Cuando no exploran tiendecitas independientes en alguna gran ciudad europea, pasan el tiempo en West London con los amigos de ella: chicas menudas, guapas y severas, y sus novios de mejilla sonrosada y culo gordo, todos los cuales, al igual que Sylvie, trabajan en marketing, o en publicidad, o en la City. La verdad es que estos supernovios hiperseguros de sí mismos no acaban de ser de la cuerda de Dexter. Le hacen pensar en los prefectos y delegados que conoció en el cole; desagradables no es que sean, pero muy enrollados tampoco. Da igual. Lo enrollado no da para montarse la vida, y este estilo menos caótico y más ordenado tiene sus ventajas.
En el fondo, la serenidad no cuadra con la borrachera; por eso, a excepción de alguna copa de champán o vino a la hora de la cena, Sylvie no bebe alcohol. Tampoco fuma, ni se droga, ni come carne roja, ni pan, ni azúcar refinado, ni patatas. Y algo más importante: no le interesa Dexter borracho. Sus habilidades como afamado mixólogo no le dicen nada. La ebriedad la incomoda, le parece degradante y, más de una vez, al final de la velada, él se ha encontrado solo por culpa del tercer martini. Le han dado a elegir, aunque sin formularlo explícitamente: o te quitas de todo y pones orden en tu vida, o me pierdes. Últimamente, en consecuencia, hay menos resacas, menos hemorragias nasales y menos mañanas retorciéndose de asco y de vergüenza. Ya no se acuesta con una botella de vino tinto por si le entra sed durante la noche, lo cual se agradece. Se siente un hombre nuevo.
Pero lo más increíble de Sylvie es que le gusta mucho más que él a ella. Le gusta que sea tan directa, que tenga tanto aplomo y esté tan segura de sí misma. Le gustan su ambición, feroz y sin complejos, y sus gustos, caros e inmaculados. Le gusta su aspecto, por supuesto, y lo buena pareja que hacen, pero también le gusta su falta de sentimentalismo; es dura, luminosa y deseable como un diamante, y por primera vez en su vida, le toca a él engastarlo. Al salir con ella por primera vez –un restaurante francés de Chelsea, ruinosamente caro–, Dexter le preguntó en voz alta si estaba disfrutando. Ella dijo que muchísimo, pero que no le gustaba reírse en compañía porque no le gustaba la cara que ponía al reír. Y aunque Dexter se quedó un poco espeluznado, por otra parte le admiró su dedicación.
Esta visita, la primera a casa de sus padres, forma parte de un fin de semana largo, una parada en Chichester antes de seguir por la M3 hasta una casa de alquiler en Cornualles, donde Sylvie le enseñará a hacer surf. Está claro que Dexter no debería tomarse tanto tiempo libre, sino trabajar, o buscar trabajo, pero la perspectiva de ver a Sylvie seria y con los mofletes sonrosados, con traje de baño y el pelo recogido, es casi irresistible. La mira, para saber si lo está haciendo bien, y ella sonríe a la luz de las velas para tranquilizarle. De momento todo bien. Dexter se sirve la última copa de vino. No le conviene beber demasiado. Con esta gente hay que estar lúcido.
Después del postre (un sorbete hecho con fresas propias, elogiado hasta el exceso por Dexter), ayuda a Sylvie a llevar los platos dentro de la casa, una mansión de ladrillo rojo que parece una casa de muñecas de las caras. Están en la cocina, victoriana y campestre, llenando el lavavajillas.
–Con tus hermanos nunca sé quién es quién.
–Una buena manera de acordarse es que Sam es odioso y Murray, vil.
–Me parece que no les caigo muy bien.
–Ellos sólo se caen bien a sí mismos.
–Creo que les parezco un poco notas.
Sylvie le coge la mano por encima de la cesta para los cubiertos.
–¿Tiene alguna importancia lo que piense de ti mi familia?
–Depende. ¿A ti te importa lo que piense de mí tu familia?
–Supongo que un poco.
–Pues entonces a mí también –dice Dexter con gran sinceridad.
Sylvie para de llenar el lavavajillas y le mira atentamente. De la misma manera que no es muy aficionada a las risas en público, a Sylvie no le gustan las manifestaciones de cariño ostentosas, con abrazos y arrumacos. Con ella, el sexo es como un partido de
squash
especialmente duro, que le deja dolorido, y con la sensación general de haber perdido. El contacto físico es escaso, y cuando lo hay, tiende a surgir sin previo aviso, de manera brusca y rápida. De repente Sylvie le pone una mano en la nuca y le besa con fuerza, a la vez que le coge la otra mano y se la mete entre las piernas. Él la mira a los ojos, muy abiertos, concentrados, y ajusta sus facciones para expresar deseo, no incomodidad por que se le clave la puerta del lavavajillas en las espinillas. Oye entrar a la familia en formación, y las groseras voces de los gemelos en el recibidor. Intenta apartarse, pero tiene el labio inferior fuertemente sujeto entre los dientes de Sylvie, que se lo estira de manera cómica, como en los dibujos animados de la Warner Brothers. Gime. Ella se ríe. Después le suelta el labio, que vuelve de golpe a su sitio, como un estor enrollable.
–No puedo esperar a que nos vayamos a la cama –musita, mientras Dexter se pasa el dorso de la mano por la boca para ver si hay sangre.
–¿Y si nos oye tu familia?
–Me da igual. Ya soy mayor.
Dexter se plantea decírselo ahora, que la quiere.
–Pero Dexter, por Dios, que las cazuelas no se meten directamente en el lavavajillas, primero hay que aclararlas.
Sylvie se va al salón, y Dexter se queda aclarando los cacharros.
No es hombre que se deje intimidar por cualquiera, pero esta familia tiene algo, una autosuficiencia, un estar pagados de sí mismos, que le hace sentirse a la defensiva. Cuestión de clase no es, eso seguro; él viene de un entorno igual de privilegiado, aunque mucho más liberal y bohemio que los Cope, conservadores del ala dura. Lo que le pone nervioso es la obligación de demostrar que es un triunfador. Los Cope son de los que se levantan temprano, salen a caminar por la montaña y nadan en los lagos; sanos, robustos, superiores. Él está decidido a no dejarse apabullar.
Cuando entra en el salón, se giran a plantarle cara las potencias del Eje, y se hace un rápido silencio, como si hubieran estado hablando de él. Dexter sonríe con aplomo y se deja caer en uno de los sofás bajos con estampado de flores. Tal como está decorado el salón, se respira un ambiente de hotel rural, incluido el abanico de
Country Life, Private Eye
y
The Economist
en la mesita de centro. Hay un silencio pasajero. Se oye el tictac de un reloj. Justo cuando Dexter va a coger
The Lady
…
–Ya sé: vamos a jugar a
¿Estás aquí, Moriarty?
–dice Murray, recibiendo la aquiescencia de toda la familia, incluida Sylvie.
–¿Qué es
¿Estás aquí, Moriarty?
? –pregunta Dexter.
Todos los Cope menean la cabeza al unísono por la ignorancia del intruso.
–¡Es un juego de salón fantástico, fantástico! –dice Helen, más animada que en toda la tarde–. ¡Lo jugamos desde hace años! –Mientras tanto, Sam ya está enrollando el
Daily Telegraph
para obtener un bastón largo y rígido–. Le vendas los ojos a uno de los jugadores, le das un periódico enrollado y le pones de rodillas delante de otro…
–… que también tiene los ojos vendados –sigue Murray, a la vez que rebusca en los cajones del escritorio antiguo en busca de un rollo de celo–. El del periódico enrollado dice: «¿Estás aquí, Moriarty?».
Le tira el celo a Sam.
–El otro se tiene que retorcer para esquivarle, y luego contesta ¡sí!, o ¡aquí! –Sam empieza a formar una porra muy dura con el periódico–. Fijándose en la procedencia de la voz, el primer jugador tiene que darle un golpe con el periódico enrollado.
–Tienes tres intentos. Si fallas los tres, tienes que esperar a que te dé el siguiente jugador –dice Sylvie, eufórica ante la perspectiva de un juego victoriano de salón–; en cambio, si aciertas, puedes elegir al siguiente jugador. Al menos nosotros jugamos así.
–Bueno, a ver… –dice Murray, golpeándose la palma de la mano con la cachiporra de papel–. ¿A quién le apetece hacer deportes de riesgo?
Se decide que Sam se enfrentará con Dexter, el intruso, y que (¡sorpresa!) la porra la tendrá Sam. El campo de batalla es una alfombra grande y descolorida, en el centro del salón. Sylvie conduce a Dexter hasta su posición, y se pone detrás para taparle los ojos con una servilleta grande y blanca: una princesa otorgando su favor a su fiel caballero. Lo último que ve Dexter es a Sam de rodillas, enfrente, sonriendo por debajo de la venda y dándose golpes en la mano con la porra. De pronto, el deseo de ganar, y de demostrarle a la familia lo que vale, es más fuerte que él.
–Enséñales cómo se hace –le susurra Sylvie, calentándole la oreja con su aliento.
Dexter se acuerda del momento en la cocina, de su mano entre las piernas de ella. Sylvie le coge por el codo y le ayuda a arrodillarse. Los adversarios quedan frente a frente, en silencio, como gladiadores en la arena de la alfombra persa.
–¡Que empiecen los juegos! –dice Lionel, como un emperador.
–¿Estás aquí, Moriarty? –dice Sam, y se le escapa la risa.
–Aquí –dice Dexter.
Luego, como quien baila el limbo, se inclina hábilmente hacia atrás.
Recibe el primer golpe justo debajo del ojo, con un chasquido de lo más satisfactorio que reverbera por la sala. «¡Oooh!», «¡Aaah!», dicen los Cope, riéndose de su dolor.
–Eso fijo que duele –es el exasperante comentario de Murray.
Dexter siente una honda punzada de humillación, mientras se ríe afablemente, con una risa campechana de «felicidades».
–¡Me has dado! –reconoce, frotándose la mejilla; pero Sam ha olido sangre, y ya está preguntando:
–¿Estás aquí, Moriarty!
–S…
Dexter recibe el segundo golpe en una nalga, antes de poder moverse. Le hace perder el equilibrio y tambalearse de lado. Otra vez risas de la familia, y un «¡bien!» en voz baja de Sam.
–Muy buena, Sammy –dice la madre, orgullosa de su hijo.
De pronto a Dexter le entra un odio profundo a esta mierda de juego, a esta chorrada que parece una especie de estrambótico rito familiar de humillación.
–Dos de dos –se ríe Murray–. Muy bien, hermano.
… y cállate, enano, piensa Dexter, que está que echa chispas, porque si hay algo que odia es que se rían de él, especialmente éstos, que está claro que le consideran un fracasado, uno que no vale para nada, y que no está a la altura de ser el novio de su adorada Sylvie.
–Creo que ya le he cogido el truco –se ríe, aferrándose al sentido del humor al mismo tiempo que arde en ganas de emprenderla a puñetazos con la cara de Sammy…
–Preparados para la lucha… –dice Murray, con la misma voz.
… o una sartén, una sartén de hierro colado…
–Allá va; me parece a mí que serán tres de tres…
… un martillo de bola, o un mazo…
–¿Estás aquí, Moriarty? –dice Sam.
–¡Aquí! –dice Dexter, y se retuerce por la cintura como un ninja, agachándose hacia la derecha.
El tercer golpe es un insolente pinchazo en el hombro con la punta roma, que hace chocar de espaldas a Dexter con la mesa de centro. Es un pinchazo tan impertinente y preciso, que está seguro de que Sam hace trampas, pero al arrancarse la venda lo que encuentra es el rostro risueño de Sylvie; risueño, sí, aunque la desfigure.
–¡A eso lo llamo yo un golpe! –berrea el mierdecilla de Murray.
Dexter se levanta como puede, haciendo una mueca de alegría. Se oyen aplausos condescendientes.
–¡Biennnnnn! –exulta Sam, enseñando los dientes y crispando su cara sonrosada, a la vez que se lleva los dos puños hacia el pecho, lentamente, en señal de victoria.
–¡La próxima vez te saldrá mejor! –ganguea Helen, la pérfida emperatriz romana.
–Ya le cogerás el truco –gruñe Lionel.
Dexter, rabioso, se da cuenta de que los gemelos se han puesto el pulgar y el índice en la frente, dibujando la ele de
loser
, fracasado.
–Bueno, yo todavía estoy orgullosa de ti –dice Sylvie con un mohín, alborotándole el pelo y acariciándole la rodilla, mientras él se hunde a su lado en el sofá.
¿No debería estar de su parte? Dexter piensa que en lo que a lealtad respecta, sigue formando parte de ellos.
Continúa el torneo. Murray gana a Sam, y Lionel, a Murray, y luego a Lionel le gana Helen, y es todo muy simpático y jovial, con suaves toquecitos de periódico enrollado, mucho más simpático que cuando era Dexter el que recibía cachiporrazos en la cara, y tenía la sensación de que le daban con un trozo de andamio. Observa desde las profundidades del sofá, con mala cara, y parte de su venganza empieza a vaciar discretamente una botella del magnífico clarete de Lionel. Son cosas que en otra época sabía hacer. Si volviera a tener veintitrés años, se sentiría seguro de sí mismo, suelto, encantador, pero sin saber cómo ha perdido el tranquillo, y su estado de ánimo empeora cuanto más se vacía la botella.
Luego Helen gana a Murray, y Sam, a Helen, y le toca a Sam intentar darle a su hermana. Al menos ahora es motivo de cierto placer y orgullo ver lo bien que se le da el juego a Sylvie, que esquiva sin esfuerzo las desesperadas estocadas de su hermano pequeño, retorciéndose y doblándose por la cintura, flexible y atlética, su chica dorada. Dexter mira sonriendo desde las profundidades del sofá; y justo cuando se creía que le habían olvidado…
–¡Venga, que te toca!
Sylvie le está tendiendo la porra.
–¡Pero si acabas de ganar!
–Ya lo sé, pero aún no has tenido la oportunidad de pegar, pobre –dice ella, con un mohín–. Venga, inténtalo. ¡Contra mí!
A todos los Cope les encanta la idea; se oye una especie de rumor pagano de entusiasmo, extrañamente, vagamente sexual. Es evidente que no hay escapatoria. Está en juego su honor, el honor de los Mayhew. Solemnemente, deja la copa, se levanta y coge la porra.
–¿Estás segura? –pregunta, arrodillándose en la alfombra a un brazo de distancia–. Te advierto que se me da bastante bien el tenis.
–Muy segura, sí –dice ella con una sonrisa provocativa, sacudiendo las manos como los gimnastas en el momento en que le vendan los ojos.
–Y creo que esto también se me podría dar bastante bien.
A sus espaldas, Sam le aprieta la venda como un torniquete.
–Ya veremos, ¿no?
Cae el silencio en la arena.
–Bueno, ¿estás preparada? –dice Dexter.
–Sí, sí.
Agarra fuertemente la porra con ambas manos, con los brazos al nivel de los hombros.