–Gracias. Gracias. –Una breve pausa–. ¿Me das una calada? –dijo, quitándole de la boca el último cigarrillo y poniéndoselo entre los labios–. Mira. –Se sacó de la cartera un recuadro de papel manchado, y lo acercó a la lámpara de sodio–. Es la eco de las doce semanas. ¿A que es increíble?
Emma cogió el papelito y cumplió su obligación de mirarlo. La belleza de los ultrasonidos es algo que sólo pueden entender los padres; sin embargo, no era la primera vez que lo veía, y ya sabía lo que se esperaba de ella.
–Qué mono –suspiró, aunque a decir verdad podría haber sido una Polaroid del interior del bolsillo de Dexter.
–Mira, esto de aquí es la columna vertebral.
–Muy bonita.
–Se distinguen hasta los deditos.
–Huuyyy. ¿Niño o niña?
–Espero que niña. O niño. Me da igual. Pero ¿a ti te parece bien?
–Más que bien. Me parece maravilloso. ¡Coño, Dexter, joder, te doy un minuto la espalda…!
Emma se le echó otra vez al cuello. Se sentía borracha, llena de cariño y también de cierta pena, como si se estuviese terminando algo. Tenía ganas de hacer un comentario en esa línea, pero le pareció mejor decirlo en broma.
–Acabas de destruir todas mis posibilidades de felicidad futura, por supuesto, pero me alegro muchísimo por ti, de verdad.
Él torció el cuello para mirarla, y de repente había algo moviéndose entre ellos dos, algo vivo, que vibraba en el pecho de Dexter.
Emma puso una mano en el sitio.
–¿Es tu corazón?
–Es mi móvil.
Se apartó un poco y le dejó sacar el teléfono del bolsillo interior. Al mirar la pantalla, Dexter sacudió un poco la cabeza para serenarse y le dio el cigarrillo con cara de culpable, como si fuera una pistola recién disparada. Recitó rápidamente: «No parezcas borracho no parezcas borracho».
Adoptó una sonrisa de televenta y contestó:
–¡Hola, amor!
Emma oyó a Sylvie por el aparato.
–Pero ¿dónde estás?
–Es que me he perdido un poco.
–¿Perdido? ¿Cómo puedes haberte perdido?
–Bueno, es que estoy en un laberinto…
–¿Un laberinto? ¿Y qué haces en un laberinto?
–Bueno…, nada…, pasar el rato. Nos ha parecido gracioso.
–Pues mira, Dexter, mientras tú te diviertes, yo estoy aquí que no me muevo, con una ancianita que me está soltando un rollo sobre Nueva Zelanda…
–Ya, ya lo sé; llevo siglos intentando salir, pero es que…, bueno…, ¡que esto parece un laberinto! –Soltó una risita, pero el teléfono quedó en silencio–. ¿Hola? ¿Sylvie? ¿Me oyes?
–¿Estás con alguien, Dexter? –dijo Sylvie en voz baja.
Dexter echó un vistazo a Emma, que aún se fingía cautivada por la ecografía. Pensó un poco. Después le dio la espalda y dijo una mentira.
–Pues la verdad es que somos todo un grupo. Esperamos un cuarto de hora más y empezamos a cavar un túnel. Si no funciona, nos comeremos a alguien.
–Ah, ya veo a Callum. ¡Menos mal! Voy a hablar con Callum. Date prisa, ¿vale?
–Vale, ahora salgo. ¡Adiós, cariño, adiós! –Colgó–. ¿Qué, parecía borracho?
–En absoluto.
–Tenemos que salir ahora mismo.
–Por mí perfecto. –Emma miró a ambos lados, desesperanzada–. Deberíamos haber dejado un rastro de migas.
Como en respuesta, se oyó un zumbido y un clic, y se fueron apagando una por una todas las lámparas que iluminaban el laberinto, dejándolos a oscuras.
–Muy oportuno –dijo Dexter.
Se quedaron un momento quietos, mientras se les acostumbraban los ojos a la oscuridad. El grupo estaba tocando
It’s Raining Men
. Escucharon atentamente la música, como si pudiera darles alguna pista sobre su situación.
–Deberíamos volver –dijo Emma–. Antes de que empiece a llover hombres.
–Buena idea.
–Hay un truco, ¿no? –dijo Emma–. Si mal no recuerdo, pones la mano izquierda en la pared, y si no la despegas, al final sales.
–¡Pues vamos a hacerlo!
Dexter sirvió las dos últimas copas de champán y dejó la botella vacía en la hierba. Emma se quitó los tacones y puso las puntas de los dedos en el seto. Empezaron a caminar por el pasillo de hojas en penumbra, primero con cautela.
–Bueno, ¿vendrás o no? A mi boda.
–Pues claro. Lo que ya no te puedo prometer es que no interrumpa la ceremonia.
–¡Debería haber sido yo!
Se rieron en la oscuridad, y siguieron caminando.
–De hecho, iba a pedirte un favor.
–Por favor, por favor, no me pidas que sea el padrino, Dex.
–No es eso. Es que hace siglos que intento escribir un discurso, y quería preguntarte si me echarías una mano.
–¡No! –se rio Emma.
–¿Por qué?
–Pues porque creo que si lo escribo yo, tendrá menos hondura emocional. Tú escribe lo que sientes de verdad.
–Bueno, no sé si es muy buena idea… «Quiero dar las gracias al
catering
; por cierto, estoy cagado de miedo.» –Dexter escudriñó la oscuridad–. ¿Estás segura de que funciona? Parece que nos estamos internando aún más.
–Fíate de mí.
–Oye, que tampoco es que quiera que lo escribas todo, sólo que lo arregles un poco…
–Perdona, pero eso lo tienes que hacer solo.
Se pararon en una confluencia de tres pasillos.
–Tú fíate de mí. Sigamos.
Caminaron en silencio. El grupo había encadenado la última canción con el
1999
de Prince, jaleado por los invitados–. La primera vez que oí esta canción –dijo Emma–, pensé que era ciencia ficción. 1999. Coches flotantes, comida en pastillas y vacaciones en la Luna. Ahora que ya estamos, todavía conduzco un Fiat Panda. Es la leche. No ha cambiado nada.
–Menos que ahora soy padre de familia.
–Padre de familia. ¡Dios mío! ¿No te da miedo?
–A veces, pero luego, si te fijas en los idiotas que consiguen criar a sus hijos… Yo siempre me digo lo mismo: si puede hacerlo Miffy Buchanan, tampoco puede ser tan difícil.
–¿Sabes que en las coctelerías no se puede entrar con bebés? Te miran raro.
–No pasa nada. Aprenderé a que me guste quedarme en casa.
–Pero ¿eres feliz?
–¿Feliz? Creo que sí. ¿Y tú?
–Un poco más. Tirando a feliz.
–Tirando a feliz. Bueno, no está mal.
–Es a lo máximo que podemos aspirar.
Las yemas de los dedos de la mano izquierda de Emma pasaron por la superficie de una estatua que le sonó. Ya se situaba. Si giraban primero a la derecha, y después a la izquierda, saldrían a la rosaleda: de vuelta a la fiesta, de vuelta a la prometida de Dexter, y a sus amigos, y ya no tendrían tiempo de hablar. De pronto sintió una tristeza sorprendente, y se paró un momento, girándose hacia Dexter para cogerle las manos.
–¿Te puedo decir algo? ¿Antes de volver a la fiesta?
–Venga.
–Estoy un poco borracha.
–Yo también. No pasa nada.
–Sólo que… pues que te he echado de menos.
–Yo también te he echado de menos.
–Pero mucho, Dexter, mucho. Me apetecía contarte tantas cosas, y no estabas…
–Yo igual.
–También me siento un poco culpable por haberme ido corriendo.
–¿Eso hiciste? No te lo tuve en cuenta. A veces me ponía un poco… detestable.
–Más que un poco. Eras un borde alucinante.
–Ya lo sé…
–Egoísta, y creído; y aburrido, mira qué te digo…
–Vale, vale, ya lo he pillado…
–Pero bueno, de todos modos debería haber aguantado un poco más. Con lo de tu madre, y todo eso…
–Bueno, tampoco es excusa.
–No, vale, pero era normal que te afectase.
–Aún tengo la carta que me escribiste. Es muy bonita. Me alegré de recibirla.
–Ya, pero creo que debería haberme esforzado más en seguir en contacto. Con los amigos hay que estar a las duras y a las maduras, ¿no? Y aguantar lo que te echen.
–Yo no te lo reprocho.
–Ya, pero bueno…
Se dio cuenta, avergonzada, de que se le habían empañado los ojos.
–¡Eh, eh! ¿Qué te pasa, Em?
–Nada, perdona; es que he bebido demasiado…
–Ven aquí.
Dexter la abrazó, tocando su cara contra la piel desnuda de su cuello, que olía a champú y seda húmeda. Ella respiró en el cuello de él:
aftershave
, sudor, alcohol, y el olor de su traje. Se quedaron abrazados hasta que Emma contuvo la respiración y habló.
–Voy a decirte lo que pasa. Es que… cuando no te veía, todos los días pensaba en ti por algo. Pero todos los días, ¿eh?
–Yo igual…
–… aunque sólo fuera: «Ojalá que esto lo viera Dexter», «Y ahora ¿dónde estará Dexter?», o «Pero qué tonto es Dexter, por Dios…». Ya me entiendes. Y hoy, al verte… pues he pensado que te había recuperado. A mi mejor amigo. Y ahora, con todo esto (la boda, el bebé)… Me alegro muchísimo por ti, muchísimo, pero tengo la sensación de haberte perdido otra vez.
–¿Perdido? ¿En qué sentido?
–Ya sabes lo que pasa: cuando tienes familia, cambian tus responsabilidades; pierdes el contacto con la gente…
–No necesariamente…
–En serio, siempre pasa. Yo ya lo sé. Tendrás otras prioridades. Nuevos amigos, parejas jóvenes simpáticas del curso de preparación al parto, que también tendrán hijos y te entenderán, o estarás cansado de no dormir en toda la noche…
–Pues mira, no, porque tendremos un bebé de los que no dan mucho trabajo. Creo que los dejas en un cuarto y ya está. Con un abrelatas y un hornillo.
Notó en el pecho que Emma se reía. En ese momento, pensó que no había ninguna sensación mejor que hacer reír a Emma Morley.
–No pasará. Te lo prometo.
–¿Sí?
–Por lo que quieras.
Ella se apartó a mirarle.
–¿Me lo juras? ¿No volverás a desaparecer?
–Si tú no desapareces, yo tampoco.
Ahora eran sus labios los que estaban en contacto: las bocas muy cerradas y los ojos abiertos, quietos los dos como estatuas. Fue un momento que se prolongó, una especie de gloriosa confusión.
–¿Qué hora es? –dijo Emma, apartando la cara con pánico.
Dexter se subió la manga y miró su reloj de pulsera.
–Casi las doce.
–¡Anda! Pues tendríamos que volver.
Caminaron en silencio, sin saber muy bien qué había pasado, ni qué pasaría a continuación. Con dos giros, volvieron a la salida del laberinto, y a la fiesta. Justo cuando Emma iba a abrir la puerta de roble macizo, Dexter le tocó la mano.
–Em…
–¿Qué, Dex?
Quería cogerle la mano y volver al laberinto. Apagaría el teléfono, y se quedarían hasta el final de la fiesta, perdidos, hablando de todo lo ocurrido.
–¿Otra vez amigos? –acabó diciendo.
–Otra vez amigos. –Em le soltó la mano–. Bueno, vamos a buscar a tu prometida, que quiero felicitarla.
Paternidad
SABADO 15 DE JULIO DE 2000
Richmond, Surrey
Jasmine Alison Viola Mayhew.
Al haber nacido al final de la tarde del tercer día del nuevo milenio, siempre tendría la misma edad que el siglo. Dos kilos novecientos menuditos pero sanos, y según el parecer de Dexter, de una belleza indescriptible. Se supo dispuesto a sacrificar la vida por ella, a la vez que bastante seguro de que había pocas posibilidades de que se presentara la ocasión.
Aquella noche, sentado en la silla baja de vinilo del hospital, con el paquetito de cara roja entre los brazos, Dexter Mayhew tomó una decisión solemne. Resolvió que en adelante iría por el buen camino. Aparte de algunos imperativos biológicos y sexuales, todas sus palabras y actos serían dignos de los oídos y los ojos de su hija. Viviría como si en todo momento estuviera sometido al examen de Jasmine. Jamás haría nada que pudiera provocarle a ella dolor, ansiedad o vergüenza, y en su vida ya no habría nada, absolutamente nada, de lo que avergonzarse.
Esta solemne resolución se mantuvo en pie aproximadamente noventa y cinco minutos. Sentado en un váter, intentando soplar el humo del cigarrillo dentro de una botella vacía de Evian, debió de escapársele un poco, porque se disparó el detector, despertando a sus exhaustas mujer e hija de un sueño muy necesario; y al ser llevado fuera del baño, sin soltar la botella de tapón de rosca llena de humo gris amarillento, la mirada de los ojos cansados y entornados de su esposa lo decía todo: Dexter Mayhew no estaba a la altura, y punto.
El creciente antagonismo entre los dos se vio exacerbado por el hecho de que Dexter, con el cambio de siglo, se encontró sin trabajo, y sin perspectivas de tenerlo. La franja de emisión de
Sport Xtreme
se había deslizado inexorablemente hacia el amanecer, hasta que quedó claro que nadie podía trasnochar tanto entre semana, ni siquiera los que practicaban bicicleta BMX, por muy flipantes y molones que fueran los movimientos. El programa se arrastró hasta morir del todo, y el permiso de paternidad derivó en una situación mucho menos estilosa, como era la del desempleo.
El cambio de casa supuso una distracción temporal. Tras mucha resistencia, el piso de soltero de Belsize Park fue alquilado por una fortuna mensual, y sustituido por una casita pareada muy bonita en Richmond, que le dijeron que tenía muchas posibilidades. Dexter alegó ser demasiado joven para irse a vivir a Surrey (unos treinta y cinco años), pero no se podía discutir la calidad de vida, los buenos colegios, la red de transporte y los ciervos que corrían por el parque. Quedaba cerca de los padres de ella, y los Gemelos vivían por la zona. En consecuencia, ganó Surrey, y en mayo dieron inicio a una tarea interminable, un pozo sin fondo en lo económico: lijar todas las superficies de madera existentes, y derribar hasta el último tabique. También desapareció el deportivo Mazda, sacrificado por un monovolumen de segunda mano del que no había forma de borrar el olor a vómito comunitario de la anterior familia.
Era un año importante para la familia Mayhew, a pesar de lo cual Dexter averiguó que disfrutaba mucho menos de lo esperado construyéndose un nido. Él se había imaginado la vida familiar como una especie de anuncio de hipoteca alargado: una pareja guapa en mono azul, con rodillos en la mano, sacando la vajilla de un antiguo arcón, y dejándose caer en un sofá grande y viejo. Se imaginaba llevando a pasear perros peludos por el parque, y de noche, dando biberones hasta la extenuación, pero contento. A medio plazo, llegaría el momento de los días en la playa, las fogatas en la arena, y los arenques a la brasa con madera traída por las olas. Se inventaría juegos ingeniosos, y montaría estanterías. Sylvie se pondría las camisas viejas de él, con las piernas al aire. Él llevaría mucha ropa de punto y, como cabeza de familia, velaría por el bienestar de sus seres queridos.