Si a los tres años no he vuelto (4 page)

Read Si a los tres años no he vuelto Online

Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
2.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lorenzo dejó en el suelo la tronca de tea que iba a partir en dos y, podón en mano, se volvió hacia el soldado. Se echó la gorra hacia atrás y con los hombros intentó ajustarse la chaqueta parda de pana.

—¿Te quieres casar para dejar viuda a mi hija? Vaya humor que gastas. Hijo, en esta casa, ésas son cosas de la madre. A Carmen no le va a gustar nada esto, son malos tiempos para el amor y tú eres hijo de un profesor, de otra clase, de otro mundo. Mi hija es muy lista y educada, que para eso se ha criado con su abuela en El Paular, entre los tuyos, pero no sé, no sé…

—Señor Lorenzo, por Dios. Anoche nos quedamos discutiendo con el sargento y el teniente. Todos pensamos que eso de las clases es una tontería, usted es de la UGT, va a los mítines del pueblo, a las eras, a los del ayuntamiento, a escuchar a todos. Para eso también estamos haciendo esta guerra…

—No, hijo. Esta guerra primero la estamos haciendo contra los fascistas, porque los obreros queremos comer y acabar con los sueldos de la madera a dos perras. Siempre somos pobres los mismos.

—Es igual, señor Lorenzo. Su UGT y mis Juventudes Socialistas queremos acabar con las clases. No me hable usted de que Jimena y yo no podemos estar juntos ni tener una familia. Ni siquiera he podido terminar el primer curso de Ingeniería por la guerra… Y no sabe usted cómo quiero a su hija.

Lorenzo agachó la cabeza sobre el tajo donde reposaba la tea y la partió de un golpe seco con el podón. Sonrió al bajar la vista hacia la leña y pensó que sí, que sabía cómo quería a su Jimena nada más verle la noche anterior, solo, en pleno diciembre, a la puerta del patio, las manos sobre el zarzo y con su hija embobada, ella, tan ordenada, con los palos tirados por el suelo.

—Prueba con la Carmen, hijo. Ahora es buena hora. Os está preparando los picatostes, que sepas que no hay azúcar, y está en la cocina. La pillarás desprevenida. Ojo, que si tú no te la cargas, se la cargará mi Jimena. Ánimo, chaval.

La charla de Luis y Carmen en la cocina, a solas, debió de ser de lo más extraño, pensó después Jimena cuando ese mismo día, al anochecer, los dos volvían a pelar la pava en el poyete de la casa tras un día ajetreado. Cuando Luis se cruzó con la muchacha en el pasillo de las habitaciones de arriba y le susurró: «Les he dicho a tus padres que te quiero y me voy a casar contigo», Jimena tuvo que sujetar la jofaina de agua que llevaba al cuarto del sargento para no volver a tirar algo al suelo.

Cada vez que se encontraba con Luis, algo se le caía de las manos. Se apretó contra la pared del pasillo para que él pasara, roja como un ascua, si bien Luis no desaprovechó la oportunidad de aplastarla y robarle un beso. Jimena tenía prisa. El sargento estaba a punto de partir hacia Buitrago para reforzar la retaguardia.

Entre risas y con la jofaina en las manos, Luis la mantuvo contra la pared encalada para darle otro beso, esta vez detrás de la oreja, ese lugar escondido en el que había descubierto una puerta vulnerable hacia el corazón y los sentidos de Jimena.

Hasta la noche, de nuevo en el poyete y mientras la tenía escondida bajo su guerrera, Luis no relató a Jimena el desconcierto de su madre cuando, en seco, se plantó en la cocina y, entre picatostes que Carmen movía sobre el fogón en aquella amanecida, el frustrado ingeniero le soltó de sopetón:

—Señora Carmen, que me quiero casar con su hija y ella conmigo. Que dice el señor Lorenzo que usted manda y yo quiero decirle que la quiero como a nada en este mundo. A su hija, claro.

El lenguaje directo, rápido y sin un titubeo del joven no desconcertó a Carmen, que sólo giró la cabeza hacia el chico para espetarle:

—Cuando acabe la guerra y si aún la quieres. Tú tienes mucho que correr.

—Lo que usted diga. Cuando acabe la guerra y si estoy vivo, pero mientras, soy su novio formal. Y si la guerra no acaba nunca, ¿usted no se compadecerá de nosotros?

Carmen sólo asintió. Luis salió despacio de la cocina y aún pudo observar que el pulso firme de la que esperaba que fuera su suegra no temblaba mientras con la paleta sacaba el pan frito hasta la fuente. Dejando el olor del pan en la sartén a sus espaldas, Luis trepó escaleras arriba y se topó con Jimena. El joven no pudo evitar robarle un beso y que la muchacha estuviera a punto de tirar la jofaina.

5

Había transcurrido más de un año desde aquellos días de noviazgo. Jimena y Luis estaban sentados en la cueva. Esa noche les relató cómo se había producido el encontronazo con los nacionales un par de semanas antes.

—Nos tendieron una emboscada en toda regla. Íbamos demasiado confiados, señor Lorenzo. A uno de mis compañeros le entró el tiro por la mandíbula y le salió por la sien. No pudimos hacer nada por él. Tres de nosotros fuimos arrastrados por el resto del batallón. Mi bala fue fácil de sacar, la tenía aquí, en el antebrazo. Pero a mi otro compañero le han destrozado el fémur. Está en el hospital, ya evacuado, en Madrid. Al otro, una bala le entró y le salió por el hueco de la clavícula. Los dos tuvimos mucha suerte.

Lorenzo escuchaba al chico con atención mientras Carmen murmuraba por lo bajo contra aquella maldita guerra que parecía no acabar nunca.

Esa noche, Luis durmió bajo el mismo techo que Jimena. Dispusieron que los hombres durmieran en la entrada de la cueva y las mujeres y las niñas al fondo. Y así fue durante toda la estancia de Luis.

El joven envió recado a su madre, doña Elvira, a Madrid, diciéndole que estaba reponiéndose en El Paular, pero que estaba bien y que en cuanto pudiera cogería el coche de línea para la capital.

Fueron unas semanas para toda una vida. Luis y Jimena acompañaban cada mañana a Lorenzo hasta Rascafría, con la burra con las alforjas vacías a la ida y cargadas a la vuelta. Carmen intentaba acompasar su ritmo al de su hija y su novio, muerta de miedo como estaba de que sucediera lo que no tenía que suceder. A la mujer no le cabía en la cabeza que aquel amor del hijo de un profesor por su Jimena fuera a terminar en un altar o ante un juzgado de lo civil por más que Lorenzo y el joven, o su Jimena, le soltaran el discurso de que estaban abolidas las diferencias de clase, por más que fueran juntos a los mítines que aún daban el PCE, el UHP o la UGT —cada vez con menos público a medida que la guerra avanzaba— con gentes venidas desde Madrid o desde el frente, o por más que supiera lo que valía su hija, que además de ser una mujer de su casa, sabía leer y escribir y las cuatro reglas.

A Carmen, aquella doña Elvira que ella había vislumbrado tres o cuatro veces durante aquel verano, cuando alguna tarde iba a visitar a su madre, siempre le había parecido la más estirada de todas las sencillas y elegantes señoras de la Institución.

Si la guerra acababa pronto, pensaba Carmen, y ojalá fuera así, o si Luis se marchaba pronto a Madrid y le explicaba a su madre que se iba a casar con la nieta de la cocinera de El Paular, ya se vería en qué acababa la cosa. Pero todo eso no lo podían adivinar ni el ingenuo de su Lorenzo, siempre con su bondad boba, ni dos muchachos enamorados hasta los tuétanos.

Mientras, la pareja esquivaba, a cada minuto de la tarde o de la mañana, cualquier vigilancia o compañía que les fuera impuesta. Y mientras Luis llevaba a la burra del ronzal camino de Rascafría con Jimena encima, de pronto se inclinaba y obligaba al animal a bajar la cabeza —como si fuera a recoger una seta, un palo, una flor, unas margaritas para manzanilla, unas hojas de romero— sólo para tener la oportunidad de agacharse y besar la pierna de Jimena cuando resbalaba sobre el lomo de la mula; el tiempo suficiente para posar la boca y hacerle sentir su aliento en aquel frío gélido.

Las esquinas del pasillo encalado de la casa de Rascafría delataban a Jimena. Su ropa quedaba blanca de cal cuando Luis la recostaba contra la pared para robarle un beso. En los paseos que daban con las niñas por la orilla del arroyo, Luis aprovechaba cualquier descuido de éstas para estrecharla entre sus brazos y hundir la cabeza en su melena, que olía a campo y a humo de la cueva.

Sobre el 10 o el 11 de marzo, una mañana que bajaban hacia Rascafría, al pasar por El Paular el miliciano de guardia paró a Luis.

—Mal asunto, mi sargento. Me han dicho que se lo diga. El otro día, en la noche del 8 al 9, los nacionales nos han vuelto a vapulear. Su batallón ha perdido los puertos de Malagosto, el Reventón y la Flecha. Avanzan imparables esos cabrones.

Jimena y Lorenzo, igual que el miliciano, percibieron la palidez de Luis, que soltó el ronzal de la mula.

—¿Sabes cuántos heridos ha habido?

—No, señor, pero mi teniente, el de regulares, que acaba de subir hacia el Reventón con un camión y otra compañía medio deshecha, me ha dejado encargado que se lo dijera. Que quizá sería mejor que se fuera usted a Madrid, a ver qué se puede hacer. No sabemos qué queda de su batallón. La carretera de Buitrago a Madrid está aún transitable, pero también puede usted subir por ahí enfrente, por La Morcuera, hacia Colmenar Viejo. Pero dice mi teniente que usted verá, que depende de cómo vaya su herida.

Fue la primera vez que los dos kilómetros hasta Rascafría se hicieron en silencio entre el padre, la hija y el novio. Jimena bajó de la burra. Callada, empezó a caminar al lado de Luis, junto al río, por la cañada de los chopos, aquella en la que había aparecido la loba parda que quería atacar a su padre.

Jimena pensaba que eran los hijos de esa loba parda quienes querían comerse a bocados a Luis y a ella, a su amor, a su futuro. Si la guerra tomaba el cariz que todos presentían y no asumían, no sabía qué iba a ser de ellos. Allí, al lado de Luis, en silencio, mientras la suave brisa de marzo movía las hojas de los chopos de la cañada y con el ruido del Lozoya como fondo, la muchacha tomó una decisión.

A la entrada del pueblo, junto a la Cuesta del Chorro, por donde algunos días bajaban camiones cargados de heridos del frente del Reventón, al pie del cementerio, Jimena pronunció las cinco palabras que cambiarían su destino:

—Me voy contigo a Madrid.

Por primera vez en su vida plantó cara a su madre. No quería separarse de Luis ni un momento. No quería quedarse viuda antes de casarse y tenía miedo de que a Luis le volvieran a herir, o peor, que le mataran. La sensación de la brevedad del tiempo, de la ausencia del mañana y el amor, sobre todo el amor, le dieron alas para sostener la mirada a su madre, escuchar sus reproches, sus amenazas y sus miedos.

Imperturbable, soportó la retahíla de razones y sinrazones de aquella mujer vestida de negro, con las primeras canas ya en el pelo y un rostro hermético, carente de emociones tras la muerte de su primogénito, y que por primera vez en los últimos años estaba a punto de descomponerse.

Cuando la madre comprendió que la determinación de su hija era inamovible, sólida, que no le iba a arrancar ni una mala palabra, pero menos aún un cambio de actitud, zanjó el asunto dándole la dirección de su tío Leoncio, el hermano de Lorenzo, que vivía por el barrio de Chamberí, y la de su hermana Rosa, en la calle Fernández de los Ríos, por Argüelles.

—Madre, no voy a casa de ninguno de los tíos. Si acaso, la primera o la segunda noche a dormir. Voy a buscar trabajo con las Juventudes Socialistas o con el sindicato y a vivir en un piso con otras jóvenes que ayudan en la retaguardia, en los hospitales, lavando y planchando ropa para los enfermos, o repasando uniformes para el frente.

Carmen, de naturaleza tranquila, estuvo a punto de perder los estribos y cruzar la cara a su hija. Estaba levantando la mano cuando comprendió que a quienes tenía que sacudir las ideas era a su marido y al mismo Luis, que en los últimos tiempos, y más aún en las últimas semanas, no habían hecho sino alentar a la muchacha para que asistiera a las discusiones políticas con los militares republicanos y algunos leales al Gobierno que cada noche se reunían en la taberna de Pericotón o en el modesto local que el sindicato tenía frente a la parada del coche de línea. Un mal presagio.

6

El sol despuntaba por La Morcuera cuando Jimena salió al patio de aquella casa que había sido la suya durante toda su vida. Salvo los veranos en El Paular ayudando a la abuela Justa y los meses que se refugiaron en la Peña Hueca huyendo de los bombardeos, allí había gastado los casi siete mil días que llevaba vividos.

A Jimena le gustaba hacer aquellas cuentas tontas, como a su padre. Como le gustaba el olor a humo del pueblo al amanecer y al anochecer, la tea húmeda y astillada que daba aroma a todo el patio en invierno, aunque su padre la tuviera a cubierto, debajo de la escalera, al lado del poyete. Llevaba metido en sus venas el efluvio de la resina de los pinares de Valsaín. Su mirada bajaba desde La Morcuera hasta las zorraquinas mientras clavaba en su retina el amanecer del valle y sentía todos los poros de su piel abiertos. Necesitaba que el entorno y la silueta del viejo Peñalara calaran hasta sus entrañas, porque era la primera vez en su vida que sentía lo que era un adiós a la tierra, al hogar. El peso del miedo a no volver.

Nunca percibió tan intensamente aquel camino de amanecida, aún de color naranja, que llevaba a Miraflores por el Puerto de la Morcuera. Ella lo había recorrido hacía unos años, para ir a Madrid con su padre, su madre y la abuela Justa. Fueron en carro para que la abuela, ya muy mayor y con las piernas vendadas por las varices, pudiera ver a su hija Rosa y a sus nietas.

No hacía mucho que había muerto su hermano Joaquín, y su madre iba ya de negro. Jimena rememoraba el abrazo de las dos hermanas en el portal de Argüelles, cuando la tía Rosa bajó a recoger a su madre y a su hermana más cercana. Ésa fue la última vez que la hija vio llorar a la madre, metida en los brazos de la tía Rosa, sollozando despacio, ante la impotencia de la abuela Justa, que predicaba sin mucho éxito la resignación de su hija ante la pérdida del hijo mayor y único.

Jimena pasó unos días con sus primas, sobre todo con Pilar. Compartían edad y gustos, además de las complicidades creadas entre ambas por los veranos pasados en el monasterio.

Aquella última mañana, en la cabeza de Jimena resonaban las ruedas del carro de bueyes, que tuvieron que cambiar en Miraflores. Estaba segura de que también había sido el último viaje de la abuela Justa, quien, como cada año, cobró los intereses de sus ahorros en el banco de la capital, compró algunos dulces a sus nietos y volvió unos días después, con sus hijos y sus nietas, al valle del Lozoya.

Other books

Seventy-Seven Clocks by Christopher Fowler
Dead Man's Time by Peter James
The New Girl by Tracie Puckett
Blind Faith by Cj Lyons
The Work and the Glory by Gerald N. Lund
Cold Blooded Murders by Alex Josey
Mistaken Identities by Lockwood, Tressie, Rose, Dahlia
Ms. Hempel Chronicles by Sarah Shun-lien Bynum