Este monólogo, con sus variantes, se repite en la cabeza de Dexter a lo largo del gran día: en el trayecto hacia las oficinas de la productora, yendo en berlina con chófer al estudio de Isle of Dogs, durante el ensayo de la tarde, la reunión de producción, las sesiones de peluquería y maquillaje, y así hasta el momento de quedarse solo en su camerino, cuando por fin puede abrir la bolsa, sacar la botella que ha metido por la mañana, ponerse un buen vaso de vodka, echarle zumo de naranja y empezar a beber.
–
D
ale, dale, dale, dale, dale…
Tres cuartos de hora para que suba el telón, y se los oye corear en todo el bloque de Lengua y Literatura.
–Dale, dale, dale…
En el pasillo, por donde camina muy deprisa, Emma ve salir del vestidor a la señora Grainger, como si huyera de un incendio.
–He intentado pararlos, pero no me hacen caso.
–Gracias, señora Grainger. Seguro que puedo arreglarlo.
–¿Aviso al señor Godalming?
–No creo que pase nada. Usted vaya a ensayar con el grupo.
–Yo ya dije que esto era un error. –La señora Grainger se va deprisa, con la mano en el pecho–. Yo ya dije que no saldría bien.
Emma respira hondo, y al entrar ve a la horda: treinta adolescentes con chisteras, faldas de aros y barbas postizas, gritando y riéndose mientras Jack Dawkins le clava las rodillas en los brazos a Oliver Twist, y le pega la cara al suelo lleno de polvo.
–A ver, ¿qué está pasando aquí?
La turba victoriana se gira.
–Quítemela de encima, seño –masculla Oliver con la boca en el linóleo.
–Se están peleando, seño –dice Samir Chaudhari, de doce años, con enormes patillas.
–Gracias, Samir, ya lo veo.
Emma se abre camino para separarlos. Los dedos de Sonya Richards, la chica negra y flaca que hace de Jack Dawkins, aún se aferran al escalado rubio del pelo de Oliver. Emma la coge por los hombros, mirándola a los ojos fijamente.
–Suéltale, Sonya. Suéltale ya, ¿vale? ¿Vale?
Al final Sonya lo hace y retrocede, con los ojos empañados a medida que la rabia deja paso al orgullo herido.
Martin Dawson, el huérfano Oliver, parece atontado. Corpulento, metro ochenta de estatura, es más alto que el mismísimo señor Bumble, pero aun así el fornido pordiosero parece a punto de llorar.
–¡Ha empezado ella! –se lamenta, alternando bajos y agudos, mientras se pasa la base de la mano por la cara sucia.
–Bueno, Martin, ya está.
–Eso, Dawson, que te calles.
–Va en serio, Sonya. ¡Basta!
Emma está en el centro del círculo, con los adversarios cogidos por el codo, como un árbitro de boxeo. Se da cuenta de que para salvar el espectáculo tendrá que improvisar una arenga entusiasta, uno de los muchos momentos a lo Enrique V de los que está compuesta su vida laboral.
–¡Anda, pero qué bien os queda el vestuario! ¡Fijaos en Samir, con ese pedazo de patillas! –Se ríen. Samir se presta al juego y se rasca el pelo falso–. Fuera tenéis amigos y parientes, y todos van a ver una función buenísima, teatro del bueno. Al menos yo es lo que creía. –Se cruza de brazos y suspira–. Aunque me parece que no habrá más remedio que suspenderlo…
Es un farol, naturalmente, pero el efecto es ideal: un gran gemido a coro de protesta.
–¡Si no hemos hecho nada, seño! –protesta Fagin.
–Pues entonces ¿quién gritaba «dale, dale, dale», Rodney?
–¡Es que a ésta se le ha ido la bola, seño! –trina Martin Dawson.
Sonya se le intenta echar encima.
–¿Qué pasa, Oliver, que quieres más?
Se oyen risas. Emma desempolva el discurso de triunfo contra la adversidad.
–¡Ya está bien! ¡Se supone que sois una compañía, no una horda! Mirad, no os lo quiero esconder: aquí, esta noche, hay gente que no se cree que os vaya a salir bien. No os ven capaces. Se creen que es demasiado complicado para vosotros. ¡Que es Charles Dickens, Emma!, me dicen. No son bastante inteligentes. No tienen bastante disciplina para trabajar en grupo. No están a la altura de
Oliver!
Ponles algo más fácil.
–¿Quién lo ha dicho, seño? –dice Samir, dispuesto a rayarles el coche con las llaves.
–Da igual quién lo haya dicho. Lo importante es lo que piensan. ¡Y puede que tengan razón! ¡Puede que sea mejor cancelarlo!
Hay un momento en el que tiene miedo de pasarse, pero es difícil sobrestimar la avidez adolescente por el drama: un gran gemido de protesta brota de todos a la vez, con sus cofias y chisteras. Aunque sepan que Emma se está marcando un farol, disfrutan con el riesgo. Emma hace una pausa teatral.
–Bueno, a ver. Ahora saldremos Sonya, Martin y yo a hablar un poco. Vosotros, mientras tanto, seguid preparándoos. Luego os sentáis sin hacer ruido, y pensáis cada uno en vuestro papel. Después ya decidiremos qué se hace. ¿Vale? ¿Vale o no?
–¡Sí, seño!
Al salir Emma tras los dos adversarios, el vestidor está en silencio, pero nada más cerrar la puerta vuelve a oírse ruido. Acompaña a Oliver y Jack Dawkins por el pasillo, pasando al lado del gimnasio, donde la señora Grainger está dirigiendo a la banda de música en un
Consider Yourself
de lo más disonante. Se pregunta una vez más en qué se ha metido.
Primero habla con Sonya.
–Bueno, ¿qué ha pasado?
La luz de la tarde entra al sesgo por las grandes ventanas reforzadas de 4D. Sonya se queda mirando el bloque de ciencias, simulando aburrimiento.
–Nada, cosas que nos hemos dicho.
Se sienta al borde de una mesa, balanceando sus largas piernas, con viejos pantalones de colegio hechos jirones, y hebillas de papel de aluminio en unas zapatillas de deporte negras. Se toquetea con una mano la cicatriz de la vacuna contra la tuberculosis, crispando como un puño su carita dura y guapa, como si avisase a Emma de que no le venga con chorradas de aprovecha el día. A los otros les da miedo Sonya Richards. A veces, incluso Emma teme por su dinero para la comida. Es por su mirada imperturbable, y su rabia.
–No pienso pedirle perdón –le espeta Sonya.
–¿Por qué no? Y no digas «porque ha empezado él», por favor.
La cara de Sonya se abre de indignación.
–¡Es que es verdad!
–¡Sonya!
–Me ha dicho…
Se calla.
–¿Qué te ha dicho? ¿Sonya?
Sonya hace un cálculo, sopesando en una mano la deshonra de chivarse, y en la otra el sentido de la justicia.
–Me ha dicho que si puedo hacer este papel es porque en el fondo no tengo que actuar, porque en la vida real también soy una tarada.
–Una tarada.
–Sí.
–¿Es lo que te ha dicho Martin?
–Me lo ha dicho y le he pegado.
–Bueno. –Emma suspira, y mira al suelo–. Lo primero que hay que decir es que nunca se puede pegar a nadie, diga lo que diga.
Sonya Richards es su proyecto. Sabe que no debería tener proyectos, pero Sonya es de una inteligencia tan palmaria… La más inteligente de la clase, con diferencia, pero también una chica agresiva, un látigo de resentimiento y orgullo herido.
–¡Es que es un gilipollas, seño!
–¡Basta, Sonya, por favor! –dice Emma, pese a que en cierto modo le parece que Sonya tiene sus razones contra Martin Dawson: trata a los alumnos, los profesores y toda la enseñanza pública como un misionario que se ha dignado caminar entre ellos. La noche pasada, durante el ensayo general, lloró de verdad al cantar
Where is Love
?, sacando los agudos como piedras del riñón, y Emma no pudo evitar preguntarse qué se sentiría subiendo al escenario, poniéndole una mano en la cara y empujándole hacia atrás con firmeza. El comentario de la campesina le cuadra perfectamente. Aun así…
–Si es lo que te ha dicho…
–Sí, seño.
–Voy a hablar con él, pero si es lo que te ha dicho, lo único que demuestra es que es un ignorante, y tú, igual de boba, por seguirle la corriente. –Topa con «boba», una palabra muy poco de barrio. Más calle, más calle, se dice–. Pero mira, si no podemos resolver este… marrón, pues entonces se acabó la función, en serio.
La cara de Sonya vuelve a crisparse. Emma observa, sorprendida, que parece a punto de llorar.
–Eso no lo puede hacer.
–Quizá no tenga más remedio.
–¡Seño!
–No podemos hacer la función, Sonya.
–¡Sí que podemos!
–¿Para qué, para que luego te líes a bofetadas con Martin durante
Who Will Buy
? –A Sonya se le escapa la sonrisa–. Tú eres lista, Sonya, muy, muy lista, pero te ponen trampas y caes tú sola. –Sonya suspira, recupera la compostura y mira el pequeño rectángulo de césped seco que hay frente al bloque de ciencias–. Con lo bien que podrías hacerlo… No sólo en la función, sino en clase. Este curso lo has hecho muy bien, con inteligencia, sensibilidad y pensando bien las cosas. –Como Sonya no sabe reaccionar a los elogios, se sorbe la nariz y pone mala cara–. El curso que viene lo puedes hacer aún mejor, pero tienes que controlar tu mal genio, Sonya. Tienes que demostrarles a los otros que tú no eres así. –Es otro discurso. A veces Emma piensa que gasta demasiadas fuerzas en hacer este tipo de discursos. Albergaba la esperanza de obtener algún tipo de efecto estimulante, pero la mirada de Sonya ha saltado por encima de su hombro, hacia la puerta del aula–. Sonya, ¿me estás escuchando?
–Está aquí Barbas.
Al girarse, Emma ve una cara peluda en el cristal de la puerta, y en medio del pelo oscuro, dos ojos como de oso curioso.
–No le llames Barbas, que es el director –le dice a Sonya.
Después le hace señas a él de que pase. De todos modos es verdad: la primera (y la segunda) palabra que le viene a la cabeza siempre que ve al señor Godalming es «barba». Es de esas barbas que parece mentira la cantidad de cara que tapan: cuidada, bien recortada, pulcra, pero negrísima, de conquistador español, con un par de ojos azules encima, como dos agujeros en medio de una alfombra. Total, que es el Barbas. Cuando entra, Sonya se empieza a rascar la barbilla. Emma abre mucho los ojos para avisarla.
–Buenas tardes –dice el director, con su voz campechana de cuando ya no hay clase–. ¿Qué tal? ¿Todo bien, Sonya?
–Está la cosa un poco peluda –dice Sonya–, pero creo que nos saldrá bien.
Emma resopla por la nariz. El director se gira a mirarla.
–¿Todo bien, Emma?
–Le estaba dando unos consejos a Sonya, para la función. ¿Quieres irte, Sonya, y así te sigues preparando? –Sonya baja de la mesa con una sonrisa de alivio, y se va alegremente hacia la puerta–. Dile a Martin que me espere, que son dos minutos.
Emma y el señor Godalming se quedan solos.
–¡Bueno! –dice él, sonriendo.
–Bueno…
En un ataque de informalidad, el señor Godalming va a sentarse al revés en una silla, como los actores; luego parece que se arrepintiera, pero llegara a la conclusión de que ya es demasiado tarde.
–Menuda, esta Sonya.
–Nada, fanfarronerías.
–Me han dicho algo de una pelea.
–No ha pasado nada. Los nervios de antes de la función.
La verdad es que es portentoso lo incómodo que se le ve con el respaldo por delante.
–Me han dicho que tu protegida le estaba zurrando a nuestro futuro delegado.
–La exaltación de la juventud. Además, no creo que Martin fuera del todo inocente.
–La palabra que he oído es bofetón.
–Le veo muy bien informado.
–Bueno, es que soy el director.
El señor Godalming sonríe a través de su pasamontañas. Emma se pregunta si sería posible ver crecer el pelo, fijándose bastante tiempo. ¿Y qué habrá debajo de todo eso? ¿Y si resulta que el señor Godalming es guapo y todo?
El director señala la puerta con la cabeza.
–He visto a Martin en el pasillo. Está muy… sensible.
–Es que lleva seis semanas metido en el personaje. Está siguiendo el método Stanislavski. Para mí que si pudiera, tendría raquitismo.
–¿Es bueno?
–¡No, qué va, si es un horror! Donde mejor estaría es en un orfanato. Cuando cante
Where is Love
?, usted no dude en meterse trozos de programa en las orejas. –El señor Godalming se ríe–. En cambio, Sonya lo hace muy bien.
Cambia de postura, incómodo.
–¿Qué puedo esperar de esta noche, Emma?
–Ni idea. Puede pasar de todo.
–Personalmente, soy más de
Sweet Charity
. Recuérdame por qué no podíamos hacer
Sweet Charity
.
–Bueno, es que es un musical sobre prostitución, y…
El señor Godalming vuelve a reírse. Con Emma lo hace mucho. Ya se ha fijado más de uno. Corren rumores entre el personal, murmullos sórdidos sobre favoritismo, y es verdad que esta noche la está mirando muy fijamente. Pasa un momento. Emma mira otra vez hacia la puerta, por cuyo cristal se asoma lloroso Martin Dawson.
–Será mejor que vaya a hablar con Edith Piaf, antes de que le dé un ataque.
–Claro, claro. –El señor Godalming parece contento de descabalgarse de la silla–. Suerte para esta noche. Mi mujer y yo llevamos toda la semana esperándolo.
–No me lo creo.
–¡Es verdad! Después de la función te la presento. ¿Qué te parece si Fiona y yo tomamos algo con tu… prometido?
–¡No, por Dios, sólo novio! Ian…
–Luego, en las copas…
–Un vaso de precipitados con naranjada en polvo…
–La cocinera ha ido al súper…
–He oído rumores sobre croquetitas…
–Dando clases, ¿eh?
–Luego dice la gente que no tiene
glamour
…
–Por cierto, Emma, estás preciosa.
Emma abre los brazos. Se ha maquillado, sólo un poco de pintalabios a juego con un vestido
vintage
con estampado de flores, de color rosa oscuro, y puede que un poco demasiado ceñido. Se mira el vestido, como si la hubieran tomado por sorpresa, aunque en realidad su desconcierto se debe al comentario.
–¡Muchas gracias! –dice, aunque él se ha dado cuenta de su titubeo.
Pasa un momento. El director mira la puerta.
–¿Le digo a Martin que entre?
–Sí, por favor.
Se para y se gira a medio camino.
–Perdona, pero ¿he infringido algún tipo de código profesional? ¿Eso se les puede decir a los subordinados? ¿Que están guapos?
–Pues claro –dice ella; pero los dos saben que la palabra no ha sido «guapa». Ha sido «preciosa».
–
P
erdone, estoy buscando al hombre más odioso de la televisión –dice en la puerta Toby Moray, con su estridente y quejumbrosa vocecita.