Pero a pesar de todo (del amor a la ultraviolencia y a la comida salada, y de la mostaza en la barbilla), Emma se había divertido más de lo esperado. De camino al pub, Ian había cambiado de lado en la acera, para que a ella no la atropellase ningún autobús despistado –detalle curiosamente chapado a la antigua del que Emma nunca había sido objeto–, y habían comentado los efectos especiales, las decapitaciones y destripamientos, hasta que él, después de analizarlo, había declarado que era la mejor de la trilogía
Evil Dead
. En la vida cultural de Ian tenían un lugar preferente las trilogías y cajas recopilatorias, el humor y el terror. En el pub habían tenido un debate interesante sobre si una novela gráfica podía llegar a tener la misma profundidad y riqueza de significados que la popular serie
Middlemarch
, por ejemplo. Protector, atento, Ian era como un hermano mayor que sabía de muchas cosas francamente curiosas, con la diferencia de que se notaba que quería acostarse con ella. Su mirada era tan fija y entregada, que a menudo Emma se sorprendía tocándose la cara, por si tenía algo raro.
Era como le estaba sonriendo en el restaurante, mientras se levantaba con tal entusiasmo que sus muslos chocaron con la mesa, derramando agua del grifo en las aceitunas invitación de la casa.
–¿Pido un trapo? –dijo ella.
–No, no pasa nada; ya uso mi chaqueta.
–No uses tu chaqueta; toma mi servilleta.
–Pues ya he jodido las aceitunas. ¡Me apresuro a añadir que no literalmente!
–Ah… Ya. Claro.
–¡Es un chiste! –bramó él, como gritando «¡fuego!».
No había estado tan nervioso desde la última y desastrosa noche de improvisación. Tranquilo, se dijo con firmeza al secar el mantel, y al levantar la mirada hacia Emma la vio quitarse la chaqueta de verano, con ese echar los hombros hacia atrás y el pecho hacia delante que hacen las mujeres sin darse cuenta del ansia que despiertan. Allá estaba: segunda gran burbuja de amor y deseo a Emma Morley de la velada.
–Estás guapísima –le salió, sin poder aguantarse.
–¡Gracias! Tú también –dijo ella por puro reflejo.
Ian se había puesto uniforme de humorista: chaqueta de lino arrugada y camiseta negra, que en honor de Emma no llevaba ningún nombre de grupo, ni ningún comentario irónico. Elegante, pues.
–Me gusta –dijo ella, señalando la chaqueta–. ¡Tiene estilo!
Ian se frotó la solapa con el pulgar y el índice, como diciendo: «¿El qué, esto tan viejo?».
–¿Me da su chaqueta, por favor? –dijo el camarero, guapo y elegante.
–Sí, gracias.
Emma se la dio. Ian supuso que tendría que darle propina al final. No importaba. Emma lo valía.
–¿Quieren beber algo? –preguntó el camarero.
–Pues mire, creo que me tomaría un vodka con tónica.
–¿Doble? –dijo el camarero, tentándola a gastar aún más.
Cuando Emma miró a Ian, le vio una chispa de pánico en la cara.
–¿Es una imprudencia?
–No, no.
–¡Pues venga, uno doble!
–¿Y usted, señor?
–Yo espero al vino, gracias.
–¿Agua mineral?
–¡DEL GRIFO! –bramó Ian. Luego añadió, más calmado–: Del grifo está bien; bueno, si tú…
–Del grifo está bien. –Emma le tranquilizó con una sonrisa. El camarero se fue–. Por cierto, no hace falta decirlo, pero esta noche pagamos a medias, ¿eh? Y no discutas. ¡Que estamos en 1993, hombre!
Ian sintió que la quería aún más. Decidió hacer un poco de teatro, para guardar las formas.
–¡Pero si eres estudiante, Em!
–Ya no. ¡Ahora soy profesora titulada! Hoy he tenido la primera entrevista de trabajo.
–¿Y qué tal?
–¡Muy, muy bien!
–Felicidades, Em, me alegro mucho.
Ian se arrojó sobre la mesa para darle un beso en la mejilla, no, uno en cada mejilla, no, un momento, sólo una mejilla, no, vale, las dos.
La carta ya estaba estudiada de antemano para dar pie al humor. Aunque Emma intentara concentrarse, Ian hizo el numerito y se embarcó en una selección de los mejores chistes: que si para antipásticos los camareros, que si la pasta al dente a duras penne se cuece… ¿Y los
frutti di mare
? ¿Desde cuándo se pescaban las manzanas? ¿Y qué manía tenían ahora con el ragú? ¿Qué les había pasado a los espaguetis con tomate de toda la vida? Se preguntó cómo habrían dicho sopa de letras: ¿pasta en forma albafética con su caldo? A saber.
Chiste a chiste, Emma fue perdiendo esperanzas de cara a la velada. Se cree que con tanta risa acabaremos en el catre, pensó, pero donde acabaré yo de verdad es en el metro, yendo a casa. Al menos en el cine Ian tenía los Revels y la violencia para distraerse, mientras que allá, cara a cara, todo era verborrea compulsiva. Todos sus compañeros del curso de adaptación pedagógica eran chistosos profesionales, sobre todo en el pub, después de unas cervezas; y aunque ella lo encontrase exasperante, también se daba cuenta de que lo fomentaba: ellas sentadas y risueñas, y ellos haciendo trucos con cerillas y pegando rollos sobre programas infantiles u olvidadas chucherías de los setenta. La enfermedad de los Peta Zetas, el desquiciante cabaret
non-stop
de los chicos en los pubs.
Se trincó el vodka. Ian ya tenía la carta de vinos, y estaba en pleno numerito sobre el esnobismo de aquel mundo: «una voluptuosa invasión de incendio en el bosque, con notas explosivas de manzana al
toffee
», etcétera. Aquella escena, el Do mayor del humorista aficionado, tenía el potencial de ser infinita. Emma se distrajo intentando imaginarse a un hombre teórico, una figura imaginaria que se limitase a mirar la carta de vinos sin montar el espectáculo, y pidiera uno sin pretensiones, pero con autoridad.
–… aromas de ganchitos de beicon ahumado con un fondo suculento de jirafa…
Me está aturdiendo a risas, pensó Emma. Supongo que podría interrumpirle, o tirarle un panecillo, pero se los ha comido todos. Miró a los demás comensales, todos en plena actuación, y pensó: ¿ya está? ¿El amor romántico se reduce a esto, a una demostración de talento? Cena, acuéstate conmigo, enamórate y te prometo años y años de material de primera como el que estás oyendo.
–¿… imaginas que vendieran así la cerveza? –Acento de Glasgow–: «Nuestra Especial es de paladar sabroso, con francos matices de barrio popular, carro de la compra viejo y deterioro urbano. ¡Es ideal para la violencia doméstica!»
Se preguntó de dónde salía la falacia de que los hombres graciosos tienen algo irresistible. Cathy no pierde la cabeza por Heathcliff porque sea un chistoso. Lo más irritante de toda esa locuacidad era que Ian le caía bien, y que sus expectativas iniciales eran bastante altas, con cierta ilusión por volver a verle; a él, que ahora decía…
–… nuestro zumo de naranja es de color naranja, con un fondo muy marcado de naranjas…
Bueno, ya está bien.
–… ordeñada, no, sonsacada de ubres de vacas, la leche reserva 1989 se caracteriza por su lechosidad…
–Ian…
–¿Qué?
–¿Te puedes callar?
Siguió un silencio, en el que Ian puso cara de ofendido, y Emma se sintió violenta. Debía de haber sido el vodka doble. Intentó arreglarlo diciendo en voz alta:
–¿Y si pedimos un Valpolicella, y ya está?
Él consultó la carta.
–Moras y vainilla, pone aquí.
–¿Puede ser que lo hayan escrito porque es un vino que sabe un poco a moras y vainilla?
–¿A ti te gustan las moras y la vainilla?
–Me encantan.
Una mirada de reojo al precio.
–¡Pues lo pedimos!
Menos mal que a partir de ese momento la cosa empezó a mejorar un poco.
Hola, Em. Soy yo otra vez. Ya sé que has salido con el Risas, pero sólo quería decirte que cuando vuelvas, suponiendo que estés sola, he decidido que al final no iré al estreno. Me quedaré toda la noche en casa. Si quieres venir… Vaya, que me gustaría. Yo te pago el taxi, y te podrías quedar a dormir. Pues eso. Cuando vuelvas, sea la hora que sea, llámame y coge un taxi. Ya está. Hasta luego, espero. Besos, y todo eso. Adiós, Em. Adiós.
Hablaron de los viejos tiempos, hacía ya tres largos años. Emma cenó sopa, y después pescado, mientras que Ian, que se había decidido por un surtido de hidratos de carbono, empezó con un enorme cuenco de pasta con carne, sobre la que hizo nevar parmesano hasta enterrarla. Sumada al vino tinto, le serenó un poco. También Emma se había relajado; de hecho, no andaba muy lejos de la borrachera. ¿Y por qué no? ¿No se lo merecía? Había dedicado los últimos diez meses a trabajar mucho en algo en lo que creía, y aunque algunas de las prácticas hubieran sido francamente aterradoras, era lo bastante lúcida como para darse cuenta de que lo hacía bien. Del mismo parecer habían sido en la entrevista de la tarde, evidentemente, visto cómo asentía y sonreía con aprobación el director. Aunque ella no se atreviese a decirlo en voz alta, sabía que el puesto ya era suyo.
Entonces ¿por qué no celebrarlo con Ian? Le examinó la cara mientras él hablaba, y llegó a la conclusión de que estaba más atractivo que antes, sin la menor duda; al verle ya no pensaba en tractores. No tenía nada de refinado, ni de delicado; en un cásting de película de guerra, podrían haberle dado el papel de inglés valiente que escribe cartas a su madre, mientras que Dexter…, ¿qué habría sido? Un nazi amanerado. Aun así, le gustaba su manera de mirarla. Cariñosa, he ahí la palabra. Cariñosa y borracha. También ella se sentía pesada, y sensual, y cariñosa.
Ian le sirvió lo que quedaba de vino.
–¿Y qué, de los del grupo ves a alguno?
–La verdad es que no. Me encontré una vez a Scott en Ave César, aquella porquería de italiano, y estaba bien. Aún le duraba el enfado. Por lo demás, procuro evitarlo. Es un poco como la cárcel: vale más no relacionarse con los otros ex presos. Menos contigo, claro.
–Tan mal no estaba, ¿no? Trabajar allí.
–Bueno, son dos años de mi vida que no repetiría. –Dicha en voz alta, la observación la impactó, pero la ventiló con un encogimiento de hombros–. No sé. Supongo que no fue muy buena época, y ya está.
Ian empujó los nudillos de Emma con los suyos, con una sonrisa atribulada.
–¿Por eso no te ponías cuando te llamaba?
–¿No me ponía? No sé, es posible. –Emma se llevó la copa a los labios–. Ahora estamos aquí. Cambiemos de tema. ¿Cómo va la carrera de humorista?
–Bien, bien. Tengo unos bolos de improvisación donde se hace todo sobre la marcha, imprevisible al cien por cien. ¡A veces no les hago ninguna gracia! Aunque supongo que es la emoción que tiene improvisar, ¿no?
Emma no estaba segura de que fuera así, pero asintió con la cabeza.
–También tengo un bolo los jueves por la noche en el Don Risas de Kennington. Es un poco más incisivo, más de temas. Como lo de Bill Hicks con los anuncios, ¿sabes? Los típicos anuncios tontos de la tele…
Volvió a hacer el numerito. Emma dejó su sonrisa en fotograma parado. Mejor no decírselo, porque le habría matado, pero desde que le conocía, Ian debía de haberla hecho reír dos veces, una de ellas al caerse por la escalera del sótano. Era un hombre con mucho sentido del humor, pero al mismo tiempo no tenía ninguna gracia. A diferencia de Dexter. A Dexter no le interesaban para nada los chistes; probablemente el sentido del humor le pareciese un poco violento y no muy en la onda, como la conciencia política, pero en su compañía Emma se reía todo el rato, a veces histéricamente, hasta mearse un poco encima. Durante las vacaciones en Grecia se habían reído diez días seguidos, una vez zanjado el pequeño malentendido. Se preguntó dónde estaría Dexter en aquel momento.
–¿Y qué, le has visto por la tele? –dijo Ian.
Emma dio un respingo, como si la hubieran pillado.
–¿A quién?
–A tu amigo Dexter, en aquella tontería de programa.
–A veces; si está puesto, vamos.
–¿Y él cómo está?
–Ah, muy bien, como siempre; bueno, un poco chalado, si quieres que te diga la verdad; un poco desquiciado. Tiene a su madre enferma, y bueno… no se lo está tomando muy bien.
–Cuánto lo siento. –Ian puso cara de preocupación, buscando la manera de cambiar de tema; no por insensibilidad, sino porque no quería que le estropease la velada la enfermedad de alguien a quien no conocía–. ¿Habláis mucho?
–¿Con Dex? Casi todos los días, aunque no le veo mucho. Con tantos compromisos de la tele, y tantas novias…
–Ahora ¿con quién sale?
–Ni idea. Son como los peces que te compras en las ferias: no tiene sentido ponerles nombre, porque nunca duran mucho. –No era la primera vez que lo decía. Esperó que a Ian le gustara la frase, pero se quedó muy serio–. ¿Por qué pones esa cara?
–Supongo que es que nunca me cayó muy bien.
–Ya me acuerdo.
–Y eso que me esforzaba.
–Bueno, no te lo tomes como nada personal. Es que no sabe tratar con hombres. No le ve sentido.
–La verdad es que siempre me daba la impresión…
–¿De qué?
–De que te daba un poco por sentada.
Otra vez yo! Nada, sólo para ver si estabas. Un poco borracho, la verdad. Un poco sentimental. Eres de lo que no hay, Emma Morley. Estaría bien verte. Llama cuando llegues. ¿Qué más quería decir? Nada, sólo que eres de lo que no hay. Pues eso. Cuando llegues. Llámame. Dame una llamada.
Cuando llegaron los segundos
brandies
, ya no podía discutirse que estuvieran borrachos. Parecía borracho todo el restaurante, incluido el pianista canoso, que se enredaba con las teclas al tocar
I Get a Kick Out of You
, y le daba pisotones al pedal de sostenido como si le hubieran cortado el cable del freno. Emma, obligada a levantar la voz, que oía resonar en su cabeza al hablar con gran pasión y fuerza sobre su nueva carrera.
–Es en un instituto grande del norte de Londres, para dar lengua y literatura, y un poco de teatro. Un cole chulo, con mezcla de verdad, no de esos de las afueras donde se pasan el día tratándote de usted. Vaya, que los chavales son un poco conflictivos, pero no pasa nada. A esa edad es como se tiene que ser. Bueno, lo digo ahora. Luego seguro que se me comen viva, los muy cabroncetes. –Dio vueltas al brandy en la copa como había visto en las películas–. Me veo sentada al borde de la mesa, explicando que Shakespeare fue el primer rapero, o algo así, y un montón de chavales mirándome con la boca abierta, hipnotizados. Como si me imaginara en andas sobre hombros jóvenes y exaltados. Será como me mueva por todo el cole, por el aparcamiento, el comedor… Iré por todas partes a hombros de chicos que me adoren. Un profe de esos de
carpe diem
.