Dexter estaba sentado en la cama, con la camisa desabrochada.
–¿Em? ¿Lloras?
–No, pero aún es temprano.
Salieron a la hora de comer, con un calor asfixiante, y encontraron un camino en la larga curva de arena blanca que, partiendo del pueblo, se extendía a lo largo de casi dos kilómetros. Llegó el momento de desvelar las prendas de baño. Después de darle muchas vueltas –tal vez demasiadas– a qué bañador se ponía, Emma se había decantado por uno de John Lewis, negro y sin adornos, cuyo nombre podría haber sido «1900». Al empezar a quitarse el vestido, se preguntó si a Dexter le parecería una cobardía no llevar biquini, como si un bañador de una pieza hiciera juego con las gafas, las botas de gamuza y los cascos de ciclista como algo mojigato, cauteloso y no del todo femenino. Tampoco le importaba; pero sí que se preguntó, al sacarse el vestido por la cabeza, si Dexter acababa de mirarla de reojo, o se lo inventaba ella. En todo caso, fue una satisfacción observar que él se había decidido por el look bermudas anchas. Tenderse una semana junto a Dexter con bañador tipo slip habría sido más incómodo de lo que podía aguantar.
–Perdone –dijo él–, ¿no es usted la Chica de Ipanema?
–No, soy su tía.
Emma se sentó, e intentó ponerse crema protectora en las piernas sin que se le movieran los muslos de manera fofa.
–¿Qué es eso? –preguntó él.
–Factor treinta.
–Para eso te podrías poner debajo de una manta.
–No quiero pasarme, que sólo es el segundo día.
–Es como pintura de pared.
–No estoy acostumbrada al sol. No como tú, trotamundos. ¿Quieres un poco?
–No me sienta bien la crema para el sol.
–Mira que eres cabezota, Dexter.
Él sonrió y siguió mirándola desde detrás de sus gafas oscuras, fijándose en que el brazo, al subir, levantaba el pecho contra la tela negra del bañador, y viendo sobresalir la carne suave y clara en la goma del escote. El propio gesto tenía algo: la cabeza ladeada, la manera de apartar el pelo al ponerse crema en el cuello… Sintió las agradables náuseas vinculadas al deseo. Dios mío, pensó, ocho días más así. Por detrás, el bañador tenía un corte bajo. A lo máximo que llegaba Emma era a darse toquecitos poco eficaces en la parte inferior.
–¿Quieres que te la ponga yo en la espalda? –dijo él. Brindarse a poner crema era un truco barato de toda la vida, que no estaba a su altura, francamente. Consideró que lo mejor era disfrazarlo de preocupación médica–. No sea que te quemes.
–Bueno, vale.
Emma se acercó sin levantarse, y se sentó entre las piernas de Dexter con la cabeza apoyada en las rodillas. Dexter le empezó a poner crema, con la cara tan cerca que Emma casi percibía su aliento en la nuca, mientras que él sentía rebotar el calor en la piel de ella. Los dos ponían todo su empeño en dar la impresión de que era un acto de lo más cotidiano, no una clara contravención de las Reglas Dos y Cuatro, las que prohibían tontear y llamaban al pudor.
–Es muy bajo este corte, ¿no? –dijo Dexter, muy consciente de estar tocando la base de la espalda.
–¡Menos mal que no me lo he puesto al revés! –dijo ella.
Siguió un silencio, en el que pensaron ambos: ay, Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío…
Ella, para distraerse, le puso una mano en el tobillo y lo estiró.
–¿Qué es esto?
–Mi tatuaje. De la India.
Lo frotó con el pulgar, como si quisiera eliminarlo.
–Se ha borrado un poco. Es un yin y yang –explicó él.
–Parece una señal de tráfico.
–Significa la unión perfecta de los contrarios.
–Significa «final de la restricción nacional de velocidad». Significa ponte calcetines.
Dexter se rio y le puso las manos en la espalda, alineando los pulgares con los huecos de los omoplatos. Pasó un momento.
–¡Ya está! –dijo alegremente–. Ya tienes la primera mano. ¡Venga, a nadar!
Y así, despacio, fue pasando un día largo y caluroso. Nadaron, durmieron y leyeron, y cuando ya no hacía un calor tan brutal, y se empezó a llenar la playa, quedó de manifiesto un problema. El primero en darse cuenta fue Dexter.
–Oye, ¿veo mal o…?
–¿Qué?
–¿En esta playa están todos desnudos?
Emma levantó la mirada.
–Ah, sí. –Siguió leyendo–. No te quedes embobado, Dexter.
–No me quedo embobado, observo. ¿No te acuerdas de que soy antropólogo titulado?
–Con media de sufi pelado, ¿no?
–No, de bien alto. Mira, nuestros amigos.
–¿Qué amigos?
–Los del
ferry
. Allá, haciendo una barbacoa.
El chico estaba a veinte metros, en cuclillas, pálido y desnudo junto a una bandeja de aluminio de la que salía humo, como si tuviera frío; en cuanto a la chica, los saludaba de puntillas: dos triángulos blancos y uno negro. Dexter le devolvió el saludo con animación:
–¡Que no lleváis nada enciiiima!
Emma apartó la mirada.
–Mira, yo eso no lo podría hacer.
–¿El qué?
–Barbacoa desnuda.
–Es que eres tan convencional, Em…
–Eso no es convencional, es salud básica. Es higiene alimentaria.
–Yo sí que haría barbacoa desnudo.
–Es la diferencia entre los dos, Dex; que tú eres tan oscuro, tan complicado…
–No sé si deberíamos ir a saludar.
–¡No!
–Sólo a decirles cuatro cosas.
–¿Con un muslo de pollo en una mano y la picha de él en la otra? No, gracias. Además, ¿no es infringir el protocolo nudista, o algo así?
–¿El qué?
–Hablar con alguien desnudo, y no estarlo nosotros.
–No lo sé. ¿Sí?
–Tú concéntrate en tu libro, ¿vale?
Emma se giró hacia la línea de los árboles, pero los años le habían dado tal grado de confianza con Dexter que oía entrar las ideas en su cerebro, como cuando se tira una piedra al barro. En efecto:
–¿Qué, qué te parece?
–¿El qué?
–¿Lo tendríamos que hacer?
–¿El qué?
–Quitarnos la ropa.
–¡No, no tendríamos que quitarnos la ropa!
–¡Pero si se la ha quitado todo el mundo!
–¡No es ninguna razón! ¿Y la Regla Cuatro?
–Regla no, pauta orientativa.
–No, regla.
–¿Y qué? Pues nos tomamos algunas libertades.
–Si te tomas libertades, ya no es una regla.
Se dejó caer otra vez en la arena, malhumorado.
–Es que no me parece de muy buena educación. Sólo lo digo por eso.
–Perfecto, pues tú haz lo que quieras. Intentaré apartar la mirada.
–Si sólo lo hago yo, ya no tiene sentido –masculló, enfadado.
Emma se tumbó otra vez.
–Dexter, ¿se puede saber por qué estás tan desesperado por que me quite la ropa?
–Es que he pensado que sin ropa podríamos estar más relajados.
–In-creíble. Francamente increíble.
–¿Tú no crees que estarías más relajada?
–¡NO!
–¿Por qué no?
–¡Da igual por qué! Además, no creo que le gustase mucho a tu novia.
–A Ingrid no le importaría. Ingrid es muy amplia de miras. Sería capaz de quitarse la parte de arriba en el puesto de prensa y libros del aeropuerto…
–Mira, Dex, siento decepcionarte…
–No me decepcionas…
–Pero hay una diferencia…
–¿Qué diferencia?
–Pues para empezar, que Ingrid ha sido modelo…
–¿Y qué? Tú también podrías ser modelo.
Emma se rio estridentemente.
–¿Lo dices en serio, Dexter?
–De catálogos, o algo. Tienes muy buen tipo.
–«Muy buen tipo.» Válgame Dios…
–Todo lo que digo es objetivo al cien por cien. Eres una mujer muy atractiva…
–¡… que se va a dejar la ropa puesta! Si tantas ganas tienes de ponerte morenas las partes, por mí perfecto. Bueno, ¿podemos cambiar de tema?
Dexter se giró y se tumbó al lado, boca abajo, con la cabeza apoyada en los brazos y el codo en contacto con el de Emma, que volvió a oír el ruido de sus pensamientos. Él le clavó un poco el codo.
–Claro que tampoco es nada que no hayamos visto.
Ella dejó lentamente el libro, se subió las gafas por la frente y apoyó la cabeza en los antebrazos, como un reflejo de él.
–¿Perdón?
–Sólo digo que ninguno de los dos tiene nada que no haya visto el otro. En términos de desnudez. –Se quedó mirándole–. ¿No te acuerdas de la noche aquella, después de la fiesta de licenciatura? ¿Nuestra única noche de amor?
–¿Dexter?
–Sólo digo que tampoco es que nos reservemos ninguna sorpresa, genitalmente hablando.
–Creo que voy a vomitar…
–Ya me entiendes…
–De eso hace mucho tiempo…
–Tampoco tanto. Si cierro los ojos, aún puedo verlo…
–No lo hagas…
–Sí, eres tú…
–Estaba oscuro…
–Tampoco tanto…
–Yo estaba borracha…
–Eso dicen todas…
–¿Todas? ¿Quiénes?
–Y tampoco estabas tan borracha…
–Lo bastante como para bajar el listón. Además, que yo recuerde no pasó nada.
–Bueno, tanto como «nada» no diría yo, al menos desde la prespectiva que tenía. ¿«Perspectiva»? ¿«Prespectiva» o «perspectiva»?
–Perspectiva. Yo era joven, y no me enteraba de nada. De hecho lo he borrado de mi memoria, como un accidente de coche.
–Pues yo no. Si cierro los ojos, te veo ahora mismo recortada en la luz de la mañana, con el peto provocativamente tirado en la alfombra india de Habitat…
Emma le dio un buen golpe en la nariz con el libro.
–¡Ay!
–Oye, que no me voy a quitar la ropa, ¿vale? Ni llevaba peto. No he llevado peto en toda mi vida.
Volvió a coger el libro, y empezó a reírse sola, en voz baja.
–¿Qué te hace gracia? –preguntó él.
–Lo de la alfombra india de Habitat. –Emma se rio, y le miró con cariño–. A veces me haces reír.
–¿Ah, sí?
–Muy de vez en cuando. Deberías salir por la tele.
Él sonrió, complacido, y cerró los ojos. Era cierto que conservaba una imagen mental muy nítida de Emma aquella noche, tumbada en la cama individual, sin más ropa que la falda arremangada, levantando los brazos sobre la cabeza mientras se besaban. Pensando en ello, acabó por dormirse.
Volvieron a la habitación a media tarde, cansados, pegajosos y escocidos por el sol, y allí seguía: la cama. Rodeándola, salieron al balcón con vistas al mar, que ahora estaba brumoso, bajo un cielo que pasaba gradualmente del azul al rosado del anochecer.
–Bueno, ¿quién se ducha primero?
–Empieza tú. Yo voy a sentarme fuera, a leer.
Emma se arrellanó en la tumbona descolorida, en la penumbra del crepúsculo, oyendo correr el agua, e intentando concentrarse en la diminuta letra de su novela rusa, que parecía reducirse a cada página. De repente se puso de pie y fue a la neverita que habían llenado de agua y de cerveza. Al coger una lata, se fijó en que la puerta del baño se había abierto sola.
La ducha no tenía cortina. Vio a Dexter de pie, bajo el agua fría, cerrando los ojos contra el chorro, con la cabeza hacia atrás y los brazos levantados. Se fijó en sus omoplatos, en su espalda larga y morena, y en los dos hoyuelos de encima del trasero, blanco y pequeño. Pero… ¡ay, Dios mío!, se estaba girando. La lata de cerveza se deslizó entre las manos de Emma y, en una efervescente explosión de espuma, se propulsó ruidosamente por el suelo. Emma le echó encima una toalla, como si capturase algún roedor salvaje. Después, al levantar la mirada, vio a Dexter, su amigo platónico, desnudo, pero aguantándose la ropa por delante.
–¡Se me ha resbalado! –dijo, recogiendo la espuma de cerveza con la toalla a la vez que pensaba: ocho días y noches así, y me incendiaré yo sola.
Luego le tocó a ella ducharse. Cerró la puerta, se limpió las manos de cerveza e hizo contorsiones al tratar de desvestirse en aquel baño minúsculo y húmedo, que aún olía al
aftershave
de Dexter.
La Regla Cuatro obligó a Dexter a salir al balcón mientras Emma se secaba y se vestía, pero después de experimentar un poco descubrió que si se dejaba puestas las gafas de sol y giraba la cabeza en un determinado ángulo, la veía reflejada en la puerta de cristal, untándose dificultosamente crema en la parábola inferior de su espalda, recién bronceada. Vio agitarse sus caderas cuando se puso las bragas. Vio la curva cóncava de su espalda y el arco de los omoplatos al abrocharse el sostén, antes de que los brazos levantados, y el vestido azul de verano, bajasen como un telón.
Emma se reunió con él en el balcón.
–Quizá deberíamos quedarnos aquí –dijo Dexter–. En vez de saltar de isla en isla, descansar una semana aquí, volver a Rodas, y a casa.
Emma sonrió.
–Sí, puede ser.
–¿No crees que te aburrirías?
–Lo dudo.
–O sea, que estás contenta…
–Bueno, me noto la cara como un tomate a la parrilla, pero aparte de eso…
–Déjame ver.
Emma se giró hacia él, cerrando los ojos, y levantó la barbilla, con el pelo mojado y peinado hacia atrás, dejando la cara despejada, brillante y limpia. Era Emma, pero distinta, luminosa. Dexter pensó en la expresión «besada por el sol», y luego pensó: Dale un beso. Cógele la cara y dale un beso.
Ella abrió los ojos de golpe.
–¿Y ahora?
–Lo que quieras.
–¿Una partida de Scrabble?
–Tengo mis límites.
–Vale, pues ¿qué te parece si cenamos? Se ve que hacen una cosa que se llama ensalada griega.
Los restaurantes del pueblo llamaban la atención por ser todos idénticos. El aire estaba lleno de humo de cordero quemado. Se sentaron en un local tranquilo, al final del puerto, donde empezaba la curva de la playa, y bebieron vino blanco con sabor a pino.
–Árboles de Navidad –dijo Dexter.
–Desinfectante –dijo Emma.
Se oía música de unos altavoces escondidos en las parras de plástico: el
Get into the Groove
de Madonna tocado con cítara. Cenaron panecillos pasados, cordero quemado y una ensalada embebida de ácido acético, todo ello muy sabroso. A partir de un momento, incluso el vino estuvo delicioso, como un enjuague interesante, y Emma no tardó en sentirse dispuesta a infringir la Regla Dos. Prohibido tontear.
–Tengo una idea.
–A ver.
–Pues mira: si nos quedamos ocho días, se nos acabarán los temas de conversación, ¿no?
–No necesariamente.