Tras la breve ceremonia, Luis se escapó un momento para llevar los papeles al Registro Civil mientras Ramón, Leoncio y Jimena le esperaban tomando un vino en la plaza de las Salesas. Después comieron juntos en una tasca de Barquillo, durante una comida que a Luis se le antojó una eternidad, porque sólo soñaba con llegar al piso de Pontejos y perderse en la cama de sábanas blancas que su mujer —sí, su mujer, cómo le sonaba de dulce y extraño— había dejado hecha por la mañana temprano.
Todo lo soñado, lo sospechado durante esos años, aquel recuerdo adolescente que se llevó de El Paular de la joven con piel de melocotón, se había convertido en una realidad confirmada. Jimena y él eran uno. En el amor, en la vida diaria, en la necesidad de saber, que en la joven se estaba convirtiendo en ansiedad. Aunque no se había hecho el carné de las Juventudes Socialistas Unificadas —y Luis no le había confesado que tenía el del Partido Comunista ni que era un miembro activo—, cada tarde, tras la siesta, cada uno se encaminaba a sus respectivos lugares de ayuda a la guerra en la retaguardia. Luis, a la sede del partido, a enterarse de cómo estaban las cosas y en espera de pasar la revisión última en el hospital de Maudes, antes de reincorporarse al frente. Jimena, al taller que había encontrado a través de las JSU, donde se seguía cosiendo, o más bien remendando, la poca ropa que quedaba para las tropas.
Pero aquel día 12 de mayo, el día de su boda, después de hacer el amor cuanto quisieran y sin mala conciencia, Jimena y él irían al cine. Ella no había ido más que una vez en su vida, cuando estuvo en casa de sus primas en Madrid. Tenía pensada la película. En el Avenida ponían
Sueños de juventud
, de Katharine Hepburn y Fred MacMurray.
La miró de nuevo, sentada al lado de su hermano. Para la ocasión, tan pobre para una muchacha de pueblo que seguramente habría soñado con ir de blanco, como una reina, como hacían las hijas de las amigas de su madre, Jimena se había puesto su traje de chaqueta azul cobalto, con ribetes de piqué blancos, el único que tenía y que él ya sabía que había heredado de una de las muchachas de la Institución que veraneaban en El Paular. Carmen cosía bien y ella y su hija lo habían ajustado a la cintura de avispa de Jimena, añadiéndole un cinturón negro, ancho, que la hacía más esbelta y flaca de lo que era. Lo arreglaron un par de días antes de salir del pueblo y, seguramente, Carmen nunca imaginó que aquél iba a ser el traje de boda de su hija mayor.
La tarde anterior, Luis la había obligado a comprar unos zapatos de medio tacón, en vez de los de cordones de colegial que llevaba desde que la conocía, aunque siempre relucientes. Fue imposible conseguir unas medias de seda.
Subida sobre los tacones, con su traje de chaqueta y un pañuelo al cuello, más un hermoso recogido que se había hecho como si fuera un moño, terminado con sus rizos en lo alto de la nuca, Luis creyó por un momento que su novia tenía hasta un aire a lo Hepburn. «Sí, realmente estoy embobado», se confesó. Pero la encontraba tan hermosa, cada día descubría alguna de sus virtudes. Cuando paseaban, Jimena preguntaba cómo era posible que siguieran abiertos los cafés, con gente alegre dentro; por qué los cuadros del Museo del Prado habían sido evacuados, si a ella le hubiera encantado verlos; y en la Cuesta de Moyano, Jimena disfrutaba como una niña cada vez que Luis le descubría alguno de los libros cuyo autor ella había conocido en El Paular.
Luis reflexionaba sobre todo lo vivido durante esos días mientras la miraba y, de pronto, llegó el esperado final. Su hermano Ramón propuso un brindis con una botella de champán que mejor no saber de dónde había salido. La había llevado envuelta en un periódico. Y un puro, que Luis se guardó, apresurado, porque era una ostentación en ese Madrid apenas ya sin tabaco. Se despidieron de los dos, de Ramón y de Leoncio, atropelladamente, y cuando ambos se giraron camino de Recoletos, Jimena le paró.
—Lo siento, acompáñame. Es por mi madre. Quiero entrar cogida de la mano en la iglesia.
Cogidos de la mano, entraron unos segundos en la iglesia de Santa Bárbara. Ni una palabra, ni un comentario. Jimena le pidió perdón a su madre en silencio. Sabía que no lo entendería nunca, pero no tenía ningún sentimiento de haberle fallado.
Del brazo de Luis y con los pies deshechos por los zapatos nuevos, los dos se encaminaron calle Barquillo abajo, también maltrecha por los bombardeos, para cruzar la Gran Vía, Alcalá y llegar a su casa, detrás de la Puerta del Sol. Jimena sabía muy bien por qué tenía tanta prisa su marido.
Luis y Jimena iniciaron su vida de matrimonio en un Madrid cada día más hambriento, donde los periódicos republicanos ya no podían disimular las malas noticias. Poco antes de la boda, Luis había comunicado a su mujer que los nacionales habían llegado al Mediterráneo por Vinaroz. La zona republicana quedó dividida en dos y era cada vez más difícil abastecer a la capital.
Pese a estar encerrados en su amor, era imposible andar por la calle y no ver a la gente hambrienta, mujeres o ancianos que se desmayaban de debilidad en cualquier esquina, en cualquier cola, esperando el pan o la leche, y temiendo el bombardeo.
Jimena se asombraba de lo que escuchaba a sus compañeras en el local donde la habían enviado las JSU para echar una mano.
—Anoche mi madre y yo preparamos un cocido a los pequeños que estaba para chuparse los dedos. Cardos, dientes de león, hojas de violeta y tallos de cebollas. Los estofamos con vino blanco y laurel. Es la primera vez que hemos dormido con el estómago lleno en el último mes.
—¡Qué suerte! ¿Y de dónde sacaste los cardos y los tallos de cebolla?
—Un vecino ha recogido la primera cosecha de su huertecillo. Sembró el otoño pasado en el solar del patio de una casa bombardeada.
Jimena escuchó la conversación de las compañeras anonadada y con cierta vergüenza. Ella y Luis sobrevivían con lo que les pasaba Ramón. De vez en cuando tenían harina, algo de aceite y hasta un poco de tocino y judías. Sabía que su cuñado lo sacaba del estraperlo, y aunque Luis se enfadaba cada vez que llegaba por la noche a casa —estaba en la retaguardia, cerca del Hospital Clínico y del frente de la Ciudad Universitaria, pero la mano no le había quedado bien para sujetar un fusil, así que se limitaba a tareas de apoyo— y encontraba la remesa de su hermano, ella le recordaba que seguía enfermo y débil.
Jimena también adelgazó, más si cabe. Su piel tersa, rosada, seguía siendo de melocotón, pero ahora estaba pálida y ojerosa, como todos en la ciudad machacada, tras dos años de contienda, de resistir, de no pasarán.
Ninguno de los dos quería hablar de doña Elvira ni de la catastrófica visita al piso de Don Ramón de la Cruz, cuando Luis se la presentó a su madre como su esposa.
Jimena sólo recordaba la voz sorda, sibilina, de la mujer, negándose a reconocer a aquella chica flaca, de pueblo, que era capaz de vivir con un hijo suyo sin haber pasado siquiera por la iglesia. Luis no consintió ni en sentarse tras escuchar las primeras palabras de su madre. Los dos bajaron sin hablar las escaleras de la señorial casa, en donde ni una bomba había rozado la fachada. Él la llevaba, una vez más, guarecida bajo su brazo sano.
Les bastaba su amor. Las malas noticias que a veces Luis traía del frente cada noche las olvidaba entre sus brazos, mientras ella le iba enseñando libros que conseguía aquí y allá, preguntando, queriendo saber, afianzándose en sus creencias. También leía el
ABC
republicano. Y oía la radio. A Jimena, por la mañanas, mientras recogía la casa cuando Luis ya se había ido, la radio le hacía mucha compañía y seguía creyendo a pies juntillas las noticias sobre el frente, las soflamas de la Pasionaria o cualquier otro líder obrero. Aunque encontraba cada vez más débil la voz del presidente Azaña.
Seguía con pasión la batalla del Ebro, que había comenzado a principios de julio. Sabía que con el general Modesto estaba Vicente, el hijo de la señora María, su vecina en el pueblo. Un chico que coqueteaba desde pequeño con su hermana Irene. Y su primo Enrique también andaba por el frente de Aragón, quizá con el regimiento del Campesino. Por eso, cuando en otoño leyó los periódicos y se enteró de la retirada republicana del frente del Ebro, de que habían perdido la gran batalla, Jimena lloró a solas, pensando que tal vez el pesimismo de Luis estuviera justificado, pese al valor que todas las tardes demostraban las chicas de la agrupación, seguras como estaban de que llegarían más armas de los rusos o los ingleses. Incluso de los americanos. Por un momento, Jimena pensó en si su primo Enrique o su vecino Vicente estarían entre los miles de muertos que los republicanos iban dejando atrás mientras se replegaban.
Ahora ya compartía con Luis la premura de la guerra. El miedo al futuro incierto que les llevaba a hacer el amor cada tarde que podían, todas las noches. Jimena se había vuelto audaz, justificando sus osadías y juegos en la cama con la conciencia de que a la mañana siguiente podían estar muertos los dos. O uno de los dos, y ella no podía concebir la vida sin Luis.
Cada desastre del frente era un desenfreno de amor en la casa de Pontejos. A veces era ella la que le arrancaba de la radio, tras la cena, y le iba desnudando por el pasillo, rozándole la espalda con sus besos, perdidas sus manos en los genitales de Luis. Cuando llegaban a la cama, él ya no podía más. Y Jimena siempre le agradecía que tras sus primeras embestidas, que ella había provocado, él se derramase sobre su vientre, para pasar luego a ocuparse de ella, que se había quedado a medias en el placer.
Lo habían hablado mil veces. No era momento para quedarse embarazada, por más que ambos desearan vivir como una pareja normal, formar una familia, sí, pero una familia donde ver crecer a una criatura sin miedo, fruto de aquella pasión, de aquel compañerismo y complicidad que compartían.
Pasaron la Navidad solos. En la tarde del 24 de diciembre, Ramón se presentó con unos huevos y medio pollo que, una vez más, Jimena no quiso saber de dónde habían salido. Su cuñado fue prudente y, tras felicitarles y tomar una copa de vino, se marchó poco antes de las nueve sin probar una peladilla, con el argumento de que le esperaban en casa. Tuvo el detalle de no mencionar a su madre y la pareja se lo agradeció. Le acompañaron hasta la puerta cogidos de la mano mientras por el pasillo se extendía el dulce aroma de la piel de la manzana y la canela que Jimena había puesto a cocer en un cazo con un poco de leche, para hacer el postre. Recordó a sus padres y a sus hermanas, segura como estaba de que rascarían la botella de anís El Mono con el cuchillo mientras su padre tarareaba
La Pastorela
. Pero la nostalgia sólo fue un atisbo, porque Luis la adoraba con la mirada desde el otro lado de la mesa.
Una noche de enero de 1939, Luis llegó más triste que de costumbre. Descompuesto. Los fascistas habían entrado en Barcelona mientras que en Madrid las disputas entre comunistas, socialistas y anarquistas eran cada día más duras y el frente en la Universitaria no se podía sujetar.
Jimena intentó tranquilizarlo. Aquella noche sólo había para cenar un clásico de la temporada: tortilla sin huevos que había preparado con papilla de harina. Y chuleta de puré de algarrobas. Hacía unos días que Ramón no enviaba nada.
—¿Sabes que hoy me he enterado de por qué no hay perros y gatos por las calles? Yo creía que en la ciudad no os gustaban. Pero resulta que la gente se los ha comido.
Cualquier tema servía para distraerle. Luis sonreía, enternecido por su esfuerzo. Cada día la quería más y cada vez se sentía más culpable por haberla arrastrado a esa locura. La atrajo a sus brazos, la sentó en sus rodillas y comenzó la charla de las últimas noches.
—Jimena, debes volver al pueblo con tus padres. No quiero que te pase nada. Todo está perdido, no sé qué va a ser de nosotros si esto sigue así…
Con un mohín, Jimena saltó de sus rodillas, enfadada. Desde el centro de la sala helada —hacía semanas que no había carbón porque Ramón tampoco lo encontraba ya fácilmente y ella guardaba un poco para guisar—, embutida en su falda, su chaqueta de punto, un jersey gordo de canalón gris que había sido de Luis, rematado en cremallera alta hasta el cuello, y sus zapatillas de paño sobre dos pares de calcetines, Jimena Bartolomé Morera era más nieta de la Justa e hija de la Carmen que nunca. No necesitaba poner los brazos en jarras, sólo llevar las manos juntas al centro y apuntar con las palmas unidas hacia su marido.
—Jamás. Salí de Rascafría contigo y contigo volveré. No nos volveremos a separar nunca. Me lo prometí aquella madrugada y así será. ¿Y dónde está ese optimismo tuyo? Nos ayudarán más los rusos; los franceses y los ingleses tienen que reaccionar. Queda mucha gente dispuesta a luchar, lo veo todas las tardes entre las mujeres del local…
Luis callaba y la miraba embobado bajo la bombilla pelada del salón. Admiraba su fuerza, la transformación que se había obrado en ella en un año escaso. Su palidez y las ojeras le resultaban aún más atractivas, enmarcaban unos hermosos ojos negros, más hondos. Y no quería decirle que los franceses cerraban la frontera, un día sí y otro también, a los republicanos que intentaban huir; ni que tenía información sobre extrañas maniobras en la cúpula del Gobierno del doctor Negrín; ni lo que había oído sobre el general Casado; ni que Madrid estaba invadida de quintacolumnistas.
Habían pasado dos años desde que el loco del general Queipo de Llano anunciara desde Radio Sevilla, en una de sus arengas incendiarias llamando al exterminio de los rojos, que en Madrid había una fuerza secreta, formada por falangistas y militares, perfectamente organizada para la acción e iban a tomar la capital desde dentro.
Él estaba entonces en el frente, con su Batallón Alpino. Cada vez que llegaban noticias de la capital y de los desmanes de los chequistas que se dedicaban a asesinar a supuestos miembros de la quinta columna, un desasosiego recorría su estómago. Su hermano Ramón sabía nadar y guardar la ropa, pero su madre, desde que se quemaron las iglesias y los conventos, en los primeros días de la guerra, era cada vez más radical.
Mientras que en 1934, cuando las otras quemas, las viejas amistades de su padre que aún frecuentaban le ponían freno, ahora campaba con sus ideas católicas y sus relaciones de juventud. La única vez que, de permiso, Luis fue a verla a Madrid —el resto de las libranzas las había dedicado a El Paular— le contó con pelos y señales cómo había encontrado la basílica de Nuestra Señora de Atocha al día siguiente de ser arrasada «por esos bárbaros con los que tú haces la guerra». Entonces todavía discutían. Luis aún le recordaba que habían sido los alemanes quienes habían bombardeado el Palacio de Liria. E incluso un año antes, recién llegado a Madrid con Jimena, echó en cara a su madre que fueron los obuses disparados desde la Casa de Campo por los fascistas los que arrasaron el claustro de las Descalzas Reales y las bóvedas, con frescos de Claudio Coello y de Francisco de Ricci. Aquélla fue la última discusión. Unas semanas después, cuando fue a visitarla con Jimena ya como su mujer, ni siquiera se sentó ante doña Elvira, tal había sido el recibimiento que les había dispensado.