–¡No lo cojas! –gruñe Emma.
–¡No puedo no cogerlo!
Se empieza a subir los pantalones, como si hablar con Fiona desnudo de cintura para abajo ya fuera traicionarla demasiado, y le diera mucho miedo que se le notasen las piernas desnudas en la voz.
–¡Qué tal! ¡Hola, cariño! ¡Sí, ya lo sé! Ahora mismo salía por la puerta…
Hablan de temas domésticos (pasta o un salteado, la tele o un DVD). Emma se distrae de la vida casera de su amante recogiendo de debajo de la mesa la ropa interior, enrollada y tirada entre clips y tapas de bolígrafos. Se viste y se acerca a la ventana. En las listas de la persiana hay polvo. Fuera, el bloque de ciencias recibe luz rosada, y de pronto tiene ganas de estar en un parque, en una playa, o en alguna plaza de ciudad europea; en cualquier sitio menos donde está, en un despacho institucional falto de ventilación, con un hombre casado. ¿Cómo es posible que de golpe te despiertes con treinta años y siendo la amante de alguien? Es una palabra repulsiva, servil; preferiría no tenerla presente en la cabeza, pero no se le ocurre ninguna otra. Es la amante del jefe, y lo mejor que puede decirse de las circunstancias es que al menos no hay niños de por medio.
La aventura –otra palabra horrible– empezó en septiembre pasado, después de las desastrosas vacaciones en Corfú, y del anillo de compromiso entre los calamares. «Creo que queremos cosas diferentes» fue la mejor frase que se le ocurrió. El resto de las interminables dos semanas fue una borrosa sucesión de piel quemada, malas caras, autocompasión y preocupación por si en la joyería aceptarían el anillo. No podía existir en el mundo nada más melancólico que aquel anillo de compromiso rechazado. Estaba en el hotel, dentro de la maleta, emanando tristeza como si fuera radiación.
Emma volvió de vacaciones morena y triste. Su madre, que estaba al corriente de la petición, y prácticamente ya se había comprado el vestido para la boda, estuvo semanas rabiando y lamentándose con Emma, que acabó dudando de su negativa a la proposición; pero decir que sí le habría dado la sensación de ceder, y las novelas le habían enseñado que el matrimonio nunca tenía que ser una concesión.
Lo había zanjado su aventura con el director. Durante una reunión de rutina, había roto a llorar en el despacho de Phil que, rodeando el escritorio, le había puesto un brazo en la espalda y la boca en la cabeza, casi como diciendo: «Por fin». A la salida del trabajo la había llevado a un sitio que conocía de oídas, un gastropub, donde se podía tomar una cerveza, pero también se comía bien. Habían comido entrecots y ensalada con queso de cabra. Al rozarse sus rodillas bajo la mesa grande de madera, Emma se había dejado llevar. Después de la segunda botella de vino, ya era todo pura formalidad; el abrazo convertido en beso en el taxi de vuelta, y el sobre marrón en su casilla («respecto a lo de anoche, no paro de pensar en ti; hace años que siento lo mismo; tenemos que hablar; ¿podemos hablar?»).
Todo lo que sabía Emma sobre el adulterio lo había aprendido con las series de los setenta. Lo asociaba al Cinzano, a los Triumph TR7, y a fiestas con queso y vino; le parecía algo propio de personas de mediana edad, principalmente de clase media; golf, yates y adulterio. Ahora que era ella quien tenía una aventura (con su parafernalia de miradas secretas, manos tocándose debajo de la mesa y manoseos en el armario del material), le sorprendía la familiaridad de todo, y que el deseo pudiera ser una emoción tan poderosa al aliarse con el sentimiento de culpa y el desprecio hacia una misma.
Una noche, después de hacerlo en el escenario del montaje navideño de
Grease
, Phil le había hecho solemne entrega de una caja con papel de regalo.
–¡Es un teléfono móvil!
–Por si necesito oír tu voz.
Sentada en el capó del Greased Lightning, mirando la caja fijamente, Emma había suspirado.
–Bueno, supongo que en algún momento tenía que pasar.
–¿Qué pasa? ¿No te gusta?
–No, qué va, si está muy bien. –Sonrió al acordarse–. Es que he perdido una apuesta.
A veces, en claras tardes otoñales de paseo y de conversación por una parte escondida de los Hackney Marshes, o entre risitas en el concierto navideño del colegio, borrachos de vino con especias, y tocándose las caderas, creía estar enamorada de Phillip Godalming. Era buen profesor, apasionado, con principios, aunque podía ser un poco pretencioso. Tenía los ojos bonitos, y sabía hacer reír. Por primera vez en su vida, Emma era objeto de una fijación sexual casi obsesiva. Naturalmente que a sus cuarenta y cuatro años Phil era demasiado mayor, y por debajo del pelaje su piel ya se notaba fofa y mantecosa, pero era un amante entregado e intenso, a veces un poco demasiado para el gusto de Emma; de los que hacen muecas y hablan. A ella no acababa de cuadrarle ese lenguaje en la misma persona que los reunía para hablar de la carrera benéfica popular. A veces, mientras lo hacían, le daban ganas de pararse y decir: «¡Señor Godalming, que ha dicho una palabrota!».
Pero han pasado nueve meses, la emoción ya no es la misma, y a Emma cada vez le cuesta más entender qué hace merodeando en un pasillo de colegio una tarde soleada de verano. Debería estar con amigos, o con una pareja de la que estuviera orgullosa, a quien pudiera mencionar en presencia de otros. Hosca de culpa y de vergüenza, espera a la salida del baño de chicos a que Phil se lave con jabón institucional. Su directora de Estudios Literarios y Teatrales y amante. Madre de Dios.
–¡Listo! –dice él al salir.
Le coge la mano (la suya aún está mojada de habérsela lavado), y la suelta, discreto, al salir al aire libre. Cierra con llave la puerta principal, pone la alarma y se van a su coche, en el crepúsculo, separados por una distancia profesional, aunque de vez en cuando la cartera de piel de Phil choque con la pantorrilla de Emma.
–Te llevaría al metro, pero…
–… más vale prevenir.
Siguen caminando un poco más.
–¡Quedan cuatro días! –dice él alegremente, para llenar el silencio.
–¿Esta vez adónde vais? –pregunta ella, aunque ya lo sepa.
–A Córcega. A caminar. A Fiona le encanta caminar. Caminar, caminar, caminar… Siempre caminando. Es como Gandhi. Luego, por la noche, se quita las botas de montaña y se apaga como una lámpara.
–Phil… No, por favor.
–Perdona, perdona. –Para cambiar de tema, él pregunta–: ¿Y tú?
–Puede que a Yorkshire, a ver a la familia. Más que nada, estaré aquí trabajando.
–¿Trabajando?
–Sí, escribiendo, vamos.
–Ah, sí, escribir. –Lo dice como si no se lo creyera, igual que todo el mundo–. No irá sobre nosotros dos, ¿verdad?, el famoso libro.
–No. –Ya han llegado al coche de él. Emma tiene ganas de irse–. Tampoco sé si somos muy interesantes.
Él, que estaba apoyado en su Ford Sierra azul, preparándose para la gran despedida, y va ella y lo estropea. Frunce el ceño, con el labio inferior asomando rosado por la barba.
–¿Y eso cómo hay que entenderlo?
–No sé; es que…
–Sigue.
–Esto, Phil, lo nuestro. No me hace feliz.
–¿No estás contenta?
–Bueno, ideal no es, ¿verdad? Una vez a la semana en una moqueta institucional…
–Pues a mí me parecías bastante contenta.
–No me refiero a satisfecha. ¡No es una cuestión sexual, hombre! Son las… circunstancias.
–Pues a mí me hace feliz…
–¿Ah, sí? ¿Seguro?
–Que yo recuerde, antes también te hacía feliz.
–Supongo que al principio me hacía ilusión.
–¡Pero Emma, por Dios! –Pone cara de ogro, como si la hubiera pillado fumando en el lavabo de las chicas–. ¡Tengo que irme! ¿Por qué lo sacas justo ahora que me tengo que ir?
–Lo siento. Me…
–¡Joder, Emma, si es que…!
–¡Eh! ¡A mí no me hables así!
–No te hablo de ninguna manera. Es que… Mira, vamos a pasar las vacaciones, ¿vale? Y luego ya lo arreglaremos.
–No creo que podamos arreglar nada. O paramos, o seguimos, y a mí no me parece que tengamos que seguir.
Phil baja la voz.
–También podríamos hacer otra cosa… Yo, al menos. –Mira a su alrededor, y al comprobar que no hay peligro, le coge la mano–. Se lo podría decir este verano a ella.
–Yo no quiero que se lo digas, Phil.
–Cuando estemos de viaje; o antes, incluso, la semana que viene…
–No quiero que se lo digas. No tiene sentido.
–¿Ah, no?
–¡No!
–Pues yo creo que sí. Yo creo que podría tenerlo.
–¡Muy bien! Pues lo hablamos el curso que viene. No sé… Podríamos quedar para algún día, de momento.
Reconfortado, se moja los labios y vuelve a comprobar que no los vea nadie.
–Te quiero, Emma Morley.
–No –suspira ella–. En el fondo no.
Él baja la barbilla, como si la mirase por encima de unas gafas imaginarias.
–¿No debería decidirlo yo?
Este tono, esta expresión de director, Emma los odia. Le entran ganas de darle una patada en la espinilla.
–Más vale que te vayas –dice.
–Te echaré de menos, Em…
–Si no hablamos, buenas vacaciones.
–No te imaginas cuánto te echaré de menos…
–Qué bonito, Córcega…
–Todos los días…
–Pues nada, ya nos veremos…
–Ven… –Phil levanta la cartera y la usa como escudo para darle un beso. Muy discreto, piensa ella, impasible. Luego él abre la puerta y sube. Un Sierra azul marino, un coche de director como Dios manda, lleno de mapas del Instituto Cartográfico en la guantera–. Aún no me creo que me llamen Simio… –masculla, sacudiendo la cabeza.
Emma se queda un momento en el aparcamiento vacío, viendo irse a Phil. Treinta años y casi enamorada de un hombre casado, aunque al menos no hay niños de por medio.
Veinte minutos después, está al pie de la ventana del edificio ancho y bajo de ladrillo rojo que contiene su piso, y ve que hay luz en la sala de estar. Ha vuelto Ian.
Se le ocurre irse y esconderse en el pub, o ir a ver a algún amigo y volver tarde, pero sabe que Ian se quedará sentado en el sillón, con la luz apagada, esperando como un asesino. Respira hondo y busca las llaves.
Desde que Ian se mudó, el piso parece mucho más grande. Sin las cajas de vídeos, los cargadores, los adaptadores, los cables y los vinilos en funda desplegable, parece que hayan entrado hace poco a robar. Para Emma, es otro recordatorio de lo poco que puede mostrar de los últimos ocho años. Oye un susurro en el dormitorio y va sin hacer ruido hacia la puerta.
El contenido de la cómoda está desperdigado por el suelo: cartas, extractos bancarios, sobres de papel rotos con fotos y negativos… Se queda un momento en la puerta, sin decir nada ni ser vista, observando a Ian, que jadea por el esfuerzo de meter la mano hasta el fondo del cajón. Lleva zapatillas deportivas con los lazos desatados, pantalones de chándal y una camisa sin planchar. Es un conjunto estudiado a conciencia para indicar el máximo trastorno emocional. Se ha vestido para preocupar.
–¿Qué haces, Ian?
Se sobresalta, pero le dura poco; luego la mira indignado, como un ladrón con la razón de su parte.
–Vuelves tarde a casa –le dice, acusador.
–¿Y eso a ti qué te importa?
–Nada, simple curiosidad por saber por dónde andabas.
–Tenía ensayo. Ian, creía que habíamos quedado en que no puedes entrar de esta manera.
–¿Por qué? ¿Vienes con alguien, o qué?
–Ian, que no estoy de humor. En absoluto. –Emma deja el bolso y se quita el abrigo–. Si buscas un diario, o algo así, pierdes el tiempo. Hace años que no escribo un diario…
–Sólo recojo cosas mías, para que lo sepas. Mías, ¿eh? De propiedad.
–Lo tuyo ya lo tienes todo.
–Mi pasaporte. No tengo mi pasaporte.
–Pues ya te puedo decir que en mi cajón de la ropa interior no está. –Ian improvisa, por supuesto. Emma sabe que él tiene su pasaporte. Sólo quería meter las narices en las cosas de ella, y demostrarle que no está bien–. ¿Para qué necesitas el pasaporte? ¿Te vas a alguna parte? ¿Qué pasa, que emigras?
–Huy, te encantaría, ¿no? –dice él con desprecio.
–Bueno, no me importaría –dice ella, pasando por encima del desorden para sentarse en la cama.
Él pone voz de detective.
–Pues lo tienes crudo, mona, porque yo de aquí no me muevo. –Como amante despechado, Ian ha encontrado una entrega y una agresividad que nunca había tenido como humorista de monólogos. Lo de esta noche está claro que es un espectáculo con mayúsculas–. Tampoco me lo podría permitir.
A Emma le apetece chincharle.
–O sea, Ian, que ahora mismo no estás haciendo muchos monólogos…
–¿A ti qué te parece, mona? –dice él, levantando los brazos para referirse a que va sin afeitar, con el pelo sucio y la piel amarillenta: su look de mira lo que me has hecho.
Convierte su autocompasión en espectáculo: un monólogo de soledad y rechazo en el que lleva seis meses trabajando, y para el que Emma no tiene tiempo, al menos esta noche.
–¿De dónde sale lo de «mona», Ian? No sé si me gusta.
Él reanuda la búsqueda, mascullando algo en el cajón, quizá «vete a la mierda, Em». ¿Estará borracho?, se pregunta Emma. En la mesita de noche hay una lata abierta de cerveza barata de alta graduación. Emborracharse: eso sí que es buena idea. Decide emborracharse lo antes posible. ¿Por qué no? Parece que a los otros les funciona. Entusiasmada por el proyecto, va a ponerlo en marcha a la cocina.
Él la sigue.
–¿Y qué, dónde estabas?
–Ya te lo he dicho: ensayando en el colegio.
–¿Qué ensayabas?
–
Bugsy Malone
. Es la monda. ¿Por qué, quieres entradas?
–No, gracias.
–Hay ametralladoras de espuma.
–Yo creo que has estado con alguien.
–¡Por favor! Ya estamos otra vez. –Emma abre la nevera. Hay media botella de vino, pero en momentos así sólo sirven los alcoholes duros–. Ian, ¿por qué estás tan obsesionado con que esté «con alguien»? ¿Por qué es tan imposible que no estemos hechos el uno para el otro?
Rompe el sello de hielo del congelador con un fuerte estirón. Se caen trocitos al suelo.
–¡Es que sí que estamos hechos el uno para el otro!
–¡Ah, pues entonces perfecto! Si tú lo dices, ya podemos volver. –Detrás de unas empanadillas de ternera hay una botella de vodka–. Toma, las empanadillas. Te cedo la custodia. –Da un portazo a la nevera y coge un vaso–. Además, Ian, ¿y si he estado con alguien? ¿Qué pasa? Te recuerdo que hemos roto.