Cuando pase, si le pasa, adorará al bebé, y hará comentarios sobre lo diminuto de sus manos, e incluso sobre cómo huele su escrofulosa cabecita; hablará de epidurales, falta de sueño y cólicos, que a saber qué narices son. Hasta es posible que llegue a embelesarse por unas botitas. De momento, sin embargo, mantendrá las distancias, la calma y la serenidad, sin dejarse afectar; dicho lo cual, al primero que la llame «tía Emma» le dará un puñetazo en la cara.
Stephanie ya ha acabado de exprimirse, y le está enseñando su leche a Adam, acercándola a la luz como si fuera un gran vino. Todos convienen en que es un sacaleches estupendo.
–¡Ahora me toca a mí! –dice Emma; pero nadie se ríe, y justo entonces se despierta el bebé en el piso de arriba.
–Lo que tendrían que inventar –dice Adam– son toallitas cloroformizadas.
Stephanie suspira, y sale derrengada. Emma decide que no tardará en irse a su casa. Puede acostarse tarde, y trabajar en el manuscrito. Vibra otra vez el teléfono. Un mensaje de Dexter, que le pide que vaya hasta Surrey para hacerle compañía.
Lo apaga.
… Ya sé que está muy lejos, pero es que me parece que puedo tener depresión posparto. Coge un taxi, que lo pago yo. ¡Sylvie no está! Ya, ya sé que da lo mismo, pero… si quieres quedarte a dormir, tenemos cuarto de invitados. Bueno, cuando oigas el mensaje dime algo. Adiós.
Vacila, repite «adiós» y cuelga. Un mensaje sin sentido. Parpadea, sacude la cabeza y se sirve más vino. Luego baja por la lista de contactos del teléfono, hasta llegar a la S de Suki Móvil.
Al principio no contesta. Le alivia, porque a fin de cuentas ¿puede salir algo bueno de llamar a una ex novia? Justo cuando va a colgar, oye el característico bramido.
–¿DIGA?
–¡Hola!
Desempolva su sonrisa de presentador.
–¿QUIÉN ES?
Se oye una fiesta, quizá en un restaurante.
–¡Haz algo de ruido!
–¿QUÉ? ¿QUIÉN ES?
–¡Tienes que adivinarlo!
–¿QUÉ? ¡NO TE OIGO BIEN!
–He dicho que lo adivines.
–¿QUIÉN ES?
–HE DICHO QUE TIENES QUE… –Como ya le cansa el juego, dice sencillamente–: ¡Soy Dexter!
Una pausa.
–¿Dexter? ¿¿Dexter Mayhew??
–¿A cuántos Dexter conoces, Suki?
–No, si ya sé qué Dexter eres; lo que pasa es que… ¡UALA, DEXTER! ¡Hola, Dexter! Espera un momento… –Oye el ruido de una silla. Se la imagina seguida por miradas de curiosidad al levantarse de la mesa y meterse por un pasillo del restaurante–. ¿Qué tal, Dexter?
–Muy bien, muy bien; sólo llamaba…, nada, para decirte que te he visto esta noche por la tele, y he empezado a pensar en los viejos tiempos. Se me ha ocurrido llamarte y saludar. Por cierto, estabas muy guapa. Por la tele. Me ha gustado el programa. Muy buen formato. –¿Buen formato? Payaso…–. ¿Y tú qué tal, Suki?
–¿Yo? Muy bien, muy bien.
–¡Sales por todas partes! ¡Estás triunfando! ¡En serio!
–Gracias. Gracias.
Hay un momento de silencio. El pulgar de Dexter acaricia el botón de colgar. Cuelga. Haz ver que se ha cortado. Cuelga, cuelga, cuelga…
–¿Cuánto hace, Dex, cinco años?
–Sí, ya lo sé; me he acordado de ti al verte por la tele; que por cierto, estabas muy guapa. ¿Qué tal todo? –No digas eso, que ya lo has dicho. ¡Concéntrate!–. Oye, que… ¿dónde estás? Hay mucho ruido…
–En un restaurante. Estoy cenando con unos colegas en un restaurante.
–¿Alguien que conozca?
–No creo. Digamos que son nuevas amistades.
«Nuevas amistades.» ¿Será hostilidad?
–Ah, ya.
–Oye, Dexter, ¿y tú dónde estás?
–¿Yo? En casa.
–¿En casa? ¿Un sábado por la noche? ¡Qué raro en ti!
–Bueno, es que…
Está a punto de contarle que está casado, que tiene una hija y que vive en una urbanización, pero como le parece que podría ser una manera de subrayar lo absolutamente fútil de la llamada, se queda callado. La pausa se alarga. Se fija en que tiene un galón de mocos en el jersey de algodón que una vez se había puesto en Pacha. También se da cuenta del nuevo olor que tiene en la punta de los dedos, un cóctel contranatural de bolsas de tirar pañales y cáscaras de gambas.
Habla Suki.
–Oye, que acaban de traer los segundos…
–Ah, vale; ¡bueno, pues eso, que estaba pensando en los viejos tiempos, y en que me gustaría volver a verte! Para comer, no sé, o tomar una copa…
El volumen de la música de fondo disminuye, como si Suki se hubiera metido en algún rincón privado. Se le endurece el tono al decir:
–¿Sabes qué te digo, Dexter? Que no me parece muy buena idea.
–Ah, vale.
–Quiero decir, que hace cinco años que no te veo, y me parece que en esos casos suele haber algún motivo, ¿no?
–Sólo pensaba…
–Quiero decir, que tampoco es que me tratases muy bien, ni que te interesara mucho; total, ibas ciego casi todo el rato…
–¡Oye, que eso no es verdad!
–¡Joder, si ni siquiera me fuiste fiel! Siempre ibas a follarte a alguna asistente de producción, o camarera, o lo que fuese. Ahora no sé a qué viene llamarme por teléfono como si fuéramos amigos de toda la vida, y ponerte nostálgico sobre los «viejos tiempos», esos seis meses dorados que, la verdad, para mí fueron una mierda.
–Vale, Suki, ya te he entendido.
–Además, estoy con otro, buen tío de verdad, y soy muy feliz. De hecho, me está esperando.
–¡Pues venga, vete! ¡VETE!
En el piso de arriba, Jasmine rompe a llorar, quizá de vergüenza.
–¡No puedes pillar una cogorza, llamarme después de siglos y esperar que…!
–No, si no… Yo sólo… ¡Joder! ¡Bueno, vale, no he dicho nada!
Los berridos de Jasmine resuenan por la escalera de madera decapada.
–¿Qué es ese ruido?
–Un bebé.
–¿De quién?
–Mío. Tengo una hija. Una hija pequeña. De siete meses.
Un silencio, que dura lo justo para que Dexter se arrugue visiblemente. Luego Suki dice:
–Pues entonces ¿por qué coño me pides que salgamos?
–Bueno, no sé… Una copa entre amigos…
–Yo ya tengo amigos –dice Suki, en voz baja–. Creo que deberías ir a ver a tu hija, ¿no, Dex?
Cuelga.
Al principio, Dexter se queda sentado, escuchando la señal. Después baja la mano, mira fijamente el teléfono y sacude con fuerza la cabeza, como si le hubieran dado una bofetada. Y se la han dado.
–Pues sí que ha salido bien –murmura.
Contactos, Editar contacto, Borrar contacto. «¿Seguro que desea borrar Suki Móvil?», pregunta el teléfono. ¡Coño, que sí, que sí, bórrala! Clava el dedo en los botones. Contacto borrado, pone en el teléfono, pero no es suficiente; Contacto erradicado, Contacto vaporizado, es lo que necesita. Como el llanto de Jasmine está llegando al ápice del primer ciclo, Dexter se levanta bruscamente y tira el teléfono contra la pared, dejando una rascadura negra en la pintura Farrow and Ball. Vuelve a tirarlo, y deja otra marca.
Insultando a Suki, y a sí mismo por imbécil, prepara un biberón pequeño, enrosca al máximo el tapón, se lo mete en el bolsillo, coge el vino al vuelo y sube corriendo hacia el llanto de Jasmine, que se ha convertido en un sonido horrible, ronco, áspero, como si se estuviera destrozando la garganta. Irrumpe en el cuarto.
–¡Me cago en Dios, Jasmine, haz el favor de callarte! –vocifera.
Se tapa enseguida la boca con la mano, de vergüenza al verla de pie en la cuna, con los ojos muy abiertos de angustia. La coge en brazos y se sienta con la espalda en la pared, absorbiendo su llanto en el pecho; después se la pone en el regazo y le acaricia la frente con mucha ternura; como no funciona, empieza a acariciarle suavemente el cogote. ¿No debería haber algún punto secreto de presión, para frotarlo con el pulgar? Dibuja círculos en la palma de la mano de Jasmine, que se abre y se cierra de rabia. Todo es inútil: sus dedos, grandes, gruesos, intentando esto y aquello sin que nada funcione. Tal vez, piensa, la niña no esté bien, o simplemente es que no soy su madre. Inútil como padre, inútil como marido, inútil como novio e inútil como hijo.
Pero ¿y si le pasa algo? Piensa que podría ser un cólico. O que le estén saliendo los dientes; ¿le estarán saliendo los dientes? Empieza a cundir el nerviosismo. ¿Y si la lleva al hospital? Es una posibilidad, pero claro, ahora está demasiado borracho para conducir. Inútil, inútil, inútil.
–Venga, concéntrate –dice en voz alta.
En la estantería hay un medicamento, con las palabras «puede causar somnolencia», las más bonitas del idioma. Antes eran «¿tienes una camiseta que me puedas prestar?». Ahora son «puede causar somnolencia».
Hace saltar a Jasmine sobre la rodilla, hasta calmarla un poco. Luego le pone en los labios la cuchara llena, hasta que considera que ya se ha tomado cinco mililitros. Los veinte minutos siguientes giran en torno a un cabaret demencial, en el que agita como loco animales que hablan. Explota al máximo su limitado repertorio de voces graciosas, suplicando con tono agudo o grave, y diversos acentos regionales, que no haga más ruido, venga, venga, a dormir. Le pone libros delante de la cara, levantando y estirando solapas, y clavando el dedo en la página a la vez que dice:
–¡Pato! ¡Vaca! ¡Tren chu-chu! ¡Mira, mira qué tigre más divertido!
Monta espectáculos de marionetas disparatados. Un chimpancé de plástico canta sin parar la primera estrofa de
El patio de mi casa
; Tinky Winky interpreta
En la vieja factoría,
y sin saber por qué, un cerdito de peluche le dedica a Jasmine
Into the Groove
. Se meten debajo de los arcos de la manta de actividades, y hacen ejercicio los dos juntos. Dexter le pone en sus manitas el teléfono móvil, y le deja apretar botones, babear en el teclado y escuchar la voz del reloj, hasta que afortunadamente Jasmine se tranquiliza; ahora sólo gime un poco; sigue totalmente despierta, pero está contenta.
En el cuarto hay un reproductor de CD, un Fisher Price panzudo con forma de locomotora de vapor. Apartando los libros y juguetes del suelo con los pies, Dexter aprieta el
play. Clásicos relajantes para bebés
, una parte del proyecto de control mental integral de Sylvie. Por unos altavoces diminutos suena la
Danza del hada de azúcar
.
–¡A bailar! –exclama Dexter, subiendo el volumen con la chimenea de la locomotora, y empieza a ejecutar un vals ebrio por la habitación, con Jasmine cerca del pecho.
Ella se despereza, cerrando y flexionando sucesivamente sus afilados dedos, y por primera vez mira a su padre sin cara de enfado. Por un momento, Dexter ve su propia cara sonriéndole. Jasmine hace ruidos con la boca, abriendo mucho los ojos. Se está riendo.
–¡Así me gusta! –dice él–. Muy bien, preciosa.
Se anima, y tiene una idea.
Echándose al hombro a Jasmine, y chocando con los marcos de las puertas, baja corriendo a la cocina, donde guarda provisionalmente todos sus CD hasta que estén hechas las estanterías. Hay miles, sobre todo discos gratis, herencia de cuando se le consideraba influyente. Verlos le hace volver a su época de DJ, cuando se paseaba por el Soho con aquellos auriculares tan ridículos. Se pone de rodillas, y rebusca en la caja con una mano. El truco no es hacer que Jasmine duerma, el truco es intentar que esté despierta, y para eso van a montarse una fiesta, sólo para ellos dos; una fiesta mil veces mejor que lo que pueda ofrecer cualquier club de Hoxton. A la mierda Suki Meadows. Va a hacer de DJ para su hija.
Revigorizado, excava a mayor profundidad en los estratos geológicos de los CD que representan diez años de modas, seleccionando algún que otro disco que amontona en el suelo, y entusiasmándose con su plan. El
acid jazz
, los
break-beats
, el
funk
de los setenta y el
acid house
dejan paso al
deep house
y al
progressive house
, a la electrónica, al
big beat
, a lo ibicenco y a antologías con la palabra «chill»; incluso a una selección, corta y poco convincente, de
drum and bass
. Buscar música vieja debería ser un placer. No obstante, le sorprende descubrir que sólo de ver las carátulas se pone nervioso y le da cague, por lo ligadas que están a recuerdos de noches de insomnio y paranoia con desconocidos en su piso, conversaciones idiotas con amigos a quienes ya no conoce. La música de baile le pone nervioso. Ahora sí que ya está, piensa; señal de que me estoy haciendo viejo.
Entonces ve el lomo de un CD, con letra de Emma. Es una antología que le hizo con su nuevo ordenador, en agosto pasado, justo antes de la boda, cuando él cumplió los treinta y cinco. La antología se titula «Once años», y en la carátula, hecha a mano, hay una foto; como la impresora de Emma es de las baratas, la foto está borrosa, pero no tanto como para no reconocerlos a los dos sentados en la ladera de una montaña, la cumbre de Arthur’s Seat, el volcán extinto que domina Edimburgo. Debió de ser la mañana después de licenciarse. ¿Cuántos años han pasado, doce? En la foto, Dexter, con camisa blanca, está apoyado en una roca, con un cigarrillo colgando del labio. Emma está un poco más lejos, con las rodillas contra el pecho y la barbilla en las rodillas. Lleva unos 501 muy ceñidos en la cintura, y está un poco más rechoncha que ahora; desgarbada, incómoda, con los ojos medio tapados por un flequillo irregular teñido con
henna
. Es la expresión que desde entonces pone en todas las fotos: media sonrisa, con la boca cerrada. Al fijarse en su cara, Dexter se pone a reír. Se la enseña a Jasmine.
–¡Mira! ¡Es tu madrina, Emma! Fíjate qué delgado estaba tu papá. Mira, pómulos. Antes tu papá tenía pómulos.
Jasmine se ríe en silencio.
Al volver al cuarto de Jasmine, Dexter la deja en el rincón y saca el CD de la caja. Dentro hay una postal con letra muy pequeña, su tarjeta de cumpleaños del año pasado.
1 de agosto de 1999. Aquí tienes un regalo casero. Repítete que lo que cuenta es la intención, lo que cuenta es la intención. Esto es una reproducción muy cuidada en CD de un casete recopilatorio que te hice hace siglos. Canciones de verdad, no esa porquería de
chill-out.
Espero que te guste. Feliz cumpleaños, Dexter, y felicidades por tantas buenas noticias. ¡Marido! ¡Padre! Las dos cosas las harás genial
.
Me alegro de haberte recuperado. Acuérdate de que te quiero mucho
.