–¡Mira, Jasmine, es la ex novia de papi! ¿A que habla muy fuerte? ¿A que es una chica muy pero que muy ruidosa?
Ahora Suki es rica, y cada vez más pizpireta, famosa y querida por el público; y aunque nunca congeniasen del todo, y no tuvieran nada en común, Dexter siente nostalgia de su antigua novia, y de los años locos de antes de los treinta, cuando su foto salía en los periódicos. Se pregunta qué hará esta noche Suki.
–Puede que hubiera sido mejor que papá se quedara con ella –dice en voz alta, traicioneramente, recordando las noches en taxis negros y coctelerías, bares de hotel y viaductos, los años de antes de pasar los sábados con redecilla de pelo, rellenando rollos mediterráneos.
Jasmine vuelve a llorar, porque sin saber cómo se le ha metido boniato en un ojo. Al limpiárselo, Dexter siente la necesidad de un cigarrillo. ¿Por qué no, después del día que ha tenido? ¿Por qué no darse el lujo? Le duele la espalda, se le está despegando la tirita azul del pulgar, le huelen los dedos a cangrejo de río y café viejo, y llega a la conclusión de que lo necesita. Necesita regalarse nicotina.
Dos minutos después se está poniendo la mochila portabebés, con la suave emoción del macho que domina las hebillas y correas, como si fuera una mochila cohete. Se embute por delante a Jasmine (que todavía llora) y se encamina con gran resolución entre los árboles de la aburrida y larga calle hacia la aburrida y corta galería comercial. Se pregunta cómo puede estar un sábado por la noche en una galería comercial de Surrey. Ni siquiera es propiamente Richmond, sino los alrededores de los alrededores. Vuelve a pensar en Suki, que habrá salido de marcha con sus amigas guapas. Podría llamarla cuando Jasmine duerma, sólo para saludarla: tomarse una copa y llamar por teléfono a una vieja amiga. ¿Por qué no?
En la tienda de bebidas experimenta un cosquilleo de emoción al empujar la puerta y toparse de inmediato con toda una pared de botellas de alcohol. Desde el embarazo, la política es no tener alcohol en casa, como medida disuasoria del consumo cotidiano. «Es que me aburro sentada un martes por la noche en el sofá mientras te emborrachas solo», dice Sylvie; él se lo ha tomado como un reto, y prácticamente ya no bebe. Ahora, sin embargo, está rodeado de cosas con tan buena pinta que parece una tontería no aprovecharse. Bebidas fuertes, cervezas, vinos blancos y tintos… Lo mira todo y acaba por comprar dos botellas de Burdeos del bueno, para no arriesgarse, y un paquete de tabaco. Luego –por qué no– pasa por el tailandés de comida para llevar.
En poco tiempo se va poniendo el sol, y con Jasmine medio dormida contra el pecho, camina por calles agradables, hacia la cuidada casita que será preciosa cuando esté acabada. Va a la cocina y, sin sacar de la mochila al bebé dormido, abre la botella y se sirve una copa, rodeando torpemente el bulto con los brazos como un bailarín de ballet. Tras una mirada casi ritual a la copa, se la bebe de un trago y piensa: sería mucho más fácil no beber si no estuviera tan bueno. Cierra los ojos y se apoya en la encimera, mientras desaparece la tensión de sus hombros. En otros tiempos usaba el alcohol como estimulante, para animarse y tener más energía. Ahora, en cambio, bebe como todos los padres: como una especie de sedante al principio de la noche. Más tranquilo, recuesta al bebé dormido en el sofá, sobre un nidito de cojines, y sale al pequeño jardín suburbano: un tendedero giratorio rodeado por planchas de madera y bolsas de cemento. Se ha dejado puesta la mochila, que cuelga como un arnés de pistola y casi le da aspecto de poli de homicidios descansando, uno romántico y hastiado, taciturno pero peligroso, que complementa sus ingresos con unas horas de canguro en Surrey. Para redondear la imagen sólo falta un cigarrillo. Es el primero en dos semanas. Lo enciende con veneración, saboreando la primera y deliciosa calada, con tal fuerza que oye crepitar el tabaco. Hojas quemadas y petróleo: sabe a 1995.
Poco a poco su cabeza se vacía de trabajo, rollos de falafel y galletas de avena. Empieza a tener esperanzas para la velada. Quizá alcance el estado de plácida inactividad que es el nirvana de los padres exhaustos. Clava la colilla en un montón de arena y va en busca de Jasmine. Sin hacer ruido, sube hasta su habitación con ella en brazos y baja la persiana. Va a cambiarle el pañal sin despertarla, como un maestro en abrir cajas fuertes.
Nada más depositarla en el cambiador, Jasmine se despierta y empieza otra vez a llorar, con esos gritos suyos tan horribles y estridentes. Respirando por la boca, Dexter la cambia con la mayor rapidez y eficacia posibles. Parte de la buena prensa de ser padre era lo inofensivo de las caquitas de bebé: las caquitas y el pipí dejaban de ser algo sucio para convertirse, si no en divertidos, al menos en inocuos. Su hermana había llegado al extremo de decir que las «caquitas» en cuestión eran tan benignas y fragantes que se podían «untar en las tostadas».
Ahora bien, bajo las uñas es mejor no tenerlas. Por otro lado, la llegada de la leche en polvo y de los alimentos sólidos les han dado unas características decididamente más adultas. A la pequeña Jasmine parece que le hayan salido doscientos cincuenta gramos de mantequilla de cacahuete, y se las ha arreglado para restregárselos por toda la espalda. Dexter, que está un poco mareado de beber con el estómago vacío, lo recoge y lo rasca como buenamente puede con medio paquete de toallitas húmedas, y cuando se le acaban, con el borde de su pase de un día para el tren. El paquetito, que aún está caliente, lo mete en una bolsa para pañales, de olor químico, y la bolsa en un cubo de los de pedal, estremeciéndose al ver condensación en la tapa. Jasmine no para de llorar durante todo el proceso. Cuando ya está bien limpia, Dexter la coge y se la pone contra el hombro, saltando de puntillas hasta que le duelen las pantorrillas. Milagrosamente, al final se calla.
Se la lleva a la cuna, y al acostarla, ella se pone a llorar. Dexter la coge. Ella se calla. La acuesta y grita. Hay una pauta, él ya se da cuenta, pero le parece tan poco razonable, tan mal hecho que Jasmine le exija tanto ahora que se le están enfriando los rollitos de primavera, que tiene el vino abierto y que el cuartito huele tan intensamente a caquitas calientes… «Amor incondicional» es una expresión que ha circulado mucho, pero ahora mismo él tiene ganas de imponer condiciones.
–Venga, Jas, no seas injusta. Pórtate bien. Te recuerdo que papá lleva despierto desde las cinco.
Vuelve a estar callada, respirando contra el cuello de Dexter con un aliento caliente y regular. Él intenta acostarla una vez más, despacio, bailando absurdamente el limbo con una transición imperceptible de lo vertical a lo horizontal. Aún lleva puesta su mochila de macho. Ahora se imagina como un experto en desactivar bombas. Suave, suave, suave…
Vuelve a llorar.
Aun así, Dexter cierra la puerta y trota escaleras abajo. Hay que ser duro. Hay que ser implacable. Es lo que pone en el libro. Si ella tuviera algún tipo de lenguaje, él se lo podría explicar: Jasmine, es que los dos necesitamos tiempo para nosotros. Cena viendo la tele, pero vuelve a llamarle la atención lo difícil que es ignorar a un bebé que llora. Llanto controlado, lo llaman, pero él ya no se controla; tiene ganas de llorar, y se indigna victorianamente con su esposa: ¿qué fulana irresponsable es la que deja solo a un bebé con su padre? ¿Cómo se ha atrevido? Sube el volumen de la tele, y al querer servirse otra copa de vino, le sorprende encontrar vacía la botella.
Da igual. No hay problema paterno que no pueda solucionarse con un poco de leche. Prepara otro biberón y sube, algo ofuscado y con la sangre zumbando en los oídos. La carita feroz se dulcifica al recibir el biberón entre sus manos. Luego, sin embargo, arrancan de nuevo los berridos, un lamento salvaje, a la vez que él se da cuenta de que se ha olvidado de enroscar el tapón, y se le ha derramado la leche, empapando mantas y colchón, y metiéndose en los ojos y la nariz de Jasmine, que ahora sí que grita de verdad. ¿Cómo no va a gritar, si papá la ha encerrado en su cuarto y le ha vertido en la cara un cuarto de litro de leche caliente? Presa del pánico, Dexter coge una gasa –aunque lo que encuentra es el mejor jersey de cachemira de la niña, sobre un montón de ropa limpia–, y le limpia el pelo y los ojos de grumos de leche en polvo, sin parar de darle besos y de insultarse a sí mismo: «Idiota, idiota, idiota, perdona, perdona, perdona». Mientras tanto, su otro brazo inicia el proceso de cambiar la ropa de cama impregnada de leche en polvo, y la ropa de la niña, y el pañal, y de amontonarlo todo en el suelo. Ahora es un alivio que Jasmine no hable, porque entonces diría: «Mira que eres idiota; ni a un bebé sabes cuidar». Al volver al piso de abajo, Dexter prepara otro biberón con una mano y se lo lleva arriba. Se lo da a Jasmine con la habitación a oscuras, hasta que ella le apoya la cabeza en el hombro, tranquila, dormida.
Cierra la puerta sin hacer ruido, y baja de puntillas por la madera sin barnizar de la escalera, como un ladrón en su propia casa. En la cocina está la segunda botella de vino, abierta. Se sirve otra copa.
Casi son las diez. Intenta ver la tele, algo que se llama
Gran Hermano
, pero no entiende de qué va, y siente una desaprobación de viejo cascarrabias por cómo está el sector televisivo.
–No lo entiendo –dice en voz alta.
Pone música, una antología pensada para que al oírla en casa te sientas como en el vestíbulo de un hotel exclusivo europeo. Luego intenta leer la revista que se ha dejado Sylvie, pero ya no es capaz ni de eso. Entonces enciende la videoconsola, pero no hay nada que le tranquilice: ni
Metal Gear Solid
, ni
Quake
, ni
Doom
, ni tan siquiera
Tomb Raider
. Necesita compañía humana adulta, conversación con alguien que haga algo más que berrear, lloriquear y dormir. Coge el teléfono. En honor a la verdad, está borracho, y con la borrachera ha vuelto su vieja compulsión: decirle tonterías a una mujer guapa.
Stephanie Shaw tiene un nuevo sacaleches: el más caro, finlandés. Le zumba y traquetea bajo la camiseta como un pequeño motor fuera borda, mientras intentan ver
Gran Hermano
en el sofá.
Emma estaba convencida de que iba a una cena, pero al llegar a Whitechapel ha descubierto que Stephanie y Adam están demasiado agotados para cocinar; esperan que no le importe. En vez de cenar, se han sentado a hablar y ver la tele, mientras zumba y traquetea el sacaleches, haciendo que el salón parezca un ordeñadero. Otra noche gloriosa en la vida de una Madrina.
Hay conversaciones que Emma preferiría ahorrarse, y todas versan sobre los bebés. Las primeras se beneficiaban del factor novedad, y sí que tenía algo de intrigante, gracioso y conmovedor ver las facciones de tus amigos fundidas y en miniatura. Por otro lado, siempre es bonito ver felices a los demás, claro…
Pero tampoco hay que pasarse. Parece que este año no pueda salir de casa sin que le pongan otro recién nacido en las narices. Siente la misma aprensión que cuando alguien saca todo un ladrillo de fotos hechas durante las vacaciones: está muy bien que te hayas divertido, pero ¿yo qué tengo que ver? Para estas ocasiones, Emma tiene una cara de fascinación que pone cuando alguna amiga le cuenta lo mal que lo pasó en el parto, qué medicamentos le pusieron, si cedieron y optaron por la epidural, el sufrimiento, la felicidad…
Sin embargo, ni el milagro de dar a luz ni la paternidad en general tienen nada de transferibles. A Emma no le apetece hablar sobre el estrés de dormir a ratos. ¿No habían oído rumores con antelación? Tampoco le apetece tener que hacer comentarios sobre la sonrisa del bebé, ni sobre que al principio se parecía a la madre, pero ahora se parece al padre, o empezó pareciéndose al padre, pero ahora tiene la boca de la madre. ¿Y a qué viene toda esta obsesión con el tamaño de las manos, las minúsculas manos, con las minúsculas, minúsculas uñitas, si en cierto modo lo que llamaría la atención sería que fueran grandes? «¡Mira qué manos más enormes, cómo le cuelgan!» De eso sí que valdría la pena hablar.
–Me estoy durmiendo –dice Adam, el marido de Stephanie, que se aguanta la cabeza con el puño en el sillón.
–Creo que debería irme –dice Emma.
–¡No! ¡Quédate! –dice Stephanie, sin alegar ningún motivo.
Emma se come otra patata Kettle. ¿Qué les ha pasado a sus amigos? Con lo divertidos que eran antes, les encantaba salir, eran sociables, interesantes… Pero ya son demasiadas noches sentada con parejas pálidas, irritables y ojerosas, en cuartos malolientes, maravillándose de que el bebé esté creciendo, y no menguando, con el tiempo; Emma está cansada de gritar de entusiasmo al ver gatear a un bebé, como si lo de gatear fuese una novedad completamente inesperada. ¿Qué esperaban, que volase? Le es indiferente cómo les huela la cabeza a los bebés. Lo probó con una y olía como una correa de reloj por detrás.
Suena su teléfono, dentro del bolso. Lo saca y ve el nombre de Dexter en la pantalla, pero no se molesta en contestar. No, no le apetece hacer todo el viaje de Whitechapel a Richmond para verle hacer pedorretas en la barriga de Jasmine. Es algo que le aburre especialmente, lo de que sus amigos hombres le vengan con el numerito de padre joven: agobiados pero sin perder el buen humor, cansados pero modernos con su uniforme de chaqueta y vaqueros, barrigones bajo la camiseta de canalé, y con esa miradita de orgullosos de sí mismos al lanzar y recoger al pequeñín. Pioneros audaces, los primeros hombres de la historia a quienes se les manchan con un poco de pipí los pantalones de pana, y con un poco de vómito el pelo.
Eso en voz alta no lo puede decir, claro. Tiene algo de antinatural que a una mujer le aburran los bebés, o más concretamente hablar de bebés. Les parecería una amargada, una envidiosa, una solitaria. Por otro lado, también le aburre que todo el mundo le diga la suerte que tiene de poder dormir tanto, de tener tanta libertad y tiempo libre, poder salir con alguien, o viajar a París de repente porque le apetece. Suena como si la consolasen. A ella le molesta. Lo ve condescendiente. ¡Pero si ni siquiera va a París! Algo que le aburre muy especialmente son los chistes sobre el reloj biológico, de sus amigos, de su familia, en el cine y en la tele. La palabra más estúpida y necia de la lengua inglesa es «solterona», seguida de cerca por «chocoadicta». Emma se niega a formar parte de ningún fenómeno sociológico de suplemento dominical. Entiende el debate, sí, y los imperativos prácticos, pero es una situación que no depende en nada de ella. Sí, de vez en cuando sí que intenta imaginarse con bata azul de hospital, sudando y pasándolo fatal, pero la cara del hombre que le coge la mano se empecina en no definirse, y es una fantasía en la que prefiere no pensar mucho.