Si a los tres años no he vuelto (47 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Serapia y las otras compañeras lo notaban. Y también algunas oblatas, aunque la docena de monjas bastante tenía con sacar adelante aquel enorme cuchitril, repleto de centenares de mujeres, muchas de ellas enfermas. Serapia se dejaba las pestañas para que Jimena comiera, porque allí, por lo menos, la comida era algo mejor que en Ventas y en San Isidro. A veces, buscando en el caldo de agua sucia, se encontraba restos de una patata deshecha, de una hoja verde, ya fuera berza, acelga o lechuga. Además, Ramón le había enviado paquetes que ella había entregado a Serapia para que lo compartieran. A las prostitutas casi nadie les enviaba nada. Y muchas no estaban allí más de los tres meses reglamentarios, a no ser que tuvieran otras condenas. Pero costaba que Jimena abriera la boca. Sólo el día que llegaba la fiambrera con las notas de Trini, con algún detalle sobre Luisito, sus ojos renacían durante unos minutos y luego se convertían en un manantial silencioso para acabar secándose, como si fueran la inmensidad de un desierto sin final.

Fue Trini la que dio una pista a Serapia para que su amiga reaccionara. «Di a las monjas que la pongan a trabajar en la enfermería», decía una diminuta tira de papel, la mitad del dedo meñique de un niño, que venía en el doble fondo de la tartera junto con la nota para Jimena, además de alguna instrucción política o información para sus camaradas.

A Serapia, al principio, la idea le resultó repugnante, pero después se encogió de hombros. Quizá la miseria y las terribles enfermedades venéreas de aquellas mujeres la sacaran de su ensimismamiento. Decidió pedírselo a la hermana ecónoma, que era con la que más trato tenía.

Dos días después, a la sonámbula Jimena la fue a buscar una de las oblatas que se dedicaba a la enfermería. El médico estaba de visita y necesitaban ayuda. En una de las camas, abierta de piernas, una mujer se desesperaba de dolor. La monja cogió a Jimena de la mano y la acercó. Tenía una enorme llaga en los labios exteriores de la vagina, y el médico, con guantes, gasas y unas pinzas, intentaba aplicar unos polvos sulfamidas.

—Ayúdeme, por favor —le dijo el médico a Jimena, tendiéndole una cajita de polvos—. Hermana, ¿cuántas nos quedan?

—Cuatro o cinco. Está la cieguita, doctor. Yo creo que está muy mal.

—Dios mío, ¿cómo se ha hecho eso? —le preguntó la muchacha al hombre mientras observaba dónde ponía la gasa y no reparaba mucho en los juramentos bajos y las quejas de la mujer a la que estaba curando.

—Es chancro. La primera manifestación de la sífilis. Quizá a ésta la podamos salvar si logro que me envíen más inyecciones de Salvarsán. Si ya me dieran algo de penicilina, sería un lujo, pero con eso no puedo soñar. ¡Para estas desgraciadas nunca hay nada! —se lamentó el médico.

Tras poner una inyección a la prostituta, joven aún y no del todo fea, a pesar de la horrible dentadura negra, acompañó a la monja enfermera y al médico durante el resto de la consulta. Las desgracias y los secretos de aquellas mujeres, vergonzosas para sorpresa de Jimena, pese al descaro aparente de unas pocas cuando iban a por agua, la obligaron a olvidarse de sí misma, de su dolor, de su autocompasión. De su falta de ganas de vivir.

En una mañana aprendió qué era la gonorrea y por qué la sífilis estaba matando a aquella otra que no tenía ni cincuenta años y aparentaba estar totalmente loca y ciega.

—No lo aparenta. Está loca. Este es el último estadio de la enfermedad —le susurró la monja—. ¿No te importa ayudarme los próximos días? He visto que no te da asco.

Jimena negó con la cabeza y se acordó de Trini y de Paz. De todo lo que habían hecho ellas y otras muchas en los espantosos primeros meses de Ventas, de su parto y del de Petra, del de Angelita. Con un hilo de voz, contestó a la monja.

—Cuente conmigo.

—Cuento contigo, Jimena. La hermana ecónoma y Serapia dicen que eres limpia y muy manitas, además de caritativa, que es lo que más se necesita aquí. Pero para eso necesito que te despabiles la modorra.

La modorra. Jimena sonrió con una enorme tristeza. Modorra era el insulto preferido de su madre para con sus hijas, para con Lorenzo, su padre. Cada vez que algo salía mal, o cada vez que su padre, sus hermanas y ella se quedaban extasiados por algo —por ejemplo, mirando la carnada de la perra trujillana—, su madre les espetaba:

—¡Parecéis unos modorros!

Sacudió la cabeza para ahuyentar la nostalgia y los pensamientos dolorosos. Acompañó al médico y a la hermana enfermera hasta el lavabo, donde le dieron un desinfectante que olía a arseniato para que se lavara las manos. Cuando salió de la enfermería, se juró que, mientras se dejaba morir, en lo que le quedara de vida no volvería a quejarse y con las fuerzas que le restaban ayudaría a aquel médico y a aquella monja. Después de todo, ella sólo se dedicaba a esperar la nada.

No se murió. Unas semanas después, una tarde, la madre superiora la llamó al pequeño refectorio que utilizaban las monjas.

—Jimena, prepárate. Mañana sales en libertad. A las nueve de la mañana vienen a buscarte.

En el centro de la sala, Jimena se tambaleó. La superiora la sujetó por el brazo.

—Perdona, no debía habértelo dicho así. Pensé que lo esperabas o lo intuías.

Jimena no podía articular palabra. Negó con la cabeza.

—¿No se estará equivocando? —pudo al fin susurrar, blanca como la pared.

—No, hija. No me equivoco. Además, tengo que decirte que me alegro. No sé muy bien por qué estás aquí. Y quiero darte las gracias por el trabajo en la enfermería. Estoy informada.

—¿Quién viene a buscarme? —Tampoco lo sé. Pero la orden es taxativa y viene firmada por el ministro de Gobernación y el director general de Prisiones. Algo poco habitual, te lo aseguro.

No quería llorar ante aquella mujer. En los últimos tiempos había vertido demasiadas lágrimas para lo que un día se había jurado. Además, pese al trato que le estaba dando ahora y que sus ojos no eran los de María Topete, había visto a la superiora dar más de una buena bofetada y quejarse de tener que cuidar a aquella escoria de mujeres. Sabía por Trini y otras presas políticas que todas las órdenes religiosas se embolsaban su buen dinero por hacer de carceleras. Era una manera de suplir a los funcionarios de prisiones que el régimen había depurado sin piedad.

Pero en ese momento tuvo que llevarse las manos a la cara para restañar las lágrimas como hubiera hecho su padre, de un manotazo, y preguntar lo que le abrasaba los labios.

—Y de mi hijo, ¿sabe usted algo?

—Lo siento, ni siquiera sabía que tuvieras un hijo. Ahora, perdóname, tengo que ir al rosario con las hermanas.

Jimena giró sobre sus zapatos de cordones rotos y gastados por las suelas —ya no se ponía los que le había enviado Ramón durante esos tres largos años— y salió hacia su celda, atravesando las sombras de los pasillos del convento como un fantasma. Se iba, sí, pero ¿y su hijo? Cuando Serapia subió a verla por la noche, Jimena no había preparado nada.

—Me lo ha contado la ecónoma. ¡Te vas! —Y la comunista le dio un abrazo—. Todo llega, hija, mujer de poca fe. ¿No has hecho la maleta?

Negó con la cabeza.

—No quiero nada. Te lo regalo. Lo único que te pido es que una parte se lo hagas llegar a Trini y a Angelita a la maternal.

—¿De dónde has sacado ese libro sucio?

—Es el
Romancero viejo
. Es lo único que me voy a llevar.

—Me dejas perpleja, como siempre. Pero ¿por qué lloras?

—Por mi hijo, Serapia. Por mi marido. No estarán.

La noche caía sobre el convento de La Calzada de Oropesa cuando Serapia y Jimena se abrazaron, mientras las dos sollozaban por los que ya nunca estarían, por los que no volverían a ver. La luna llena las alumbró un segundo, filtrando su luz por el ventanuco y las rejas, vistiendo el rostro de las dos mujeres de un blanco lechoso y lleno de rayas. Las sombras de los barrotes se movían al ritmo de la luna.

11

Ramón conducía por aquellas carreteras penosas. Ya habían dejado atrás Toledo. A su lado, en el asiento delantero, Matilde Reig luchaba por poner un cigarrillo en la larga pipa de ébano, pero tenía las manos enguantadas. Desde el asiento de atrás, Luis Masa se inclinó.

—Dame. Te ayudo.

Matilde soltó una carcajada cantarina. Estaba contenta. La mañana era espléndida y ninguno de los viajeros de aquel coche —el Citroën de Ramón— podía esperar más en esos momentos.

—¿Cómo que te dé? ¿Puedes usar bien la mano?

—He aprendido rápido y, además, he recuperado toda la movilidad en los dedos. Me aconsejan que haga ejercicios con ellos todos los días. Llevo el cabestrillo porque se me inflaman un poco y en el hospital eran muy pesados con eso de que era la segunda vez que me herían en el mismo brazo. Esos ingleses tienen muchas virtudes, tenemos mucho que aprender de ellos. Pero son excesivamente rígidos en sus costumbres. Se lo he contado estos días a mi hermano. Dame, Matilde, por favor.

Matilde, vestida con un traje de chaqueta beis, de excelente paño y corte, tendió la boquilla y el cigarrillo a Luis, girándose pero sin darle con el pequeño casquete que llevaba puesto. Estaba imponente. Cuando los Masa aparecieron en el vestíbulo del Palace a recogerla a las siete de la mañana se les cortó la respiración. Tacones, medias de seda con costura, falda por debajo de la rodilla, chaqueta sastre y aquella estola de piel, además del sombrerito y los guantes. Parecía una actriz de cine ya talludita. Luis pensó que su hermano había tenido razón cuando se la describió en una de las primeras charlas que mantuvieron nada más salir del aeropuerto: «Matilde es muy elegante, pero no tiene clase. Eso, al menos, es lo que tú dirías, hermano». Y eso era lo que él había pensado cuando le recibió dos días después. Pero aquella mañana estaba actuando.

—Os habéis quedado tiesos, queridos niños. Está claro que no os dais cuenta del intensísimo día que tenemos. Y hay que causar una impresión apabullante. No voy a ser yo menos que vosotros. Estáis también muy guapos.

Y moviéndose con soltura por la escalera, cogió a cada hermano de un brazo y los encaminó hacia la puerta del hotel, donde esperaba el coche de Ramón para ir a La Calzada de Oropesa. Había sido el propio Luis quien les había rogado a ambos que le acompañaran. Tenía miedo, mucho miedo.

Se lo había confesado a Ramón en cuanto estuvieron juntos en el piso de Conde de Barajas, mientras la vieja criada iba de un sitio para otro, atareada y desconcertada, sin saber muy bien qué más servir de comer a sus niños. Vicenta llevaba en la mano un moquero que ya no metía en los bolsillos de su delantal, porque las lágrimas se le caían cada vez que entraba en la salita y veía a los dos hermanos, mano a mano, delante del café, del agua y de los bollos de La Mallorquina que ninguno de los dos había tocado.

Hacía rato que había anochecido, pero tampoco habían encendido la luz. Los cortes de suministro eran continuos, por eso Ramón había pedido a la mujer que encendiera la Petromax que reposaba sobre la mesa de la esquina y que había sido menos eficaz de lo que pensaba cuando la compró. Los rostros de los dos hombres estaban ahora iluminados por el candil alemán y su luz azul les daba un aspecto algo tétrico y espectral.

Llevaban horas hablando y callando. Desde que se abrazaron en el aeropuerto, primero conteniéndose, después mirándose al separarse, para volver luego a abrazarse.

Matilde Reig había cumplido y ellos no sabían que Juan March y el embajador Hoare también. Hoare tuvo su visita a Franco en el Pazo de Meirás en pleno agosto y, a principios de otoño, Luis Masa bajaba de un avión procedente de Londres, con documentación a su nombre, pero como ciudadano británico. Nunca se sabría cuántos tratos más, cuántos hombres más se beneficiaron de aquel encuentro, salvo el asunto del wolframio que habían negociado Hoare y el embajador norteamericano, Carlton Heyes. Franco no vendería más wolframio para el armamento de los alemanes.

Luis no había tenido ni un inconveniente, ni un problema, en el control del aeropuerto. Ramón ya le había puesto en antecedentes de que todo se lo debían a Matilde el primer día que hablaron por conferencia, otro hito en su reencuentro que nunca podrían olvidar. Oírse la voz el uno al otro, aún distorsionada por el cable y los aparatos de baquelita, fue un choque emocional para ambos hermanos, que trocaron los nudos de sus gargantas en toses de circunstancias.

Ahora estaban allí, sentados tras haber comido un festín de cocido madrileño —¡con garbanzos, morcillo y bola!—, preparado por Vicenta y que ambos habían intentado digerir como habían podido, escasos como estaban de hambre y ahítos de emociones.

Raros, tan cercanos a veces, tan lejanos a ratos. Con tantas cosas que explicarse que iba a ser difícil resumir todo en los pocos días que tenían antes de ir a recoger a Jimena a La Calzada y luego a por el niño. Ése había sido el calendario que había marcado Matilde, cumpliendo con mucho las expectativas de Ramón. Todos, absolutamente todos los papeles estaban arreglados. Mano de santo la de Matilde Reig y Juan March.

El pequeño de los Masa no había querido llevar a su hermano al piso de Pontejos. Todo a su debido tiempo. Sería mejor que regresara allí con Jimena. O eso pensaba Ramón, aunque en lo más profundo de su corazón no sabía si entrar en ese piso le costaba más a su hermano o a él mismo. A ráfagas de segundos, sentía que estaba partido, que sus sentimientos eran un infierno o un glaciar, pero no se daba tregua. Nunca podría confesarse que, quizá, en el abismo del amor que él vivía como un pecado imperdonable, había esperado que Luis no regresara. No, jamás podría abrir ese agujero negro.

Le había puesto al día de la situación de Jimena, de la historia de Luisito. Luis tenía noticias gracias a los del partido, que, por una sinuosa red de informadores, se las habían hecho llegar durante los primeros meses al campo de concentración de Argelers. Un camarada que acabó en el campo francés había dejado a su mujer presa en Ventas y él había salido de la de Porlier. Mientras el matrimonio estuvo encarcelado, gracias a la comunicación oficial y a la secreta entre las dos prisiones, se enteró de que la mujer de Luis estaba en la cárcel con su compañera y que había parido una criatura. Madre e hijo habían sobrevivido gracias a la ayuda de un grupo de comunistas que la habían arropado en la prisión. Ésa había sido la primera noticia que el mayor de los Masa tuvo de su mujer y de su hijo desde que cruzó los Pirineos.

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