discursodelgrandía.doc
MARTES 15 DE JULIO DE 2003
North Yorkshire
La casa rural no tenía nada que ver con las fotos. Era pequeña, oscura, con el típico olor de casa rural –a ambientador y armarios cerrados–, y parecía retener el frío del invierno en sus paredes de piedra, con el resultado de que el ambiente era fresco y húmedo hasta en un día tórrido de julio.
Pero bueno, no pasaba nada. Era funcional, quedaba lejos de todo, y tenía una vista impresionante de los North Yorkshire Moors, incluso por unas ventanas tan minúsculas. Salían casi todos los días a caminar, o en coche por la costa, a visitar centros de turismo playero anticuados, que Emma recordaba de sus excursiones de la infancia: pueblos polvorientos que parecían atascados en 1976. Era el cuarto día de viaje. Estaban en el ancho paseo marítimo de Filey, con vistas a la extensa playa, que, al ser martes y no haberse terminado el curso, aún estaba bastante vacía.
–¿Ves aquello de allá? Es donde a mi hermana la mordió un perro.
–¡Qué interesante! ¿Cómo era el perro?
–Perdona, ¿te aburro?
–Sólo un poco.
–Pues mala suerte. Aún quedan cuatro días.
Por la tarde tenían programada una ambiciosa excursión en bicicleta, planeada por Emma, a una cascada, pero al cabo de una hora se encontraron en medio del campo, mirando el mapa del Instituto Cartográfico sin entender nada. Al final se rindieron y se tendieron en el brezo seco a echar la siesta bajo el sol. Emma se había traído una guía de pájaros y unos enormes prismáticos del ejército, del tamaño y el peso de un motor diésel. Se los puso en los ojos, no sin esfuerzo.
–Mira hacia arriba. Creo que es un aguilucho pálido.
–Mmmm.
–Ya verás. ¡Mira, mira! Allá arriba.
–No me interesa. Estoy durmiendo.
–¿Cómo puede no interesarte? Es precioso.
–Soy demasiado joven para observar pájaros.
Emma se rio.
–Eso es una tontería, ya lo sabes.
–Perdidos como estamos, sólo me falta eso. Lo próximo será la música clásica.
–Demasiado moderno para observar pájaros…
–Luego la jardinería, y al final te comprarás los tejanos en Marks & Spencer y querrás irte a vivir al campo. Nos diremos «cariño». He visto casos, Em. Cuando empieza, no hay quien lo pare.
Ella se apoyó en un brazo, se inclinó y le dio un beso.
–Vuelve a recordarme por qué vamos a casarnos.
–No es demasiado tarde para anularlo.
–¿Aún nos devolverían la fianza?
–No creo.
–Vale. –Le dio otro beso–. Déjame pensarlo.
La boda sería en noviembre: una boda de invierno, discreta y con pocos invitados, en el registro civil, seguida por un banquete pequeño y sin excesos para los amigos íntimos y la familia, en uno de sus restaurantes favoritos del barrio. Ellos insistían en que no era una boda de verdad, sino una excusa para una fiesta. Los votos matrimoniales serían laicos, no demasiado sentimentales, y aún no los habían redactado. Casi les parecía demasiado violento sentarse frente a frente a componer las promesas que se intercambiarían.
–¿Y no podríamos aprovechar las que le escribiste a tu ex?
–Pero obediencia sí que me prometerás, ¿no?
–Sólo si tú me prometes no aficionarte al golf jamás de los jamases.
–¿Y tú te pondrás mi apellido?
–«Emma Mayhew.» Podría ser peor, supongo.
–Podrías juntarlo al tuyo con un guión.
–Morley-Mayhew. Suena a pueblo de los Cotswolds. «Tenemos una casita justo en las afueras de Morley-Mayhew.»
Y así se acercaban al gran día: con frivolidad, pero también con una euforia íntima y discreta.
Aquella semana en Yorkshire era su última oportunidad de irse de vacaciones antes del modesto y discreto gran día. Emma tenía un plazo de entrega que cumplir, y a Dexter le ponía nervioso ausentarse toda una semana del negocio, pero al menos el viaje les permitía pasar por casa de los padres de Emma, visita que su madre se había tomado como si se quedara la familia real a dormir. Había servilletas de tela en vez del papel de cocina de siempre; también
trifle
, con brillante fruta y gelatina, y una botella de Perrier en la nevera. Después de la ruptura de Emma con Ian, parecía que Sue Morley no podría volver a enamorarse, pero sí: su fijación por Dexter era aún mayor, si cabía, y tonteaba con él poniendo una voz rara, afectada, como un servicio de información horaria teñido de coquetería. Dexter, como era de rigor, correspondía al tonteo, mientras al resto de la familia Morley no le quedaba otra que mirar fijamente las baldosas del suelo, intentando no reírse. A Sue le daba igual; para ella era como si por fin se hiciese realidad una antigua fantasía: su hija iba a casarse de verdad con el príncipe Andrés.
Mirando a Dexter a través de los ojos de su familia, Emma se había enorgullecido de él: encantador con Sue, juvenil y divertido con los primos, y aparentando un interés sincero por la carpa
koi
de su padre y las posibilidades de que el Manchester United ganara la liga. La única que parecía dudar del atractivo y la sinceridad de Dexter era la hermana pequeña de Emma. Divorciada y con dos hijos –ambos niños–, resentida y perpetuamente exhausta, Marianne no estaba de humor para otra boda. Hablaron por la noche, al fregar los platos.
–A mí lo que me gustaría saber es por qué mamá pone una voz tan tonta.
–Porque Dexter le gusta. –Emma clavó el codo en el brazo de su hermana–. A ti también, ¿verdad?
–Es simpático. Sí que me gusta. Sólo que pensaba que tenía fama de follarse a todo el mundo.
–Eso sería hace tiempo. Ahora no.
Marianne hizo una mueca, y se notó que se aguantaba un comentario sobre la cabra y el monte.
Abandonando la búsqueda de la cascada, volvieron en coche al pub del pueblo, y se pasaron la tarde comiendo patatas chips y jugando partidas muy igualadas de billar.
–Me parece que a tu hermana no le caigo muy bien –dijo Dexter al juntar las bolas para la partida decisiva.
–Pues claro que le caes bien.
–Casi no me habló.
–Bueno, es que es tímida, y un poco cascarrabias. Es su forma de ser.
Dexter sonrió.
–Tu acento.
–¿Qué le pasa?
–Desde que estamos aquí arriba, te has vuelto más del norte que nadie.
–¿Ah, sí?
–Nada más salir a la M1.
–Pero ¿te molesta? No, ¿verdad?
–En absoluto. ¿A quién le toca?
La partida la ganó Emma. Volvieron caminando a la casita, mientras anochecía, mareados y afectuosos por beber cerveza sin nada en el estómago. Mitad vacaciones, mitad trabajo: el plan era pasar el día juntos y que Emma trabajara por las noches, pero dado que el viaje coincidía con los días más fértiles de su ciclo, no podían desaprovechar la ocasión.
–¿Qué? ¿Otra vez? –masculló Dexter cuando Emma cerró la puerta y le dio un beso.
–Sólo si quieres.
–No, si querer sí que quiero, pero es que tengo la sensación de estar…, no sé, en una granja de sementales…
–Es que lo estás. Lo estás.
A las nueve, Emma dormía en la cama, grande, incómoda. Fuera aún quedaba luz. Dexter escuchó un momento su respiración, con la vista en el pequeño recuadro de brezo lila que se veía por la ventana del dormitorio. Como estaba intranquilo, se deslizó de la cama, se puso algo encima y bajó sin hacer ruido a la cocina, donde se dio el lujo de una copa de vino, y se preguntó qué harían a partir del día siguiente. Acostumbrado a la campiña de Oxfordshire, le ponía nervioso tanto aislamiento. No esperaba tanto como una conexión de banda ancha, pero el folleto, encima, proclamaba con orgullo que en la casa no había tele, y a él le crispaba el silencio. Seleccionó en su Ipod algo de Thelonious Monk –últimamente le apetecía más escuchar jazz–. Luego se apoltronó en el sofá, levantando una nube de polvo, y cogió su libro. Emma le había comprado, medio en broma, una edición de
Cumbres borrascosas
, para que la leyera durante las vacaciones. Juzgándola casi ilegible, cogió su ordenador portátil, lo abrió y miró fijamente la pantalla.
En una carpeta titulada «Documentos personales» había una subcarpeta titulada «Varios», y dentro de ella, un archivo de sólo 40 Kb titulado discursodelgrandía.doc: el texto de su alocución de novio. Como aún tenía grabado el horror de su discurso de la boda anterior (tonto, incoherente y medio improvisado), había resuelto que esta vez le saldría bien, y que se lo prepararía con bastante antelación.
De momento, el discurso en su integridad rezaba así:
Mi discurso de bodas
¡Tras un vertiginoso noviazgo…! etc.
Cómo nos conocimos. En la misma universidad, pero no sabía quién era. La conocía de vista. Siempre enfadada por algo, un pelo horrible. ¿Enseñar fotos? Yo le parecía un pijo. Peto tejano, o me lo invento. Nos acabamos conociendo. Llamó fascista a papá.
Muy amigos, a temporadas. Yo era idiota. A veces no veo lo que tengo delante de las narices. (Cursi.)
Cómo describir a Em. Sus muchas virtudes. Graciosa. Inteligente. Baila poco pero bien, en cambio cocina fatal. Gustos musicales.
Discutimos. Pero siempre sabe hacer bromas. Guapa, pero no siempre lo sabe etc. etc. Genial con Jas, ¡se lleva bien hasta con mi ex mujer! Ja, ja, ja. Le cae bien a todo el mundo.
Perdimos el contacto. Hablar un poco de París.
Por fin juntos, noviazgo vertiginoso de casi 15 años, por fin tiene sentido. Todos los amigos: te lo dije. Más feliz que nunca.
Pausa mientras los invitados vomitan al unísono.
Reconocer segunda boda. Esta vez hacerlo bien. Gracias al
catering
. Gracias Sue Jim por acogerme bien. Sensación de ser norteño honorario aquí chistes etc. ¿Telegramas? Amigos ausentes. Lástima que no esté mamá. Le habría gustado. ¡Por fin!
Brindis a mi guapa esposa bla bla bli bla bla bla.
Por algo se empezaba. La estructura ya estaba hecha. Se puso a trabajar en serio, cambiando la tipografía de Courier a Arial, de Arial a Times New Roman y vuelta atrás; luego lo puso todo en cursiva, contó las palabras y ajustó los párrafos y márgenes para que se le viera más sustancia.
Por último, empezó a leerlo en voz alta, usando el texto como apuntes, e intentando recuperar la fluidez de cuando salía por la tele.
–Sólo quería daros las gracias a todos por haber venido…
Un crujido de tablones sobre su cabeza le hizo cerrar con rapidez la tapa del portátil, deslizarlo furtivamente debajo del sofá y coger
Cumbres borrascosas
.
Emma, desnuda y con cara de sueño, se paró a media escalera y se sentó con los brazos en torno a las rodillas. Bostezó.
–¿Qué hora es?
–Las diez menos cuarto. Lo que se llama trasnochar, Em.
Volvió a bostezar.
–Me has agotado. –Se rio–. Semental.
–Ve a vestirte un poco, ¿vale?
–Oye, ¿y tú qué estás haciendo? –Dexter levantó
Cumbres borrascosas.
Emma sonrió–. «¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!» ¿O era «amar sin mi vida»? ¿O «vivir sin mi amor»? No me acuerdo.
–A esa parte todavía no he llegado. Aún voy por el rollo de una que se llama Nelly.
–Luego mejora. Te lo prometo.
–Explícame otra vez por qué no hay tele.
–Tenemos que crearnos nuestras propias diversiones. Vuelve a la cama y habla conmigo.
Dexter se levantó y cruzó la sala hasta apoyarse en la baranda y darle un beso.
–Prométeme que no me obligarás a otra sesión sexual.
–Entonces ¿qué hacemos?
–Ya sé que suena raro –dijo él, un poco avergonzado–, pero no me molestaría jugar una partida de Scrabble.
El medio
JUEVES 15 DE JULIO DE 2004
Belsize Park
A la cara de Dexter le estaba pasando algo raro.
Le habían empezado a salir gruesos pelos negros en la parte superior de las mejillas, sumándose a algún que otro pelo largo y gris que bajaba solitario de las cejas. Por si fuera poco, le empezaba a brotar un fino vello de color claro alrededor de los orificios de las orejas, y por debajo de los lóbulos; un pelo que parecía proliferar de la noche a la mañana como las malas hierbas, y cuya única utilidad parecía ser llamar la atención sobre el hecho de que se aproximaba a la madurez. De que ya era un hombre maduro.
Luego estaban las entradas, especialmente llamativas después de la ducha: dos caminos paralelos que se ensanchaban gradualmente hacia la coronilla, donde acabarían uniéndose algún día; y ese día, estaría acabado. Se secó el pelo con la toalla y se lo despeinó con las puntas de los dedos, cubriendo el camino.
Al cuello de Dexter le estaba pasando algo raro. Se le abolsaba la piel debajo de la barbilla, con una carnosidad, una excrecencia vergonzosa que parecía un jersey de cuello alto color carne. Desnudo ante el espejo del lavabo, se puso una mano en el cuello, como si pretendiera moldearlo hasta devolverle su forma original. Era como vivir en una casa que se hunde: cada mañana, al despertarse, hacía una inspección en busca de las grietas y los desniveles que hubieran podido aparecer durante la noche. En cierto modo, era como si la carne se estuviera despegando del esqueleto: el típico cuerpo de alguien cuyo abono al gimnasio lleva mucho tiempo caducado. Empezaba a salirle barriga, pero lo más grotesco era que les estaba pasando algo raro a sus pezones. Ahora había prendas que casi no se atrevía a llevar, camisas ajustadas y jerseys de lana de canalé, porque se le veían como lapas, femeninos y repulsivos. También quedaba ridículo con cualquier prenda dotada de capucha. La semana pasada se había pillado a sí mismo en trance al oír el consultorio de jardinería de Radio 4. Le faltaban dos semanas para cumplir cuarenta años.
Sacudió la cabeza, diciéndose que tampoco era tan desastroso. Si se giraba y se miraba por sorpresa, levantando la cabeza en un ángulo determinado, y aspirando, aún podía aparentar… ¿cuántos, treinta y siete? Conservaba suficiente vanidad como para saber que seguía siendo un hombre más guapo de lo normal, pero ya no le dedicaban tantos piropos, y él siempre había pensado que envejecería mejor. Había tenido la esperanza de envejecer como una estrella de cine: enjuto, aguileño, con las sienes plateadas y sofisticado. En vez de eso, envejecía como un presentador de tele. Un ex presentador de tele. Un ex presentador de tele casado dos veces que comía demasiado queso.