El local lo encontraron juntos. Un videoclub, que con sus estanterías de VHS polvorientos ya era una anomalía, había acabado por rendir el alma. Tras un último empujón de Emma, Dexter presentó una oferta, y lo alquiló por un año. Durante un largo y húmedo enero arrancaron las estanterías de metal y repartieron los vídeos de Steven Seagal por las tiendas de beneficencia de la zona. Rascaron las paredes, las pintaron de un blanco roto, las revistieron de madera oscura y se pasearon por otros restaurantes y bares en quiebra en busca de una cafetera industrial decente, cámaras y neveras con puerta de cristal. Cada negocio fracasado le recordaba a Dexter lo que se jugaba, y lo fácil que era fracasar.
Pero siempre estaba Emma con él, impulsándole a seguir, alimentando su convicción de ir por buen camino. Era un barrio con futuro, decían las inmobiliarias; un barrio que se iba poblando lentamente de jóvenes profesionales, conocedores del valor de la palabra «artesano», y deseosos de tarros de confit de pato; clientes a quienes no les importaba pagar dos libras por una barra de pan irregular, o por un trozo de queso de cabra del tamaño de una pelota de
squash
. Sería el tipo de establecimiento al que iría la gente para que se notara que estaban escribiendo una novela.
El primer día de primavera, en plenas reformas, se sentaron en la acera de enfrente de la tienda y redactaron una lista de posibles nombres (combinaciones cursis de palabras como
magasin, vin, pain
y París, pronunciado «Paguí»), hasta que se decidieron por Belleville Café, que aportaba algo del sabor del 19e
arrondissement
justo al sur de la A1. Dexter constituyó una sociedad limitada, la segunda después de Mayhew TV, con Emma como secretaria de la empresa, y también coinversora, gracias a una aportación pequeña pero importante. Los primeros dos libros de Julie Criscoll empezaban a dar dinero. Ya estaba en proyecto la segunda serie de dibujos animados, y se empezaba a hablar de
merchandising
: cajas de lápices, tarjetas de felicitación e incluso una revista mensual. Incuestionablemente, estaba «bien situada», como habría dicho su madre. Tras cierta cantidad de carraspeos, se vio en la extraña (y levemente turbadora) circunstancia de poder ofrecer ayuda económica a Dexter; y él, tras cierta cantidad de cambios de postura, aceptó.
Abrieron en abril. Dexter se pasó los seis primeros meses detrás del mostrador de madera oscura, viendo entrar a gente, echar un vistazo, resoplar y salir. Luego, sin embargo, se empezó a correr la voz, la cosa se fue animando, y él estuvo en situación de coger dependientes. Empezó a tener clientes habituales, e incluso a disfrutar.
Ahora es un sitio de moda, aunque en un sentido más manso y sosegado de lo que él estaba acostumbrado. La nueva fama de Dexter se limita al barrio, y no se debe a nada más que a su selección de tés, pero algo queda del viejo rompecorazones que ruboriza las futuras mamás que entran a comerse unas pastas después de la clase de gimnasia preparto. Casi vuelve a tener éxito, casi, aunque a pequeña escala. Abre el grueso candado que sujeta la persiana metálica, caliente al tacto en esta radiante mañana de verano. La sube, abre la puerta con llave y se siente… ¿qué? ¿Satisfecho? ¿Tirando a feliz? No, feliz. Secretamente, y por primera vez en muchos años, está orgulloso de sí mismo.
Claro que hay martes largos y tediosos en que le apetecería bajar la persiana y beberse metódicamente todo el vino tinto, pero no es el caso de hoy. Hoy es un día de calor, por la noche verá a su hija, y se pasará con ella gran parte de los ocho días siguientes, mientras Sylvie y el cabrón de Callum se van a otra de sus constantes vacaciones. Por algún extraño misterio, ahora Jasmine tiene dos años y medio, y es una niña serena, guapa como su madre. Puede entrar en el café, jugar a tiendas y ser objeto de las monerías de los empleados. Y por la noche, cuando Dexter vuelva a casa, estará Emma. Por primera vez en muchos años, está más o menos donde quiere estar. Tiene una pareja por quien siente amor y deseo, y que también es su mejor amiga. Tiene una hija guapa e inteligente. Le va bien. Todo irá bien a condición de que nada cambie.
A tres kilómetros, justo al lado de Hornsey Road, Emma sube el tramo de escaleras, abre con llave la puerta principal y respira el aire frío y enrarecido de un piso donde hace cuatro días que no vive nadie. Se prepara un té, se sienta en su escritorio, enciende el ordenador y se queda mirándolo casi una hora. Hay mucho que hacer: leer y dar el visto bueno a guiones para la segunda serie de Julie Criscoll, escribir quinientas palabras del tercer volumen y trabajar en las ilustraciones. Tiene cartas y
e-mails
de jóvenes lectores, notas personales serias, desconcertantes en bastantes casos, que requieren cierta atención, sobre la soledad y el acoso, y este chico que me gusta tanto, pero tanto.
Pero no se le va de la cabeza la propuesta de Dexter. Hace un año, durante el largo y extraño verano en París, tomaron una serie de decisiones sobre su futuro en común –si realmente llegaban a tener un futuro en común–, y uno de los grandes ejes del plan era no vivir juntos: vidas separadas, pisos separados y amigos separados. Se esforzarían por estar juntos, y ser fieles, por supuesto, pero no de una manera convencional. Nada de pasarse los fines de semana de inmobiliaria en inmobiliaria, ni de ir juntos a cenar a casa de nadie, ni de regalarse flores el día de San Valentín; nada de la parafernalia de las parejas y de lo doméstico. Ya lo habían intentado, y a ninguno de los dos le había salido bien.
Emma se lo imaginaba como una solución sofisticada y moderna, un nuevo tipo de vida, pero hay que esforzarse tanto por disimular que quieren estar juntos, que últimamente parecía inevitable que se derrumbase alguno de los dos. Lo que no se esperaba era que fuese Dexter. Hay un tema del que casi no han hablado, y ahora parece imposible eludirlo. Tendrá que respirar hondo y decir la palabra: hijos. No, «hijos» no; mejor no asustarle; mejor usar el singular. Quiere tener un hijo.
Ya lo han hablado alguna vez, con circunloquios humorísticos, y él se ha pronunciado vagamente en el sentido de que tal vez, en un futuro, cuando se haya asentado todo un poco… Pero ¿se puede asentar mucho más? Allá está el tema, en medio de la sala, y chocan constantemente con él. Está presente cada vez que llaman por teléfono los padres de Emma, y está presente cada vez que ella y Dexter hacen el amor –con bastante frecuencia, aunque menor que en la depravación del piso de París–. Le impide conciliar el sueño. A veces ve posible hacer un mapa de su vida a partir de lo que le preocupa a las tres de la madrugada: primero los chicos, luego –durante demasiado tiempo– el dinero, luego el trabajo, luego su relación con Ian, y luego su infidelidad. Ahora, esto. Tiene treinta y seis años, lo que quiere es un hijo, y si él no lo quiere, tal vez sea mejor…
¿Qué? ¿Dejarlo? Dar ese tipo de ultimátums parece algo melodramático y degradante. Por otra parte, la idea de cumplir la amenaza le resulta inconcebible, al menos de momento. Aun así, decide sacar el tema por la noche. No, esta noche no, que se queda Jasmine a dormir, pero pronto.
Tras perder el tiempo toda la mañana, a la hora de comer va a la piscina, cuyas calles recorre laboriosamente sin que se le despeje la cabeza. Luego vuelve en bicicleta al piso de Dexter, con el pelo mojado, y al llegar se encuentra un cuatro por cuatro negro, enorme, vagamente siniestro. Es un coche de gánsteres, con dos siluetas visibles por el parabrisas: una de ellas, ancha y baja, y la otra, alta y delgada. Son Sylvie y Callum, que gesticulan como locos en otra de sus discusiones. Emma los oye desde el otro lado de la calle. Al acercarse con la bici, ve el rostro crispado de Callum, y a Jasmine en el asiento trasero, con la mirada fija en un libro ilustrado, que le sirve de pantalla contra el ruido. Emma da unos golpecitos en la ventanilla más próxima a Jasmine, y la ve alzar la mirada, sonreír –diminutos dientes blancos en una boca ancha– y presionar el cinturón de seguridad para salir.
A través del parabrisas, Emma y Callum se saludan con la cabeza. La etiqueta de la infidelidad, la separación y el divorcio resulta un poco infantil. El caso es que hay lealtades declaradas y enemistades juradas, y aunque Emma conozca a Callum desde hace veinte años, ya no puede hablar directamente con él. En cuanto a la ex mujer, Sylvie y Emma ya han encontrado un tono, de alegría forzada, sin rencores. Aun así, la antipatía hace temblar el aire entre las dos, como el calor.
–¡Perdona! –dice Sylvie al desplegar sus largas piernas y sacarlas del coche–. ¡Es que no nos ponemos de acuerdo sobre la cantidad de equipaje!
–A veces las vacaciones estresan un poco –dice Emma, por decir algo.
Una vez desabrochada la sillita, Jasmine trepa a los brazos de Emma, le hunde la cara en el cuello y le abraza en las caderas con unas piernas flacas. Emma sonríe, un poco incómoda, como diciendo: «¿Qué le voy a hacer?»; también Sylvie, con una sonrisa tan rígida y forzada que lo sorprendente es que no tenga que usar los dedos.
–¿Dónde está papá? –dice Jasmine en el cuello de Emma.
–Trabajando. Llegará muy pronto.
Emma y Sylvie sonríen un poco más.
–¿Qué, cómo le va? –consigue decir Sylvie–. El café.
–La verdad es que muy bien.
–Bueno, siento no verle. Dale un beso de mi parte.
Más silencio. Callum arranca, como una manera de meter prisa.
–¿Queréis entrar? –pregunta Emma, sabiendo la respuesta.
–No, tenemos que irnos.
–¿Adónde vais, que no me acuerdo?
–A México.
–México. Qué bonito.
–¿Has estado?
–No, pero una vez trabajé en un restaurante mexicano.
Sylvie chasquea la lengua. Se oye el vozarrón de Callum en el asiento delantero.
–¡Venga, que no quiero pillar tráfico!
Jasmine es devuelta al coche para las despedidas, los pórtate bien y los no veas demasiado la tele. Emma mete discretamente en casa el equipaje de la niña: una maleta de vinilo rosa chuche, con ruedas, y una mochila en forma de oso panda. Al salir, se encuentra a Jasmine en la acera, esperando muy formal, con un montón de libros ilustrados contra el pecho. Está guapa, chic, inmaculada, un poco triste: la viva imagen de su madre, y en absoluto la de Emma.
–Nos tenemos que ir. Últimamente la facturación es una pesadilla.
Sylvie vuelve a encajar sus largas piernas en el coche, como una especie de navaja plegable. Callum mira fijamente hacia delante.
–Bueno, que os lo paséis muy bien en México. Que os divirtáis con el
snorkel
.
–No,
snorkel
no, submarinismo. El
snorkel
es para los niños –dice Sylvie, con una dureza involuntaria.
Emma se molesta.
–Perdona. ¡Submarinismo! ¡No os ahoguéis!
Sylvie arquea las cejas, formando una pequeña O con los labios. ¿Qué quiere que le diga? ¿«Lo he dicho en serio, Sylvie; no os ahoguéis, por favor, no quiero que os ahoguéis»? Demasiado tarde. Lo hecho, hecho está. Se ha roto la ilusión de fraternidad. Sylvie estampa un beso en la coronilla de Jasmine, da un portazo y se va.
Emma y Jasmine se quedan saludando con la mano.
–Bueno, Min, tu papi no vuelve hasta las seis. ¿Qué quieres hacer?
–No lo sé.
–Es temprano. ¿Y si vamos al zoo?
Jasmine asiente vigorosamente. Emma tiene un pase familiar para el zoo. Entra, dispuesta a prepararse para una tarde más con la hija de otro.
Dentro del coche grande y negro, la ex señora Mayhew tiene los brazos cruzados, la cabeza apoyada en el cristal tintado y los pies en el asiento, mientras Callum suelta palabrotas a causa del tráfico de Euston Road. Últimamente casi no se hablan; sólo se gritan y se enseñan los dientes. Estas vacaciones, como las demás, son una tentativa de arreglar las cosas.
El último año de su vida no ha sido ningún éxito. Callum ha resultado ser un bruto y un mezquino. Lo que a Sylvie le parecía ímpetu y ambición ha demostrado ser poca disposición a pasar las noches en casa. Ella sospecha que la engaña. Parece que a Callum le moleste la presencia de Sylvie en «su» casa, y también la de Jasmine. Le grita por el mero hecho de que se comporta como una niña; eso cuando no evita por completo su presencia. Le suelta máximas absurdas: «Jasmine,
quid pro quo
». ¡Pero si tiene dos años y medio, por amor de Dios! Aunque Dexter fuera un inepto y un irresponsable, al menos le ponía ganas (a veces demasiadas). En cambio Callum trata a Jasmine como a un trabajador que no está dando buenos resultados. En cuanto a la familia de Sylvie, si recelaba de Dexter, a Callum le desprecia sin rodeos.
Ahora, cada vez que ve a su ex marido se lo encuentra sonriente, siempre sonriente, publicitando su felicidad como si fuera de alguna secta. Dexter lanza a Jasmine por los aires, le hace cosquillas y aprovecha cualquier ocasión para enseñar lo estupendo que se ha vuelto como padre. Sólo faltaba la tal Emma. De lo único que habla Jasmine es de que si Emma esto, que si Emma lo otro, y de que su mejor amiga, la mejor de todas, es Emma. Trae a casa trozos de pasta pegados en cartulinas de colores, y cuando Sylvie le pregunta qué es, contesta que Emma. Luego habla sin parar de que se han ido juntas al zoo. Se ve que tienen un pase familiar. ¡Pero qué pagados de sí mismos, por Dios! Es insufrible. Dex y Em, Em y Dex, él con su colmadito cutre de la esquina –por cierto, Callum ya tiene cuarenta y ocho sucursales de Natural Stuff–, y ella con su bici, su cintura que engorda, sus maneras de estudiante y su actitud jodidamente irónica. A su modo de ver, tiene algo de siniestro y de calculador el que Emma se haya visto ascendida de madrina a madrastra, como si hubiera estado al acecho desde siempre, dando vueltas en espera del momento justo. ¡No os ahoguéis! Bruja descarada…
A su lado, Callum suelta palabrotas a causa del tráfico de Marylebone Road. Sylvie siente un gran resentimiento por la felicidad ajena, sumada a la tristeza de verse por una vez en el equipo perdedor; pena, también, por lo desagradables, descorteses y rencorosos que son todos estos pensamientos. A fin de cuentas, fue ella quien dejó a Dexter, y le partió el corazón.
Ahora Callum está soltando palabrotas a causa del tráfico en la Westway. A Sylvie le gustaría tener pronto otro hijo, pero ¿cómo? Le espera una semana de submarinismo en un hotel de lujo mexicano, y ya sabe que no bastará.