Pero tranquilo, que no pasa nada, porque Tara está diciendo vamos a bailar antes de que se nos pase, así que van todos y forman un grupo no muy compacto en los arcos del viaducto, frente al DJ y a las luces, y bailan un rato en el hielo seco, sonriendo mucho, asintiendo con la cabeza y mirándose con esas caras raras, tensas, cejijuntas; pero ahora, más que de euforia, asienten y sonríen por necesidad de que les aseguren que aún se están divirtiendo, que no está a punto de acabarse. Dexter no sabe si quitarse la camisa, a veces ayuda, pero ha pasado el momento. Alguien grita cerca de él, pero sin ganas, y no convence a nadie. El enemigo, la conciencia de sí mismo, avanza lentamente; el primero en sucumbir es Gibbsy, o Biggsy, diciendo que la música es una mierda, y todos paran de bailar de golpe, como si se hubiera roto un conjuro.
Yendo hacia la salida, Dexter se imagina el trayecto a su casa, la masa amenazante de taxis ilegales que habrá fuera del club, el miedo irracional a ser asesinado, el piso vacío de Belsize Park, y horas de insomnio haciendo la colada y ordenando sus vinilos hasta que deje de latirle la cabeza y pueda dormir y hacer frente al día, y siente otra oleada de pánico. Necesita compañía. Mira a su alrededor, buscando una cabina telefónica. Podría ver si Callum aún está despierto, pero ahora no le vale la compañía masculina. Podría llamar a Naomi, pero estará con su novio, o a Yolande, pero está de rodaje en Barcelona, o a Ingrid la Tremenda, pero dijo que si volvía a verle, le sacaría el corazón, o a Emma, eso, Emma, no, Emma no, en estas condiciones no, no lo entiende ni le parece bien. Sin embargo, a quien más ganas tiene de ver en este momento es a Emma. ¿Por qué no está con él? Tiene muchas cosas que preguntarle, como por qué nunca han estado juntos, sería genial, un equipo, una pareja, Dex y Em, Em y Dex, lo dice todo el mundo. Le toma por sorpresa este ataque repentino de amor a Emma. Decide coger un taxi a Earls Court y decirle lo genial que es, que la quiere de verdad, y qué
sexy
es, cómo es posible que no se dé cuenta, y por qué no lo hacen y ya está, a ver qué pasa, y si no funciona nada, si se quedan hablando, al menos será mejor que pasar la noche solo. Pase lo que pase, no puede estar solo…
Ya tiene el teléfono en la mano cuando, menos mal, Biggsy, o Gibbsy, les propone ir todos a su casa, no queda lejos, así que salen del club y vuelven a Coldharbour Lane con la seguridad de cuando se va en grupo.
El piso es un espacio grande sobre un viejo pub. Cocina, salón, dormitorio, cuarto de baño… Todo junto, sin paredes ni concesiones a la intimidad salvo la cortina de ducha semitransparente que rodea el váter. Mientras Biggsy prepara el equipo de música, los otros se echan todos sin orden ni concierto en una cama enorme con dosel, cubierta de irónicas pieles de tigre acrílicas y sábanas negras sintéticas. Encima de la cama hay un espejo semicursi. Se quedan mirándolo con los párpados caídos, admirándose desparramados, con cabezas en regazos y manos que buscan a tientas otras manos, jóvenes y listos, atractivos y con éxito, enrollados y no del todo bien de la cabeza, pensando en lo guapos que están y en lo muy amigos que serán de ahora en adelante. Habrá picnics en Hampstead Heath, largos domingos matando el tiempo en el pub, y Dexter vuelve a divertirse.
–Me pareces increíble –le dice alguien a alguien; da igual quién, porque son todos increíbles, de verdad; la gente es increíble.
Pasan las horas sin que nadie se dé cuenta. Ahora hay alguien hablando de sexo, y compiten en hacer revelaciones personales de las que se arrepentirán por la mañana. Hay gente que se besa, y Tara le sigue toqueteando el cuello, clavando sus dedos duros y pequeños en la parte superior de la columna, pero ya se ha pasado todo el efecto de las drogas, y lo que era un masaje relajante se convierte en una serie de golpes y pinchazos, y al levantar la mirada hacia la cara de duende de Tara, de pronto la ve tensa y amenazadora, con la boca demasiado grande y los ojos demasiado redondos, como una especie de mamífero sin pelo. También se da cuenta de que es mayor de lo que se pensaba –por Dios, pero si debe de andar sobre los treinta y ocho–, y de que tiene una especie de pasta blanca entre los dientes, como masilla, y Dexter ya no puede controlar que suba por su columna el pavor al día que tiene por delante, miedo, aprensión y vergüenza que se manifiestan como un pegajoso sudor químico. De repente se sienta, tirita y se pasa lentamente las manos por la cara, de arriba abajo, como si se la limpiase de algo tangible.
Empieza a hacerse de día. En Coldharbour Lane cantan mirlos, y tiene la sensación –tan nítida que casi es una alucinación de estar completamente hueco; vacío, como un huevo de Pascua. Tara, la masajista, le ha creado un nudo grande y enredado de tensión entre los hombros; se ha parado la música, y en la cama alguien pide té, y todos quieren té, té, té, así que Dexter se suelta y va a la enorme nevera, el mismo modelo que tiene él, siniestra e industrial, como salida de un laboratorio de genética. Abre la puerta y mira fijamente. Hay una ensalada que se está pudriendo en la bolsa, con el plástico inflado, a punto de reventar. Le tiemblan los ojos en las órbitas, provocando un último espasmo visual. Al enfocarlos, ve una botella de vodka. Escondido tras la puerta de la nevera, se bebe unos cinco centímetros, y para que pase mejor se toma un trago de zumo de manzana agrio que le pica en la lengua, repulsivamente. Hace una mueca y se lo traga, junto con el chicle. Alguien vuelve a pedir té. Encuentra el
tetrabrik
de la leche, lo sopesa y tiene una idea.
–¡No hay leche! –grita.
–Debería haber –grita Gibbsy o Biggsy.
–No. Vacía. Voy a por más. –Vuelve a meter en la nevera el cartón lleno, sin abrir–. Vuelvo en cinco minutos. ¿Alguien quiere algo? ¿Pitis? ¿Chicles?
A falta de respuesta por parte de sus nuevos amigos, se va discretamente, baja por la escalera dando tumbos y sale a la calle, embistiendo la puerta como si le faltara oxígeno. Luego echa a correr, y no vuelve a ver nunca a esa gente tan increíble.
En Electric Avenue encuentra una central de minitaxis. El 15 de julio de 1993, el sol sale a las 5.01, y Dexter Mayhew ya está en el infierno.
Emma Morley come bien, y bebe con moderación. Últimamente duerme sus buenas ocho horas, y se despierta ella sola sin problemas, justo antes de las seis y media. Entonces se bebe un gran vaso de agua: los primeros 250 ml de su litro y medio diario, servidos de una jarra recién comprada, en un vaso a juego que recibe un haz de luz matutina al lado de su cama doble, limpia y caliente. Una jarra. Posee una jarra. Apenas puede creerse que sea verdad.
También tiene muebles en propiedad. Veintisiete años son demasiados para hacer vida de estudiante. Ahora es dueña de su propia cama, grande, de hierro forjado y mimbre, comprada durante las rebajas de verano en una tienda de mobiliario colonial de Tottenham Court Road. Es el modelo Tahití, y ocupa todo el dormitorio de su piso de al lado de Earls Court Road. El edredón es de plumón de oca, y las sábanas, de algodón egipcio, que, según le informó la vendedora, es el mejor algodón que se conoce; todo ello representa una nueva época de orden, independencia y madurez. Los domingos por la mañana se tumba a solas en la Tahití, como si fuera una balsa, y escucha
Porgy and Bess
, Mazzy Star, el Tom Waits de antes y un LP de las suites para violonchelo de Bach, con los chasquidos entrañables del vinilo. Bebe litros de café, y escribe pequeñas observaciones e ideas para relatos con su mejor pluma, en páginas blanco lino de cuadernos caros. A veces, si le sale mal, duda de si lo que toma por amor a la palabra escrita no será, en realidad, simple fetichismo por los artículos de escritorio. Los escritores de verdad, los que lo son de nacimiento, garabatean en trozos de basura, en el dorso de billetes de autobús, en las paredes de las celdas… Emma, con un gramaje menor de 120, ya no sabe qué hacer.
Otras veces, en cambio, se pasa horas escribiendo tan feliz, como si las palabras estuvieran allí desde siempre, satisfecha y sola en su piso de un solo dormitorio. Sola, pero no porque se sienta así, o casi nunca. Sale cuatro noches por semana, y si quisiera, podría salir más. Conserva sus viejas amistades, y también tiene otras nuevas, entre sus compañeros de clase de la Facultad de Pedagogía. Los fines de semana aprovecha a fondo las guías del ocio, todo menos la sección de salir de noche, que con su jerga es como si estuviera escrita en rúnico. Tiene la sospecha de que ella no bailará nunca jamás en sostén en una sala llena de espuma. Mejor. En vez de eso, va con sus amigos a cines de arte y ensayo y galerías, cuando no alquilan una casa, se dan buenos paseos por el campo y fingen que es donde viven. La gente le dice que tiene mejor aspecto, más segura de sí misma. Ha renunciado a las gomas de pelo aterciopeladas, el tabaco y la comida a domicilio. Tiene cafetera, y es la primera vez en su vida que se está planteando invertir en bolsas de hierbas aromáticas.
Suena el radiodespertador, pero Emma se da el lujo de quedarse en la cama, escuchando las noticias. John Smith tiene problemas con los sindicatos. Para ella es un desgarro, porque le gusta John Smith; parece buena persona, sabio, como un director de colegio. Hasta su nombre hace pensar en firmes principios de hombre del pueblo. Una vez más, toma nota mentalmente de estudiar la posibilidad de afiliarse al Partido Laborista; así quizá no tenga tan mala conciencia, ahora que ya no es de la Campaña por el Desarme Nuclear. No es que no simpatice con sus objetivos, pero empieza a parecerle un poco ingenuo exigir el desarme multilateral, un poco como exigir la bondad universal.
A sus veintisiete años, Emma se pregunta si no se estará haciendo mayor. Antes estaba orgullosa de no querer ver los dos lados de una discusión, pero ahora cada vez acepta más que todo es más ambiguo y complejo de lo que le parecía. Está claro que no entiende las siguientes dos noticias, que son sobre el Tratado de Maastricht y la guerra en Yugoslavia. ¿No debería tener opinión, tomar partido, boicotear algo? Al menos con el
apartheid
tenías las cosas claras. Ahora hay guerra en Europa, y ella, personalmente, no ha hecho nada en absoluto para remediarlo. Demasiado ocupada comprando muebles. Desazonada, se quita de encima el nuevo edredón y, encajonándose en el minúsculo pasillo que forman el lado de la cama y las paredes, avanza de lado hacia el vestíbulo, para entrar en un baño diminuto, en el que nunca tiene que esperar, puesto que vive sola. Tira la camiseta en la cesta de mimbre de la ropa sucia –mucho mimbre en su vida desde aquellas rebajas tan determinantes de Tottenham Court Road–, se pone las gafas de siempre y se planta desnuda ante el espejo, echando los hombros hacia atrás. Podría ser peor, piensa, y entra en la ducha.
Desayuna mirando por la ventana. El piso es un sexto de un edificio de época, hecho de ladrillo rojo, con vistas a un bloque de ladrillo idéntico, también de época. A ella no le gusta especialmente Earls Court: muy venido a menos, y provisional, como vivir en el cuarto de invitados de Londres. Por otro lado, se paga una locura por vivir sola en un piso. Es posible que tenga que mudarse a algo más barato cuando le salga su primer trabajo como profesora, pero de momento le encanta estar tan lejos de Loco Caliente, y del duro realismo social del trastero de Clapton. Emancipada de Tilly Killick tras seis años de convivencia, le encanta saber que no habrá ropa interior acechando en el fregadero, ni marcas de dientes en el cheddar.
Y es que ya no le da vergüenza cómo vive. Hasta ha dejado que la visiten sus padres: Jim y Sue ocupando la Tahití, mientras Emma dormía en el sofá. Durante tres conflictivos años, no se cansaron de hacerle comentarios sobre la mezcla étnica de Londres y lo que valía una taza de té, y aunque no hayan llegado a manifestar en voz alta que les parece bien su nuevo estilo de vida, al menos su madre ya no le insinúa que vuelva a Leeds, a trabajar en la compañía del gas. «Felicidades, Emmy», le susurró su padre al despedirse en la estación de King’s Cross. ¿Felicidades? Pero ¿por qué? Tal vez por estar viviendo finalmente como una persona adulta.
Claro que novio sigue sin haberlo, pero tampoco le importa. De vez en cuando, muy de vez en cuando, digamos que un domingo de lluvia a las cuatro de la tarde, le da un ataque de pánico, y casi le deja sin aliento la soledad. Se sabe que ha cogido una o dos veces el teléfono para asegurarse de que no esté estropeado. A veces piensa en lo bonito que sería que la despertase de noche una llamada: «coge un taxi ahora mismo», o «tengo que verte, tenemos que hablar». Pero en sus mejores momentos se siente como un personaje de novela de Muriel Spark: independiente, aficionada a la lectura, de inteligencia viva y secretamente romántica. A sus veintisiete años, Emma Morley tiene una doble especialidad en Filología e Historia, una cama nueva, un piso de salón y dormitorio en Earls Court, muchas amistades y un posgrado en Pedagogía. Si sale bien la entrevista de hoy, tendrá trabajo como profesora de lengua y teatro, temas que conoce, y que le encantan. Está en el umbral de una nueva carrera como profesora que estimula a sus alumnos, y por fin hay un poco de orden en su vida.
También hay una cita.
Emma tiene una cita formal, como Dios manda. Va a sentarse en un restaurante con un hombre, y a verle comer y hablar. Alguien quiere subir a bordo de la Tahití, y esta noche Emma decidirá si le deja. De pie junto a la tostadora, cortando un plátano en rodajas –primera de las siete porciones de fruta y verdura de hoy–, mira fijamente el calendario. 15 de julio de 1993, un signo de interrogación, y otro de exclamación. Ya falta poco.
La cama de Dexter es de importación, italiana: una plataforma baja y negra, sin adornos, como un escenario o un ring de lucha, funciones ambas que a veces desempeña. Es donde está tumbado a las 9.30, despierto, con una mezcla de aprensión, odio a sí mismo y frustración sexual. Tiene las terminaciones nerviosas de punta y un gusto desagradable en la boca, como si le hubieran bañado la lengua en laca de pelo. Se levanta de golpe y va descalzo a la cocina sueca, por un suelo de tablas barnizadas de negro. Encuentra una botella de vodka en el congelador de su gran nevera industrial, y después de echarse un par de dedos en el vaso, añade la misma cantidad de zumo de naranja. Se consuela con la idea de que como aún no ha dormido, no es la primera copa del día, sino la última de la noche anterior. Además, todo ese tabú sobre beber alcohol de día es una exageración. En Europa lo hacen. El truco es aprovechar el subidón del alcohol para contrarrestar el bajón de las drogas; él se está emborrachando para seguir sobrio, lo cual, bien pensado, es bastante razonable. Animado por esta lógica, se echa otros dos dedos de vodka, pone la banda sonora de
Reservoir Dogs
y se va a la ducha, dándose aires.