–Lo entiendo perfectamente.
–Stephanie me ha asegurado que tienes muchísimo talento. No veo el momento de leer lo que escribes…
Al llegar a los ascensores, Emma aprieta a fondo el botón de llamada.
–Bueno, pues nada…
–En fin, al menos tendrás una anécdota divertida. Algo es algo.
¿Una anécdota divertida? Clava el dedo en el botón como si lo clavara en un ojo. Ella no quiere anécdotas divertidas; ella lo que quiere es un cambio, una ruptura. Su vida ha estado repleta de anécdotas, ristras y ristras de putas anécdotas; ahora quiere que le salga algo bien, por una vez. Quiere tener éxito, o como mínimo la esperanza de tenerlo.
–Para la semana que viene lo veo imposible. Luego ya me voy de vacaciones, o sea, que quizá tarde un poco; pero me comprometo para antes de que se acabe el verano.
¿Antes de que se acabe el verano? Un mes, y otro, anodinos, sin cambios… Vuelve a clavar el dedo en el botón del ascensor, sin decir nada, como una adolescente huraña, haciéndolas sufrir. Ellas esperan. Marsha, que no parece inmutarse, la examina con sus azules y penetrantes ojos.
–Oye, Emma, ahora ¿a qué te dedicas?
–Soy profesora de lengua y literatura. En un instituto de Leytonstone.
–Tendrás mucho trabajo. ¿De dónde sacas el tiempo para escribir?
–Por la noche. Los fines de semana. A veces por la mañana temprano.
Marsha contrae los párpados.
–Debe de apasionarte mucho.
–Es lo único que realmente quiero hacer.
Emma se sorprende, no sólo de lo seria que debe de sonar, sino por darse cuenta de haber dicho una verdad. Se abre el ascensor a sus espaldas. Mira por encima del hombro. Ahora casi le gustaría quedarse.
Marsha le tiende la mano.
–Bueno, señorita Morley, adiós. Ya tengo ganas de hablar contigo más a fondo.
Emma coge sus largos dedos.
–Y yo espero que encuentres niñera.
–Yo también lo espero. La última era una psicópata de armas tomar. No querrás hacerlo tú, ¿verdad? Me imagino que lo harías bastante bien.
Marsha sonríe. Emma también. Detrás de Marsha, Stephanie se muerde el labio inferior, articula perdón-perdón-perdón e imita un pequeño teléfono. «¡Llámame!»
El ascensor se cierra. Emma se derrumba contra la pared, durante treinta pisos en caída libre, sintiendo que se le cuaja el entusiasmo en la barriga, convertido en amarga decepción. A las tres de la mañana, sin poder dormir, fantaseaba con una comida improvisada con su nueva editora. Se veía bebiendo vino blanco seco en la torre Oxo, y seduciendo a su compañera de mesa con simpáticas anécdotas sobre la vida escolar. Ahora está aquí, escupida al South Bank en menos de veinticinco minutos.
Es donde en mayo celebró el resultado de las elecciones, pero de esa euforia ya no queda nada. Al haber dicho que tenía gripe intestinal, ni siquiera puede ir a la reunión. Intuye que por ahí se fraguará otra discusión, con sus reproches y sus comentarios malintencionados. Decide dar un paseo para despejarse la cabeza, y va hacia Tower Bridge.
Pero ni siquiera el Támesis logra animarla. Están reformando este tramo del South Bank: un follón de andamios y lonas, con la central eléctrica cerniendo su opresiva dejadez sobre este día de pleno verano. Emma tiene hambre, pero no hay donde comer, ni con quien comer. Suena su teléfono. Lo busca en el bolso, con muchas ganas de desahogarse, y se da cuenta demasiado tarde de quien debe de estar llamando.
–Conque gripe intestinal, ¿eh? –dice el director.
Ella suspira.
–Exacto.
–Y en la cama, ¿no? Pues por el ruido no parece que estés en la cama. A mí me parece que estás al aire libre, disfrutando del sol.
–Phil, por favor, no me lo pongas peor de lo que está.
–¡No, no, señorita Morley! Las dos cosas no las puedes tener. No puedes cortar conmigo y esperar algún tipo de trato especial… –Es su tono de los últimos meses, una oficiosa cantinela de rencor. A Emma se le despierta otra vez toda la rabia, por las trampas que se tiende ella solita–. ¡Si quieres que lo nuestro sea puramente profesional, tendremos que ceñirnos a lo profesional! Asi que, si no te importa, ¿podrías decirme por qué no estás en esta reunión tan importante?
–Phil, por favor, que no estoy de humor.
–Porque no me gustaría tener que convertirlo en una cuestión disciplinaria, Emma…
Se aparta el teléfono de la oreja, mientras el director sigue soltándole el rollo. Es el teléfono que le compró como regalo de amor, para poder «oír su voz siempre que lo necesitara», y que ahora se ha quedado grande y anticuado. Dios, si hasta lo habían usado para sexo telefónico, al menos él…
–Se te informó expresamente de que era una reunión obligatoria. Por si no lo sabes, aún no se ha acabado el curso.
… y por un momento se imagina el placer de tirar al Támesis el cacharro de marras, viéndolo chocar contra el agua como medio ladrillo. Pero antes tendría que sacar la tarjeta SIM, lo cual amortiguaría un poco el simbolismo; además, esos gestos dramáticos son cosas del cine y de la tele. Por otro lado, no se puede permitir comprar otro teléfono.
Y menos ahora, que ha decidido dimitir.
–¿Phil?
–Llámame señor Godalming, ¿te parece?
–Vale. ¿Señor Godalming?
–Dígame, señorita Morley.
–Dimito.
Él se ríe, con esa risa falsa tan exasperante que tiene. Es como si le viera, sacudiendo despacio la cabeza.
–No puedes irte, Emma.
–Sí que puedo. Ya lo he hecho. Y otra cosa, señor Godalming…
–¿Qué, Emma?
Se le forma el insulto en los labios, pero al final no es capaz de pronunciarlo, y lo articula con deleite antes de colgar, meterse el teléfono en el bolso y seguir caminando hacia el este por la orilla del Támesis, mareada de euforia y de miedo al futuro.
O sea, lo siento, pero no puedo invitarte a comer. Es que he quedado con otro cliente…
–Vale. Gracias, Aaron.
–Otra vez será, Dexy. ¿Qué te pasa? Te veo un poco desanimado, tío.
–No, nada, es que estoy un poco preocupado.
–¿Por qué?
–Bueno, pues… por el futuro. Mi carrera. No es lo que esperaba.
–Claro, es que nunca lo es. El futuro. ¡Coño, por eso es tan EMOCIONANTE! Oye, ven aquí. ¡Que vengas, te digo! Tengo una teoría sobre ti. ¿Quieres oírla, tío?
–Venga.
–Tú a la gente le encantas, Dex, en serio; el problema es que les encantas de una manera irónica y con segundas, en plan me encanta odiarlo. Lo que hace falta es que alguien te quiera sinceramente…
Diciendo «te quiero»
MIERCOLES 15 DE JULIO DE 1998
Chichester, Sussex
De repente, sin saber cómo ha sido, Dexter se descubre enamorado, y de golpe la vida son unas largas minivacaciones.
Sylvie Cope. Se llama Sylvie Cope, bonito nombre. Si le pidieran que la describiera, sacudiría la cabeza, resoplaría y diría que es genial, simplemente genial, simplemente… ¡increíble! Es guapa, claro, pero no de la misma forma que las otras; no es una pizpireta de revista masculina como Suki Meadows, ni una modelo como Naomi, Ingrid o Yolande, sino de una belleza serena y clásica; en una encarnación previa como presentador de tele, Dexter podría haberla calificado de «con clase», e incluso de «con una clase que te mueres». Pelo largo, lacio, rubio, con severa raya en medio; facciones menudas, bien formadas, distribuidas a la perfección por una cara de piel blanca, en forma de corazón. Le recuerda a una mujer de un cuadro cuyo título no logra recordar, alguien de la Edad Media, con flores en el pelo. Sylvie Cope es así, el tipo de mujer que no desentonaría rodeando un unicornio con los brazos. Alta, delgada, un poco austera, a menudo bastante seria, con una cara que no se mueve mucho, salvo para fruncir el ceño o poner los ojos en blanco por alguna tontería que haya dicho o hecho él; Sylvie es perfecta, y exige perfección.
Tiene las orejas un poco salidas, sólo un poquitín, lo justo para que la luz de detrás les dé un brillo de coral; la misma luz que permite ver un vello finísimo y aterciopelado en sus mejillas y su frente. Son detalles –las orejas luminosas, la frente peluda– que a Dexter, en otras etapas de su vida, le habrían podido repeler, pero ahora que la mira, sentada al otro lado de la mesa sobre un césped inglés, en pleno verano, apoyando su barbilla, pequeña y perfecta, en su mano de dedos largos, con golondrinas en el cielo y unas velas que iluminan su cara igual que en los cuadros de aquel tío de las velas, la encuentra absolutamente hipnótica. Sylvie le sonríe desde el otro lado de la mesa. Dexter decide que será la noche en que le diga que la quiere. Él nunca ha dicho «te quiero», al menos sobrio y con plena intención. Ha dicho «te quiero, coño», pero eso es diferente. Siente que ha llegado el momento de usar las palabras en su forma más pura. Le absorbe tanto el plan, que por unos instantes no puede concentrarse en la conversación.
–Y tú exactamente ¿a qué te dedicas, Dexter? –pregunta en la otra punta de la mesa la madre de Sylvie, Helen Cope, que es como un pájaro, altiva, de cachemira beis.
Dexter, sordo a sus palabras, sigue contemplando a Sylvie, que arquea las cejas para avisarle.
–¿Dexter?
–¿Mm?
–Mamá te ha preguntado algo.
–Perdona, estaba en otro planeta.
–Es presentador de televisión –dice Sam, uno de los hermanos gemelos de Sylvie: diecinueve años, con espalda de remero de universidad, y un nazi en ciernes pagado de sí mismo, como su hermano Murray.
–¿Es o era? ¿Aún presentas algo? –se sonríe Murray.
Intercambian sacudidas de flequillo rubio. Deportistas, de piel clara y ojos azules, parecen criados en un laboratorio.
–Mamá no te lo preguntaba a ti, Murray –replica Sylvie.
–Bueno, sigo siendo una especie de presentador –dice Dexter, pensando: ya me las pagaréis, cabroncetes.
En Londres ya han tenido algún encontronazo, Dexter y los Gemelos. Ellos ya han dado a entender con sonrisitas y guiños su mala opinión sobre el nuevo novio de su hermana; creen que ella podría aspirar a más. Los Cope son una familia de Triunfadores, y sólo toleran a Triunfadores. Dexter sólo es un seductor, una vieja gloria, un ligón de capa caída. La mesa queda en silencio. ¿Había que seguir hablando?
–Perdón, ¿cuál era la pregunta? –dice Dexter, que ha perdido de forma pasajera el hilo, pero está decidido a rendir de nuevo al máximo.
–Quería saber con qué te ganas actualmente la vida –repite con paciencia la señora Cope, dejando claro que es una entrevista de trabajo para el puesto de novio de Sylvie.
–Pues la verdad es que he estado preparando un par de nuevos programas. Estamos esperando a ver qué encargan al final.
–¿Y de qué van, esos programas?
–Pues uno es sobre la noche londinense, una especie de guía del ocio de la capital, y el otro es de deportes. Deportes de riesgo.
–¿Deportes de riesgo? ¿Qué son «deportes de riesgo»?
–Mmm… Pues
mountain bike, snowboard, skateboard
…
–¿Y tú haces algún «deporte de riesgo»? –se sonríe Murray.
–Practico un poco el
skateboard
–dice Dexter a la defensiva, fijándose en que al otro lado de la mesa Sam se ha metido la servilleta en la boca.
–¿Puede que te hayamos visto por la BBC? –dice Lionel, el padre, guapo, entrado en carnes, satisfecho de sí mismo, y por raro que parezca, todavía rubio a sus casi sesenta años.
–Lo dudo. Se transmite todo bastante tarde, si queréis que os diga la verdad.
«Se transmite bastante tarde, si queréis que os diga la verdad.» «Practico un poco el
skateboard
.» Pero bueno, ¿a qué suenas?, se pregunta Dexter. Por alguna razón, cuando está con la familia Cope actúa como en una obra de teatro de época. A fe que transmítese bastante tarde. De todos modos, si es lo que hay que hacer…
El siguiente en meter baza es Murray, el otro gemelo (¿o será Sam?), con la boca llena de ensalada.
–Nosotros veíamos aquel programa nocturno donde salías tú,
marcha loca
: palabrotas a saco, y tías bailando en jaulas. ¿Te acuerdas de que no te gustaba que lo viéramos, mamá?
–¡Dios mío! ¿Aquello? –La señora Cope, Helen, frunce el ceño–. Sí que me acuerdo, vagamente.
–No lo podías aguantar –le dice Murray, o Sam.
–Siempre gritabas: ¡apagadlo! –dice el otro–. ¡Apagadlo, que os estropeará el cerebro!
–¡Qué gracia! Mi madre decía exactamente lo mismo –dice Dexter, pero nadie parece escuchar su comentario.
Coge la botella de vino.
–O sea, que eras tú… –dice Lionel, el padre de Sylvie, levantando las cejas como si el caballero sentado a su mesa hubiera resultado ser alguien de bastante baja estofa.
–Bueno, sí, pero no era todo así. Yo sólo me ocupaba de los grupos y las estrellas de cine.
Tiene miedo de sonar pretencioso, con lo de los grupos y las estrellas de cine, pero, tranquilos, que aquí están los gemelos, para no dejarle levantar cabeza.
–¿Y qué, aún te ves con muchas estrellas de cine? –dice uno de ellos con falsa admiración, el monstruito ario pasado de vueltas.
–La verdad es que no. Ya no. –Dexter decide contestar sinceramente, pero sin nostalgias, y sin compadecerse–. Son cosas que… ya han ido pasando.
–Dexter lo dice por modestia –dice Sylvie–. Recibe ofertas constantemente. Lo que pasa es que es muy selectivo para salir en pantalla. Lo que de verdad quiere hacer es producir. ¡Tiene su propia productora! –dice, orgullosa.
Sus padres asienten, satisfechos. Un empresario, un hombre de negocios… Eso ya está mejor.
Dexter también sonríe, aunque lo cierto es que la vida, últimamente, se ha vuelto mucho más tranquila. Mayhem TV aún no ha conseguido ni un solo encargo, ni se ha reunido con ningún cliente, y de momento sólo existe en forma de papel caro con membrete. Aaron, su agente, ya no quiere representarle. No hay voces en
off
ni promociones; y estrenos, bastantes menos. Ya no es la voz de la sidra de lujo; le han expulsado discretamente de la escuela de póquer, y hasta ha dejado de llamarle el de las congas de Jamiroquai. Pese a todo, pese a su bajón profesional, ahora está muy contento, porque se ha enamorado de Sylvie, la hermosa Sylvie, y ahora tienen sus minivacaciones.
Muchos fines de semana empiezan y terminan en el aeropuerto de Stansted, de donde salen hacia Génova, o Bucarest, o Roma, o Reikiavik: viajes que Sylvie planea con la precisión de un ejército invasor. Pareja de guapos urbanitas europeos, se alojan en hoteles exclusivos y andan, compran, compran, andan, beben tazas minúsculas de café solo a pie de calle y, al final del día, se encierran en su dormitorio gris oscuro, de un minimalismo chic, con ducha a ras de suelo y una sola y larga caña de bambú en un florero alto y estrecho.