–La segunda es una secuela. Si es que tengo una imaginación… Ya he escrito unas tres cuartas partes. Julie Criscoll se va a París de viaje de fin de curso, se enamora de un chico francés y corre todo tipo de aventuras. ¡Sorpresa! Es mi excusa para estar aquí. Estoy investigando.
–¿Y la primera está teniendo éxito?
–Me han dicho que sí; suficientemente bien como para que me paguen dos más.
–¿En serio? ¿Dos secuelas más?
–Eso me temo. Julie Criscoll es lo que llaman una franquicia. Parece que es con lo que se gana dinero. ¡Hay que tener una franquicia! Ahora estamos en conversaciones con la tele, para hacer una serie; unos dibujos animados para niños basados en mis ilustraciones.
–¡Me estás tomando el pelo!
–Ya, ya lo sé: qué tontería, ¿no? ¡Ahora trabajo en los «medios de comunicación»! ¡Soy productora asociada!
–¿Qué quiere decir?
–Nada de nada. A mí no es que me importe, ¿eh? Me encanta, pero algún día me gustaría escribir algo para adultos. Es lo que siempre he querido escribir: la gran novela de denuncia que retrate todo el país, algo salvaje, atemporal, que deje al desnudo el alma humana, no una sarta de chorradas sobre morreos con franceses en la disco.
–Pero no va sólo de eso, ¿no?
–Puede que no. Puede que sean así las cosas: empiezas queriendo cambiar el mundo a través del lenguaje, y te acabas conformando con contar un par de chistes buenos. ¡Pero bueno, qué parezco! ¡«Autobiografía de una artista»!
Dexter le dio un empujoncito.
–¿Qué pasa?
–No, nada, que me alegro por ti. –Le rodeó los hombros con el brazo, y se los apretó–. Escritora. Escritora de verdad. Por fin haces lo que siempre has querido hacer.
Siguieron caminando así, un poco tensos y cohibidos. Cuando Dexter se hartó de darse golpes en la pierna con la bolsa que tenía en la otra mano, soltó a Emma.
Poco a poco los animó el paseo. Se había roto el manto de nubes, y con el atardecer empezaba a cobrar nueva vida el Faubourg Saint Denis: cutre, ruidoso y vital. Emma iba mirando de reojo a Dexter, con nervios de guía turística. Cruzaron el Boulevard de Belleville, ancho y bullicioso, y siguieron hacia el este por el límite entre el 19e y el 20e. Al subir por la cuesta, Emma señaló los bares que le gustaban, y habló de la historia del barrio: Piaf, la Comuna de 1871, las comunidades china y magrebí… Dexter escuchaba a medias, preguntándose qué pasaría al llegar al apartamento. Oye, Emma, que lo que pasó la otra vez…
–Es un poco como el Hackney de París –decía ella.
Dexter sonrió, con esa sonrisa exasperante.
Ella le dio un codazo.
–¿Qué pasa?
–Eres la única capaz de ir a París y encontrar lo que más se parece a Hackney.
–Es interesante. Al menos a mí me lo parece.
Acabaron por meterse en una callecita tranquila, hasta lo que parecía la entrada de un garaje. Emma tecleó un código y empujó con el hombro la pesada puerta. Entraron en un patio viejo lleno de trastos, y rodeado de pisos. En los oxidados balcones había ropa tendida, y macetas de plantas que se marchitaban al sol de la tarde. Se oía el eco de varias teles a la vez, y de niños jugando al fútbol con una pelota de tenis. Dexter contuvo un escalofrío de irritación. Ensayando el momento, se había imaginado una plaza con árboles frondosos, ventanas con postigos y posibles vistas a Notre-Dame. Todo aquello estaba muy bien, y hasta tenía su chic, un chic urbano e industrial, pero algo más de romanticismo le habría facilitado las cosas.
–Ya te digo que no es nada del otro mundo. Quinto piso. Lo siento.
Emma apretó el interruptor de la luz, que era de los de temporizador. Empezaron a subir por una escalera empinada de hierro forjado, que a ratos parecía despegarse del muro. De pronto Emma se dio cuenta de que los ojos de Dexter estaban a la altura de su trasero, y empezó a tocarse la falda por detrás, con nerviosismo, para alisar arrugas inexistentes. Al llegar al rellano del tercero, el temporizador de la luz se apagó con un clic, y se quedaron un momento a oscuras. Emma tanteó hacia atrás, hasta encontrar la mano de Dexter y llevarle escaleras arriba. Llegaron a una puerta. Se sonrieron, a la débil luz del montante.
–Ya hemos llegado.
Chez moi!
Emma se sacó del bolso un manojo de llaves enorme, y empezó a aplicarse en una compleja secuencia de cerraduras. Al cabo de un rato se abrió la puerta, dando entrada a un piso pequeño pero agradable, con suelo gastado de madera pintada de gris, un sofá grande y desfondado y un escritorio pequeño y bonito que daba al patio, entre paredes llenas de libros en francés de aspecto austero, con todos los lomos del mismo color amarillo claro. Al lado había una cocina pequeña, con rosas frescas y fruta en la mesa. A través de otra puerta, Dexter vislumbró el dormitorio. Aún no habían hablado de cómo dormirían, pero él ya había visto la única cama del piso: grande, de hierro forjado, pintoresca y voluminosa, como salida de una granja. Un solo dormitorio, y una sola cama. Por las ventanas entraba el sol de la tarde, subrayándolo. Miró de reojo el sofá, para asegurarse de que no era desplegable. No. Una cama. Sintió palpitar la sangre en el pecho, aunque tal vez sólo fuera por la larga subida.
Emma cerró la puerta. Se quedaron callados.
–¡Bueno, aquí estamos!
–Está genial.
–Está correcto. Por aquí se entra en la cocina.
Entre la escalera y los nervios, a Emma le había entrado sed. Fue a la nevera, la abrió y sacó una botella de agua con gas. Cuando ya estaba bebiendo, a tragos largos, de repente notó en el hombro la mano de Dexter. Luego, sin saber muy bien cómo, le tuvo delante, dándole un beso. Como aún tenía la boca llena de agua efervescente, apretó mucho los labios para no arrojársela a la cara como un sifón. Después se apartó y se señaló los mofletes, absurdamente hinchados, como un pez globo. Sacudió las manos e hizo un ruido de cierta similitud con «espera un momento».
Dexter se apartó caballerosamente para dejarla tragar.
–Perdona.
–No pasa nada. Es que me has pillado por sorpresa.
Emma se pasó el dorso de la mano por la boca.
–¿Mejor?
–Sí, Dexter, pero tengo que decirte…
Ya la estaba besando otra vez, con una presión torpe y excesiva, mientras ella se inclinaba hacia atrás, hacia la mesa de la cocina, que de pronto dio unos brincos ruidosos por el suelo, obligándola a girarse por la cintura para coger a tiempo el jarrón de rosas.
–Huy.
–Mira, Dex, la cuestión…
–Perdona; es que…
–Bueno, pero la cuestión…
–Estoy un poco cortado…
–Digamos que he conocido a alguien.
Dexter retrocedió literalmente un paso.
–Has conocido a alguien.
–A un hombre. A un chico. Estoy saliendo con un tío.
–Un tío. Ah, muy bien. ¿Y quién es?
–Se llama Jean-Pierre. Jean-Pierre Dusollier.
–¿Es francés?
–No, Dex, galés.
–No, sólo estoy sorprendido, nada más.
–¿Te sorprende que sea francés, o te sorprende que yo salga con alguien?
–No, pero es que… que un poco rápido, ¿no? Vaya, que llevando sólo un par de semanas… ¿Deshiciste primero la maleta, o…?
–¡Dos meses! Llevo aquí dos meses, y a Jean-Pierre le conocí hace un mes.
–¿Y dónde le conociste?
–En un
bistrot
pequeño cerca de aquí.
–Un
bistrot
pequeño. Ya. ¿Cómo?
–¿Cómo?
–… le conociste.
–Pues… mmm… Estaba cenando sola, con un libro. Había un grupo de amigos, y uno me preguntó qué leía… –Dexter gimió y sacudió la cabeza, como un artesano burlándose de las manualidades ajenas. Emma fue a la sala de estar sin hacerle caso–. Total, que empezamos a hablar…
Él la siguió.
–¿Cómo, en francés?
–Sí, en francés; nos caímos bien, y ahora… ¡estamos saliendo juntos! –Emma se dejó caer en el sofá–. ¡Bueno, ya lo sabes!
–Ya. Claro, claro. –Las cejas de Dexter subieron y volvieron a bajar, a la vez que se contorsionaban sus facciones, investigando maneras de estar enfurruñado y sonreír al mismo tiempo–. Pues me alegro mucho, Emma. Está muy bien, en serio.
–No te pongas paternalista, Dexter, como si fuera una solterona…
–¿Yo? ¡Qué va! –Se giró a mirar el patio de abajo por la ventana, fingiendo indiferencia–. ¿Y qué tal es, este Jean…?
–Jean-Pierre. Simpático. Muy guapo, y muy encantador. Cocina increíblemente. Lo sabe todo de comida, de vinos, de arte, de arquitectura… Vamos, como muy, muy… francés.
–¿En qué sentido? ¿Maleducado?
–No…
–¿Sucio?
–¡Dexter!
–Con una ristra de cebollas, y una bicicleta…
–Pero qué insoportable puedes llegar a ser…
–¡Coño, es que ya me dirás qué sentido tiene eso de «muy francés»!
–No sé; tranquilo, relajado y…
–
¿Sexy?
–Yo no he dicho «sexy».
–No, pero sí que te has vuelto muy
sexy:
las manos en el pelo, la blusa desabrochada…
–Qué palabra más tonta, «sexy»…
–Pero el sexo lo practicáis mucho, ¿no?
–Dexter, ¿por qué te pones tan…?
–No hay más que verte: estás brillante. Tienes como un brillito de sudor…
–Tampoco es para ponerse así… ¿Por qué lo haces, a ver?
–¿El qué?
–Ponerte tan… ¡cruel, como si hubiera hecho algo malo!
–No soy cruel; es que pensaba… –Dexter se calló y se giró a mirar por la ventana, apoyando la frente en el cristal–. Lástima que no me lo contaras antes de venir. Habría reservado un hotel.
–¡Puedes quedarte! Yo esta noche duermo con Jean-Pierre. –Emma le vio dar un respingo, aunque estuviera de espaldas–. En casa de Jean-Pierre. –Se inclinó, cogiéndose la cara con las manos–. ¿Qué creías que iba a pasar, Dexter?
–No lo sé –le masculló él a la ventana–. Esto no.
–Pues lo siento.
–¿Por qué crees que he venido a verte, Em?
–Para hacer una escapada. Para no pensar en nada. ¡Y ver los monumentos!
–He venido a hablar de lo que pasó. Lo de que al final estuviéramos juntos. –Dexter rascó la masilla de la ventana con una uña–. Es que creía que le habrías dado más importancia. Sólo eso.
–Dexter, sólo nos hemos acostado una vez.
–¡Tres veces!
–No me refiero al número de coitos, Dex; me refiero al momento, a la noche. Hemos pasado juntos una noche.
–¡Ya, pero me parecía digno de algún comentario! De repente me entero de que te has fugado a París, y de que te has echado en brazos del primer francés que…
–No me «fugué». ¡Ya había comprado el billete! ¿Por qué te crees que todo lo que pasa es por ti?
–¿Y no me podías llamar por teléfono, antes de…?
–¿Para qué, para pedirte permiso?
–¡No, para ver cómo me lo tomaba!
–Un momento, un momento. ¿Estás molesto porque no hemos examinado nuestros… sentimientos? ¿Estás molesto porque te parece que debería haberte… esperado?
–No lo sé –masculló él–. ¡Puede ser!
–Pero Dexter, Dios mío, ¿estás…? ¿Estás celoso?
–¡Pues claro que no!
–Entonces ¿por qué pones esa cara?
–No pongo ninguna cara.
–¡Pues mírame!
Lo hizo, malhumorado, con los brazos cruzados. A Emma se le escapó la risa.
–¿Qué pasa? ¿¿Qué pasa?? –preguntó él, indignado.
–Supongo que te das cuenta de que es un poco irónico, Dex.
–¿Qué tiene de irónico?
–Que de repente te hayas vuelto tan convencional, y tan… monógamo.
Estuvo un momento sin decir nada. Luego se giró otra vez hacia el cristal.
Ella dijo, más conciliadora:
–Mira, estábamos los dos un poco borrachos.
–Yo no tanto…
–¡Dex, te quitaste los pantalones antes que los zapatos! –Él seguía sin querer girarse–. No te quedes en la ventana. Ven aquí a sentarte, haz el favor.
Emma puso en el sofá los pies descalzos y se sentó sobre las piernas. Dexter dio un par de golpes con la frente en el cristal, y luego, sin mirarla, cruzó la habitación y se dejó caer a su lado, como un niño expulsado del colegio. Emma le puso los pies en los muslos.
–Bueno, vale, ¿quieres que hablemos de esa noche? Pues hablamos.
Él no dijo nada. Ella le clavó un poco los dedos de los pies. Finalmente, Dexter la miró. Entonces ella dijo:
–Venga, empiezo yo. –Respiró hondo–. Yo creo que estabas muy disgustado, y un poco borracho, y que esa noche, cuando me viniste a ver… pues pasó. Yo creo que con toda la tristeza de haber roto con Sylvie, y de irte de casa y no ver a Jasmine, te encontrabas un poco solo, y necesitabas un paño de lágrimas. Uno que se acostase contigo. Que es lo que fui yo, un paño de lágrimas que se acostó contigo.
–O sea, que tú lo ves así…
–Sí, lo veo así.
–¿… y sólo te acostaste conmigo para que estuviera mejor?
–¿Te quedaste mejor?
–Sí, mucho.
–Pues yo igual, o sea, que ya ves que funcionó.
–… pero la cuestión no es ésa.
–Hombre, por cosas peores se acuesta la gente. Ya deberías saberlo.
–Ya, pero… ¿sexo por lástima?
–No, lástima no, compasión.
–No me chinches, Em.
–No te chincho; es que… de lástima no tenía nada, ya lo sabes. Ahora bien, es… complicado. Lo nuestro. Ven aquí, haz el favor.
Volvió a empujarle con el pie. Al cabo de un momento, él se ladeó como un árbol talado, y apoyó la cabeza en su hombro.
Emma suspiró.
–Hace mucho tiempo que nos conocemos, Dex.
–Ya lo sé, pero bueno, me pareció buena idea: Dex y Em, Em y Dex, los dos juntos. Probarlo durante una temporada, a ver qué tal. Pensaba que tú también querías.
–Sí que quiero. Quise. Antes, a finales de los ochenta.
–Y ahora ¿por qué no?
–Pues porque no. Porque es demasiado tarde. Ya no estamos para eso. Yo estoy demasiado cansada.
–¡Si tienes treinta y cinco años!
–Ya, pero es que tengo la sensación de que se nos ha pasado el momento –dijo ella.
–¿Cómo lo sabes, sin haberlo probado?
–Dexter… ¡He conocido a otro!
Se quedaron un momento sin decir nada, escuchando los gritos de los niños en el patio, y el rumor lejano de los televisores.
–¿Y te gusta, el tío este?
–Sí. Me gusta mucho, mucho.
Dexter bajó la mano y le cogió el pie derecho, que aún tenía polvo de la calle.