–No mucho. Bastante atractiva.
–Supongo. –Dexter se encogió mucho de hombros–. Estuvimos un tiempo distanciados. ¿Te acuerdas de que te lo conté?
–Los confundo. –Sylvie se giró hacia la ventanilla–. Pero ¿estuvisteis liados o no?
–No, no estuvimos liados.
–¿Y la novia?
–¿Tilly? ¿Qué le pasa?
–¿Te has acostado alguna vez con la novia?
Diciembre de 1992, aquel horrible piso en Clapton que siempre olía a cebolla frita. Un masaje de pies que se le había ido de las manos de mala manera, mientras Emma estaba en Woolworths.
–Pues claro que no. ¿Por quién me tomas?
–Es que parece que cada semana vayamos a una boda con todo un autobús de gente con quien te acostaste…
–No es verdad.
–… toda una carpa. Como una convención.
–No es verdad, no es verdad…
–Sí que es verdad.
–Oye, que para mí ahora sólo existes tú.
Conduciendo con una sola mano en el volante, Dexter le puso la otra a Sylvie en la barriga, que seguía plana por debajo del satén tornasolado color melocotón de su vestido corto, y luego en el muslo desnudo.
–No me dejes sola hablando con gente que no conozco, ¿vale? –dijo Sylvie, antes de subir la música.
Ya era media tarde cuando Emma llegó –tarde y exhausta– a la verja de seguridad de la mansión, sin saber si la dejarían entrar. Algún inversor sagaz había convertido Morton Manor Park, una gran finca de Somerset, en una especie de complejo integral para bodas, dotado de capilla propia, sala de fiestas, laberinto privado, spa y una serie de dormitorios para invitados con ducha de pie de doble entrada, todo ello rodeado por un muro alto rematado con una alambrada de cuchillas: un campamento nupcial. Con caprichos, grutas artificiales, fosos y cenadores, un castillo de verdad y otro inflable; una Disneylandia marital de gama alta, disponible para fines de semana completos a precios astronómicos. Parecía un sitio un poco raro para la boda de un antiguo miembro del Partido Socialista de los Trabajadores. Emma recorrió el gran camino de grava en un estado de perplejidad y desconcierto.
Cuando ya se veía la capilla, se le echó encima un hombre con peluca empolvada y casaca de lacayo, que le hizo señas con sus puños de encaje y se asomó a la ventanilla.
–¿Algún problema? –preguntó ella, a punto de añadir «agente».
–Necesito las llaves, señora.
–¿Las llaves?
–Para aparcar el coche.
–¡Vaya por Dios! ¿En serio? –dijo ella, avergonzada por el musgo que crecía alrededor del aislamiento de los cristales, y por el mantillo de callejeros desencuadernados y botellas de plástico vacías que cubría el suelo–. Bueno, vale. No se cierran las puertas. Tiene que usar este destornillador para ajustarlas. Tampoco hay freno de mano, o sea, que apárquelo donde no haya desnivel, o arrimado a un árbol, o con la marcha puesta, que será lo más fácil, ¿vale?
El lacayo cogió las llaves con el pulgar y el índice, como si le hubieran dado un ratón muerto.
Emma había conducido descalza. Descubrió que tenía que dar patadas en el suelo para embutir los pies en los zapatos, como una hermanastra fea. La ceremonia ya había empezado. Ya se oía salir de la capilla los acordes de
La llegada de la reina de Saba
, tocados por cuatro, o tal vez cinco, manos enguantadas. Se acercó por la gravilla, a trompicones, levantando los brazos para evaporar un poco el sudor, como un niño jugando a ser un avión; después, con un último estirón al borde del vestido, cruzó discretamente la gran puerta de roble y se incorporó a la última fila de los fieles, que eran muchos. Ahora cantaba un grupo a capela, chasqueando los dedos como locos al entonar
I’m into Something Good
, mientras que la feliz pareja, con los ojos empañados, se enseñaba los dientes, sonriendo. Emma nunca había visto al novio: pinta de jugador de rugby, guapo, con chaqué gris claro y la cara roja de afeitarse, le hacía muecas a Tilly con su cara grande, ejecutando diversas variaciones sobre «mi momento más feliz». Emma se fijó en el inusual detalle de que la novia hubiera optado por un modelo de María Antonieta: seda y encaje rosas, falda de aros, todo el pelo en alto y un lunar. Se preguntó si no se habría quedado corta con su titulación en Historia y Francés. En todo caso, se la veía muy contenta, y a él también, muy contento, y todos los asistentes parecían muy pero que muy contentos.
Con tanta sucesión de canciones y números, la boda empezaba a parecer la gala anual de la reina. Dexter notó que se estaba desconcentrando. Ahora leía un soneto de Shakespeare la sobrina de Tilly, una niña de mofletes rojos: algo de que el matrimonio de dos almas fieles no admite impedimento. Hizo un esfuerzo por estar atento a la línea argumental del poema, y aplicar su sentimiento romántico a lo que sentía él por Sylvie. Su atención, seguidamente, derivó hacia cuántas de las presentes se habían acostado con él; sin regodearse en ello, o no del todo, pero sí con una especie de nostalgia. «A amor no mudan breves horas y semanas…», leía la sobrina de la novia, mientras Dexter lo dejaba en cinco. Cinco ex ligues en una sola y pequeña capilla. ¿Sería algún tipo de récord? ¿Se daban puntos extra por la novia? De Emma Morley, de momento, ni rastro. Con Emma, cinco y medio.
Al fondo de la iglesia, Emma vio cómo Dexter contaba con los dedos, y tuvo curiosidad por saber qué hacía. Llevaba traje negro, y corbata fina del mismo color: la manía actual, entre los hombres, de parecer gánsteres. De perfil, se le veía un principio de papada, pero seguía estando guapo; absurdamente guapo, de hecho, y mucho menos gris e hinchado que antes de conocer a Sylvie. Desde la pelea, Emma le había visto tres veces, siempre en bodas, y él, las tres, le había echado los brazos al cuello y le había dado un beso como si todo siguiera igual, diciendo «tenemos que hablar, tenemos que hablar», pero sin llegar a hacerlo, la verdad. Siempre estaba con Sylvie, ocupados los dos en estar guapos. Allá estaba ella, poniéndole una mano en la rodilla en señal de posesión, con la cabeza y el cuello como alguna especie de flor de tallo largo, girándolos para no perderse nada.
Ahora las promesas. Emma miró justo a tiempo para ver que Sylvie cogía la mano de Dexter y le apretaba los cinco dedos, como solidarizándose con la feliz pareja. Le susurró algo al oído. Él la miró a la cara, con una gran sonrisa que a Emma le pareció un poco de tonto. Después articuló algo en respuesta, y aunque Emma tuviera poca práctica en leer los labios, consideró que había bastantes posibilidades de que fuera «yo también te quiero». Cohibido, miró a su alrededor, y al encontrarse con la mirada de Emma, sonrió como si le hubieran pillado haciendo algo prohibido.
Se acabó el cabaret. Sólo quedaba tiempo para una vacilante interpretación de
All You Need is Love
, cuyo compás de siete por cuatro puso en aprietos a los asistentes. Después, los invitados salieron de la iglesia detrás de la feliz pareja, y empezó de verdad la reunión. Entre una multitud de abrazos, gritos y apretones de manos, Dexter y Emma se buscaron, hasta que de pronto allí estaban, el uno frente al otro.
–Vaya –dijo él.
–Vaya.
–¿Yo a ti no te conozco?
–Está claro que me suena tu cara.
–A mí la tuya también, aunque te veo diferente.
–Sí, soy la única mujer de aquí empapada de sudor –dijo Emma, estirándose la tela debajo de los brazos.
–Querrás decir «transpiración».
–No, esto de aquí es sudor. Parece que me hayan sacado de un lago. ¿Seda natural? ¡Y un cuerno!
–Un poco oriental, el tema, ¿no?
–Yo lo llamo mi look Caída de Saigón. Técnicamente, chino. ¡Claro, que la pega de estos vestidos es que a los cuarenta minutos quieres otro! –dijo Emma, con la sensación, a media frase, de que más habría valido no empezarla. ¿Eran imaginaciones suyas, o Dexter había puesto los ojos un poco en blanco?–. Perdona.
–No pasa nada. La verdad es que el vestido me gusta mucho. Gustal mucho, de veldad.
Ahora los ojos en blanco los puso ella.
–¿Lo ves? Ya estamos empatados.
–Lo que quería decir es que estás guapa. –Dexter le estaba mirando la coronilla–. ¿Esto no es…?
–¿Qué?
–¿No es lo que llaman «corte Rachel»?
–Tampoco te pases, Dex –dijo ella, despeinándose inmediatamente con las puntas de los dedos.
Miró hacia donde Tilly y su flamante marido posaban para las fotos, ella con un abanico, que agitaba coqueta ante la cara.
–Por desgracia, no estaba al corriente de que fuera una fiesta con el tema de la Revolución Francesa.
–¿Lo de María Antonieta? –dijo Dexter–. Bueno, al menos sabemos que habrá
brioche
.
–Parece que en el banquete han montado un cadalso.
–¿Qué es un cadalso?
Se miraron.
–No has cambiado, ¿eh? –dijo ella.
Dexter levantó un poco de grava con el pie.
–Pues sí, un poco sí.
–Me intrigas.
–Ya te lo contaré después. Mira…
Tilly estaba en el estribo del Rolls-Royce Silver Ghost con el que cubrirían los cien metros hasta el banquete, el ramo entre las manos, como un lanzador de troncos preparándose.
–¿Quieres ir a ver si hay suerte, Em?
–Se me dan mal los deportes –dijo ella, poniéndose las manos en la espalda justo cuando el ramo era lanzado por los aires y recogido por una anciana y quebradiza tía, lo cual pareció enojar un poco a la multitud, como si acabaran de dilapidarse las últimas posibilidades de felicidad futura de alguien.
Emma señaló con la cabeza a la avergonzada tía, de cuya mano colgaba tristemente el ramo.
–Ésa soy yo con cuarenta años más –dijo.
–¿En serio? ¿Cuarenta? –dijo Dexter. Emma le clavó el tacón en la punta del pie. Mirando por encima del hombro de Emma, Dexter vio a Sylvie cerca, buscándole–. Tengo que irme. La verdad es que Sylvie no conoce a nadie. Tengo órdenes estrictas de no apartarme de ella ni un minuto. ¿Vienes a saludarla?
–Luego. Ahora mejor que vaya a hablar con la feliz novia.
–Pregúntale por la fianza que te debe.
–¿Tú crees? ¿En este día?
–Nos vemos luego. Quizá nos hayan sentado juntos en el banquete.
Cruzó los dedos y los levantó. Ella hizo lo mismo con los suyos.
Las nubes de la mañana se habían abierto, y hacía una tarde preciosa, con nubes altas corriendo por un enorme cielo azul, mientras los invitados seguían en procesión al Silver Ghost hacia el prado, para el champán y los canapés. Fue ahí donde Tilly pegó un grito al ver a Emma. Se abrazaron todo lo que permitía la ancha falda de aros de la novia.
–¡Cuánto me alegro de que hayas podido venir, Emma!
–Yo también, Tilly. Estás fantástica.
Tilly sacudió el abanico.
–¿No te parece demasiado?
–En absoluto. Estás impresionante. –Se le fue otra vez la mirada hacia el falso lunar, que parecía una mosca posada en el labio–. La ceremonia también ha sido muy bonita.
–¡Huuyyy! ¿De verdad? –Era típico de Tilly anteponer a cada frase un compasivo «huy», como si Emma fuera un gatito que se hubiera hecho daño en una patita–. ¿Has llorado?
–Como una huérfana…
–¡Huuyyy! Me alegro tanto, pero tanto, de que hayas podido venir… –Le dio unos golpecitos regios en el hombro con el abanico–. Y estoy impaciente por conocer a tu novio.
–Pues mira, yo también; lástima que no tenga.
–¡Huuyyy! ¿No?
–No, hace tiempo que no.
–¿De verdad? ¿Seguro?
–Creo que me habría dado cuenta, Tilly.
–¡Huuyyy! Cuánto lo siento. ¡Pues búscate uno! ¡¡¡RÁPIDO!!! ¡No, en serio, los novios están muy bien! ¡Y los maridos, mejor! ¡Hay que encontrarte uno! –ordenó–. ¡Esta noche! ¡Esto lo vamos a arreglar! –Emma sintió que verbalmente le daban palmaditas en la cabeza–. Huuyyy. ¿Y qué, ya has visto a Dexter?
–Sí, un momento.
–¿Has conocido a su novia? ¿La de los pelos en la frente? ¿A que es guapa? Clavada a Audrey Hepburn. ¿O era Katharine? Nunca me acuerdo de la diferencia.
–Audrey. Decididamente, es una Audrey.
Corría el champán, y por el prado se extendía un sentimiento de nostalgia a medida que se reencontraban viejas amistades, y que las conversaciones pasaban a girar en torno a lo que cobraba cada uno y cuántos kilos había ganado.
–Bocadillos. Son el futuro –decía Callum O’Neill, que últimamente cobraba y pesaba bastante más–. Ingredientes precocinados de calidad, con un enfoque ético. Es la clave, amigo mío. ¡La comida es el nuevo
rock and roll
!
–Yo creía que el nuevo
rock and roll
era el humor.
–Sí, antes, pero ahora el rock and roll es la comida. ¡Ponte al día, Dex!
En pocos años, el antiguo compañero de piso de Dexter había cambiado hasta extremos casi irreconocibles. Próspero, grande y dinámico, había cambiado de sector, aprovechando los beneficios de la venta de su negocio de reciclaje de ordenadores para montar la cadena de bocadillos Natural Stuff. Ahora, con su perilla recortada y su pelo muy corto, era la viva encarnación del empresario joven, con buena imagen y seguro de sí mismo. Al verle estirar los puños de un espléndido traje a medida, Dexter se preguntó si realmente podía ser el mismo irlandés flaco que se puso cada día los mismos pantalones durante tres años.
–Todo es orgánico y recién hecho. Hacemos zumos y batidos de frutas al momento, y trabajamos con café de comercio justo. Tenemos cuatro sucursales, que siempre están llenas, siempre, en serio. A las tres ya tenemos que cerrar porque no queda nada de comer. Te digo yo que en este país está cambiando la cultura alimentaria, Dex; la gente quiere más nivel. Ya nadie quiere una lata de Tango y una bolsa de patatas. Quieren rollos de hummus, zumo de papaya, cangrejos de río…
–¿Cangrejos de río?
–Con pan de pita, y rúcula. En serio: los cangrejos de río son los bocadillos de huevo de nuestra época, y la rúcula es la lechuga iceberg. Los cangrejos de río son fáciles de criar, se reproducen a una velocidad que te dejaría alucinado, y son deliciosos: ¡la langosta del pobre! Oye, deberías venir un día, y hablaríamos del tema.
–De los cangrejos de río.
–Del negocio. Creo que para ti habría muchas oportunidades.
Dexter hurgó en el césped con el tacón.
–¿Me estás ofreciendo trabajo, Callum?
–No, sólo te digo que vengas y…
–Me parece mentira que un amigo me esté ofreciendo trabajo.