensoñaciones de la jovencita María, que, como sus seis hermanas y sus primas Satrústegui, siempre recordaría a la reina María Cristina y a sus nietas, vestidas con vaporosos trajes blancos, subiendo aquellas escaleras. La regente sujetaba en su mano izquierda la sombrilla mientras la derecha, enguantada con mitones de un suave tejido veraniego, se deslizaba por la barandilla, sin mancharse de musgo, como si la mano alada de María Cristina nunca terminara de posarse, mientras el corsé mantenía rígida su cintura de avispa, pese a la edad. La reina madre subía los peldaños sin pisarlos, y un tenue rayo de sol se reflejaba en el pelo aún cobrizo de la viuda de Alfonso XII. Tal era el recuerdo que de ella mantenía María, atrapado en el marco del verano donostiarra.

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