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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (32 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Muchas de ellas sólo tenían una ligera noción de que un año antes Hitler había invadido Polonia y que la II Guerra Mundial se libraba ya en Europa, con el imparable avance de las tropas nazis. Bien que se lo recordaban algunas de las funcionarias nuevas, falangistas, católicas, entregadas al gran estadista que era Hitler. Los detalles que les llegaban a las políticas a través de los camaradas presos en Porlier, San Antón y otras cárceles de España eran terribles. Dos meses antes, en pleno mes de julio, había comenzado la batalla de Inglaterra. Los nazis bombardeaban Gran Bretaña sin piedad y el avance en toda Europa era imparable. Todos los países caían ante los tanques alemanes. Franco estaba eufórico y eso se notaba en todos los estamentos, incluidas las cárceles. ¿Entraría en guerra? ¿Cuándo se vería con el Führer?

Aquellas mujeres que entraban en ese chalé de aspecto limpio y al pie de un Manzanares aún con poca agua por efecto de la pertinaz sequía también ignoraban que a uno de sus cantantes favoritos, Miguel de Molina, le habían apaleado con puños de hierro y culatas de pistola en un descampado de Chamartín. Le rompieron los dientes y le obligaron a beber aceite de ricino, como habían hecho con muchas de ellas en los pueblos donde habían sido detenidas.

Sólo algunas que mantenían contactos secretos con el partido fuera de la cárcel se enteraron de que unos días antes, el 21 de agosto, habían asesinado a Trotsky en México, aunque a las comunistas de aquel PCE tampoco les conmovió la noticia. Eran las mismas que ya sabían que tan sólo hacía unos días que habían detenido en Francia a Lluís Companys, sustituto de Macià como presidente de la Generalitat de Catalunya. Lo que no imaginaban era que Companys llegaba preso a España para ser sometido a juicio y después llevado al paredón. A muchas de ellas, todos aquellos acontecimientos les caían muy lejos.

Algunas sí que sabían que ahora, en Madrid, antes de empezar el cine había que ponerse de pie y cantar el
Cara al sol
, como a ellas les obligaban en la cárcel cada día, antes de cada misa, de cada rosario, de cada comida, de cada acto.

Lo que desconocían por completo era que mientras ellas entraban con sus hijos en ese nuevo chalé que significaría el fin de sus miserias, una mejora en su perra vida de presas de Franco, en una fábrica se preparaba ya lo que sería el éxito del otoño, del invierno, de muchos inviernos, y que sus hijos no podrían tener: el juguete del régimen. Mariquita Pérez llegó al mundo en noviembre de 1940. Era el prototipo de la muñeca de las niñas bien, la que encarnaría todos los valores de las señoritas de la Falange. Mariquita era hija de un militar andaluz que se llamaba José Antonio y que había sido el primero de los caídos de la nueva España. Iba al colegio del Sagrado Corazón, algo que a las presas les traía sin cuidado, pero que era un orgullo para María Topete. Era tal el poder de su admirada hermana mayor que ya se la conocía entre las otras monjas y las alumnas por un gracioso dicho: «La hermana Topete, que en todo se mete».

Esa Mariquita que veraneaba en Cannes —en el Cannes del mariscal Pétain— y esquiaba en Suiza era una marca del régimen que proporcionaba su buen dinerito a sus inventoras, Leonor Coello de Portugal y Pilar Luca de Tena, otras dos damas que podrían estar dispuestas a apoyar la salvación de los pobres niños de los rojos, comprando las ropitas que sus madres confeccionasen en las cárceles para el ajuar de la Mariquita Pérez.

María Topete estaba eufórica ante sus conocidas. Y aunque muy cansada, hablaba y hablaba del trabajo que le daba la nueva maternal de San Isidro, donde ya tenía instalados a sus niños y a aquellas madres descarriadas, descuidadas, que, desde luego, no iban a contaminar a sus hijos sus pecados. Disertaba con una voz más mesurada, educada, con matices y elegante afectación. Una voz y una María Topete que jamás habían conocido ni conocerían las presas de San Isidro y de Ventas.

Nada más llegar a San Isidro, Jimena y sus compañeras comprendieron la trampa, el horror: detrás de todas aquellas camitas y cunas blancas, detrás de aquellos dibujos infantiles —incluido alguno de ese Pinocho que triunfaba en los cines de la capital—, detrás de aquel lavado de cara a aquel chalé, no sólo no funcionaban bien las cañerías o se filtraba el frío por unos tabiques de papel, penetrados por la humedad del río durante años. Detrás de aquel castillo de naipes, María Topete puso en marcha lo más cruel y reaccionario de las ideas de Antonio Vallejo-Nágera: la eugenesia positiva.

El objetivo de los escritos de Vallejo-Nágera era que los hijos de los disidentes, de los «democrático-comunistas», no fueran un peligro para el futuro de España, y eso sólo podía evitarse, para liberar a la sociedad de semejante plaga, si se segregaba a esos niños desde la infancia. Aquello que Luis Masa había vislumbrado al leer el artículo de la revista que encontró en el recibidor de la casa de su madre iba a ser puesto en práctica con su propio hijo.

Jimena, como otros centenares de madres, ignoraba que era un peligro para la nueva España y que por eso tenía que separarse de su hijo. Para no contaminarlo.

Todas ellas lo aprendieron muy pronto.

Aquellas mujeres pasaron en segundos de la felicidad y la expectación al espanto, cuando comprobaron que las funcionarias les arrebataban a sus hijos para llevarlos a otra habitación, una estancia con cunitas blancas y hermosas pero donde ellas no podían entrar. Llegaron los gritos, las voces, las amenazas, incluso las bofetadas para controlar la histeria de algunas madres.

—Calmaos. Es por vuestro bien. Los veréis por la mañana.

María Topete avanzaba por el pasillo de la planta baja. Pero, esta vez, el silencio no la seguía. Las mujeres se abrazaban a sus hijos. Los que andaban se escondían tras las madres, sin entender aquel griterío, aquellos puños levantados, amenazantes. Los chicos que conocían a la Topete, como la niña Pepi, se quedaron maravillados de que las mujeres esta vez no susurrasen ante su presencia.

Jimena tenía a Luis en sus brazos. El niño estaba despierto y miraba en la misma dirección que su madre. Estaba en primera fila y no dio un paso atrás.

—¿Qué pasa? No les consiento ni una voz más. Los niños dormirán a partir de ahora en las salas, con dos cuidadoras. Sólo las recién alumbradas podrán dormir con los bebés.

—Queremos estar con nuestros hijos. ¿Quién los cuidará? Nuestra sala tiene cerradura por fuera. Si oímos llorar a nuestro niño, no podremos salir. Y no lo digo por mí, que mi hijo es lactante. Es por todas.

—Hay dos mujeres expertas que dormirán en la sala con los niños. Y tú, Jimena Bartolomé, enviarás a tu hijo ya, desde esta noche, con los otros. Ese niño ya no es un bebé.

—Perdone. Soy Jimena Bartolomé, señora de Masa. Y mi hijo no anda y aún necesita el pecho. Se quedará conmigo o tendrá usted que arrancármelo de los brazos aquí en medio.

Dicho y hecho. A una señal de María Topete, dos de las nuevas funcionarias agarraron a Jimena por los brazos, tirando de ella, mientras la Topete le intentaba quitar al niño de los brazos. Luis se aferró al cuello de su madre, gritando desesperadamente, pero Jimena no gritaba. Sólo repartía patadas a las funcionarias y mordiscos a las manos de María Topete y sin lanzar un grito. Sus compañeras sí gritaban. Sus voces se elevaban por encima de las funcionarias y los niños lloraban y berreaban. Una oleada de ira avanzaba hacia la Topete y sus mandadas.

—¡No se los llevarán! ¡Suéltenla! ¡Hijas de puta, no os quedaréis con nuestros hijos!

Por fin, tras un brutal forcejeo, una de las funcionadas más fuertes pegó a Jimena con una porra en la espinilla hasta doblarla de rodillas, y tiró de su melena hacia atrás, de forma que la muchacha cayó al suelo, sangrando por la comisura de la boca.

—¡Por Dios, son ustedes unas zafias! ¿Para esto he organizado un lugar como éste? ¡Y así lo agradecen!

Jimena se arrastraba por el pasillo, detrás de los tacones bajos y el traje de prisiones verde oliva de María Topete. Se llevaba a un niño que gritaba y lloraba con toda la fuerza de sus pequeños pulmones, estirando los brazos hacia su madre, que quedaba atrás. Fue la primera vez que Jimena oyó a su hijo llamarla «mamá» en un grito agónico.

Pese a los empujones y la furia de sus compañeras, fue reducida por las dos funcionarias y la media docena que aparecieron después a una orden de la Topete. La sacaron fuera, hasta una extraña celda con puerta de barrotes y aspecto de jaula. Jimena estrenó la celda de castigo de la maternal de San Isidro y el potente chorro de agua con el que durante las primeras horas las funcionarias la martirizaron. Cada vez que gritaba, con su voz desgarrada, llamando a su hijo, un manguerazo de agua helada le empapaba todo el cuerpo.

Agotada, destrozada, queriendo morirse de verdad por primera vez en su vida, después del último recuento y cuando ya se habían dejado de oír las protestas y la humedad del Manzanares, que aún con poca agua le penetraba en los huesos, la puerta de la celda de castigo se abrió y entre dos mujeres arrastraron su cuerpo hasta el dormitorio de madres sin hijos, donde la esperaban sus compañeras.

10

Aquellas madres pronto aprendieron que bajo el envoltorio de lujo estaba el otro infierno. Era peor que Ventas. Los niños fueron separados de las madres, a las que únicamente se les permitía estar con ellos una hora al día. En la planta baja habían situado el comedor, la capilla y el patio, donde a diario se sacaban las cunitas plegables de los pequeños para que respiraran aire puro. En la planta alta había una enfermería mal dotada y dos terrazas, una para los niños y otra para las mujeres más enfermas.

Desde sus dormitorios de ventanas con barrotes, las caras de las madres, desesperadas, se asomaban para observar a sus hijos, que estaban en las cunas o sueltos por el patio, bajo el frío o la lluvia. A veces, alguna distinguía el llanto de su crío que la llamaba y no podía hacer nada, sólo desesperarse y chillar o llorar, y no demasiado fuerte, porque podía terminar en la celda de castigo con las mangueras.

Jimena estaba machacada, apaleada. En el dormitorio, las otras madres que la secaron y la cambiaron trataron de convencerla de que al día siguiente sería otro día y que podría ver a su hijo. Pero la joven cayó en un mutismo imposible de romper. Le habían amputado media vida al quitarle a Luis.

Angelita intentaba animarla. La mechera ya le había confesado que estaba embarazada y en cuatro meses pariría allí, donde también estaba su niña Pepi, la debilidad de María Topete junto con algún otro niño hermoso, como Clementito, al que cada vez que venía un fotógrafo para hacer un reportaje sobre la cárcel modelo de madres lactantes sacaban todo limpio y reluciente. Pero nada conmovía a Jimena ni nada la apartaba de su ensimismamiento.

En la hora que le permitían estar con su hijo, Jimena le abrazaba, le susurraba al oído, se pegaba a él y le cantaba «El conde Sol». Y luchaba contra el sentimiento de agradecimiento que la invadía por aquella hora escasa en la que el niño estaba con ella. No quería agradecer nada a aquella mujer que les robaba el amor de sus criaturas.

Jimena no fue la única que se transformó. Avanzaba el otoño y los niños comenzaron a constiparse, a ponerse enfermos por la humedad del río y por la falta de alimentos. Aunque las funcionarias de la Topete escribían lo que debía tomar cada niño bien a la vista para las visitas, aquello era sólo un espejismo.

En el comedor, las madres veían comer a sus hijos en la distancia. Les daban una papilla marrón, que decían que era muy alimenticia, y si vomitaban, les obligaban a engullirla de nuevo. Las criaturas no paraban de tener arcadas.

Durante semanas, meses, Jimena se arrastró hacia la enfermedad. No importaba si era una bronquitis o una pulmonía, o una gripe, pero su tos seca únicamente se detenía el rato que estaba al lado de Luis, que crecía y estaba a punto de cumplir el año sin su madre al lado. Tan cerca y tan lejos.

Jimena, tras pasar la hora de rigor con su hijo, se sumergía en un letargo del que nada ni nadie parecía poderla sacar. Un día, al atardecer, una compañera la llamó:

—Jimena, corre, mira quién está aquí.

No se movió.

—Levanta y asómate. No te lo vas a creer.

Muy despacio, se fue poniendo en pie, para asomarse a la ventana. Vieron avanzar a una mujer alta y flaca, seguida de otra media docena de presas, sin duda embarazadas de varios meses.

—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó en la puerta la Topete.

—¿Y a usted qué le parece? Somos la cofradía del bombo. Traigo media docena de preñadas —contestó la funcionaria que encabezaba la comitiva.

Jimena sonrió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Allí estaba Trini Gallego, la enfermera, la comadrona, su primera entrenadora en saber qué era la cárcel, su camarada de celda. Desde la ventana examinó a las mujeres del patio. Trini venía sin su madre y sin su abuela, pero había otra persona que le era familiar, una chica embarazada.

—¡Es Trini! ¡Y Petra! ¡Petra Cuevas!

Ante la sorpresa de las otras mujeres, Jimena salió al pasillo precipitadamente. Tras desasirse de la funcionaria que intentó pararla, se echó en brazos de Trini, que estaba dando sus datos.

—¡Jimena!

Y luego en los de Petra.

Las tres hermanas de cárcel se abrazaron, lloraron y rieron mientras las funcionarias, desconcertadas la mayoría y emocionadas un par de ellas —no todas eran iguales—, miraban a las tres chicas.

Aquel primer encuentro fue muy largo. Duró más allá del último recuento, porque Trini bajó de la enfermería para charlar con Jimena en cuanto se apagaron las luces, burlando, como siempre, a las vigilantes. Cuando llegó, Petra estaba hablando con Jimena.

—¿Y qué quieres, hija? Sabía que me iban a coger otra vez y me enamoré de un camarada, un enlace. Encima, si se enteran en el partido, me la cargo. A ver si crees que vas a ser tú la única capaz de enamoriscarse. Aquí estoy, ya ves, embarazada de casi siete meses.

—Pero, Petra, es que yo no estoy enamoriscada de Luis. Es mi marido, el único amor de mi vida…

—Vale, vale. No te pongas cursi. Empieza a contar qué coño es esto —pidió Petra—. Al principio nos dijeron que era un hotel de lujo para madres, pero luego nos han contado historias terribles.

—Sí. En la revista esa de los colaboracionistas,
Redención
, decían que esto era un «magnífico hotelito» a la salida del Puente de Segovia. Y que los niños tenían armarios roperos con Pinochos narigudos —apuntó Trini.

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