–Ya.
–… y lo sacan otra vez con otro presentador.
–¿Y otro nombre?
–No, siguen llamándolo
Game On
.
–Ah. O sea… o sea, que el programa sigue siendo el mismo.
–Van a hacer muchos cambios importantes.
–Pero ¿se sigue llamando
Game On
?
–Sí.
–El mismo plató, el mismo formato y lo demás.
–A grandes rasgos.
–Pero con otro presentador.
–Sí, con otro presentador.
–¿Quién?
–No lo sé, pero tú no.
–¿No han dicho quién?
–Han dicho que más joven. Alguien más joven. Que bajaban la edad. Es lo único que sé.
–Vaya… Dicho de otra manera, me han despedido.
–Bueno, supongo que también podría verse como que en este caso… pues sí, han decidido cambiar de dirección. Apartándose de ti.
–Vale. Vale. ¿Y la buena noticia?
–¿Perdón?
–Como has dicho «la mala noticia es que cancelan el programa»… ¿Cuál es la buena noticia?
–Ya está. No hay más. Son todas las noticias que tengo.
Justo en ese momento, a tres kilómetros, cruzando el Támesis, Emma Morley sube en ascensor con su vieja amiga Stephanie Shaw.
–Lo principal, no me cansaré de repetirlo, es… que no te sientas intimidada.
–¿Por qué iba a intimidarme?
–Es una leyenda del mundo editorial, Em. Tiene fama.
–¿Fama? ¿De qué?
–De tener… mucha personalidad. –Pese a estar solas en el ascensor, la voz de Stephanie Shaw se reduce a un susurro–. Como editora es una maravilla; lo que ocurre es que es un poco… excéntrica, pero bueno.
Los siguientes veinte pisos los suben en silencio. A su lado, a Stephanie Shaw se la ve menuda y elegante, con una camisa de un blanco inmaculado (no, camisa no, blusa), falda negra de tubo y pulcra media melena, a años de distancia de la gótica huraña con quien hace mucho tiempo compartía mesa en los seminarios. A Emma la sorprende sentirse intimidada por su vieja amiga; su actitud profesional, su forma de ir al grano… Es probable que Stephanie Shaw haya despedido a gente. Es probable que diga cosas como «¡Hazme fotocopias de esto!». Si Emma hiciera lo mismo en el colegio, se le reirían en la cara. Dentro del ascensor, con las manos entrelazadas por delante, de pronto Emma tiene ganas de reír. Parece que estén jugando a un juego que se llama «oficinas».
El ascensor se abre en el piso trece, una gran planta abierta con ventanas altas de cristal tintado que dan al Támesis y a Lambeth. Cuando llegó a Londres, Emma había mandado cartas llenas de esperanza y desinformación a las editoriales, imaginándose que las abrían secretarias mayores con gafas de media luna, con abrecartas de marfil, en casas de época destartaladas y caóticas; pero esto es elegante, luminoso y juvenil, el paradigma del nuevo espacio de trabajo de los medios de comunicación. Lo único que la tranquiliza son las pilas de libros por el suelo y las mesas, montañas a punto de caerse, como acumuladas de cualquier manera. Stephanie camina deprisa. Emma la sigue. En los despachos, tras muros de libros, aparecen caras que pegan un repaso a la recién llegada, enfrascada en quitarse la chaqueta sin dejar de caminar.
–Mira, no te puedo garantizar que se lo haya leído todo; ni todo ni una parte, la verdad, pero ya es mucho que haya pedido verte, Em; de verdad que ya es mucho.
–Te lo agradezco muchísimo, Stephanie.
–Está muy bien escrito, Em. Te lo digo yo. Si no, no se lo habría dado. No me conviene presentarle porquerías.
Era una novela de colegio, una historia de amor para chicos mayores, ambientada en un instituto de Leeds; una especie de Torres de Malory en más realista y cruda, en torno a un montaje de
Oliver!,
narrada desde el punto de vista de Julie Criscoll, la chica lenguaraz e irresponsable que interpreta a Jack Dawkins. También había ilustraciones, garabatos, caricaturas y sarcásticos bocadillos de cómic, como las de los diarios de las adolescentes, todo mezclado con el texto.
Tras enviar las primeras veinte mil palabras, había esperado con paciencia hasta tener una carta de rechazo de todas las editoriales, todas; el juego completo. «No es nuestra línea, lamentamos no poder ayudarla, esperamos que tenga más suerte en otras editoriales», decían. Lo único alentador de tantas negativas era su vaguedad; se notaba que no estaban leyendo mucho el manuscrito, y que no hacían sino rechazarlo con una carta modelo. De todo lo que había escrito y dejado a medias, era lo primero que no tenía ganas de arrojar a la otra punta de la habitación después de leerlo. Sabía que estaba bien. Estaba claro que tendría que recurrir al enchufe.
Pese a contar con varios contactos influyentes en la universidad, se había jurado no recurrir jamás a los favores; acudir a sus coetáneos de más éxito se parecía demasiado a pedirle dinero a un amigo. Sin embargo, ya acumulaba toda una carpeta de cartas de rechazo, y como «su madre no se cansaba de recordarle», más joven no se haría. Un día, a la hora de comer, se había buscado un aula tranquila y, respirando hondo, había llamado por teléfono a Stephanie Shaw. Llevaban tres años sin hablar, pero al menos se caían bien, y después de un rato agradable de ponerse al día, se lo había soltado: ¿estaba dispuesta a leer algo suyo? Una cosa que he escrito. Unos cuantos capítulos y un resumen de un libro tonto para adolescentes. Va sobre un musical en un colegio.
Y aquí está, ni más ni menos que reunida con una editora, una editora de verdad. Se siente temblorosa, por exceso de café, mareada de nervios, y en un estado febril que no contribuye a aliviar el no haber tenido más remedio que hacer novillos. Es el día de una reunión importantísima del personal, la última antes de vacaciones. Por la mañana, al despertarse, como un alumno díscolo, ha llamado por teléfono a secretaría y, taponándose la nariz, ha graznado algo sobre gripe intestinal. Incluso por teléfono se le notaba la incredulidad a la secretaria. Con el señor Godalming también tendrá problemas. Phil estará furioso.
Ahora mismo no tiene tiempo de preocuparse de eso, porque han llegado al despacho de la esquina, un cubo acristalado de espacio comercial cotizadísimo, en el que ve una figura femenina esbelta, de espaldas a ella, y más allá una vista pasmosa desde Saint Paul al Parlamento.
Stephanie le indica un sillón bajo, al lado de la puerta.
–Bueno, tú espera aquí. Luego me vienes a ver y me cuentas cómo ha ido. Y acuérdate de no tener miedo…
Te han dado algún motivo? ¿Para despedirme?
–La verdad es que no.
–Venga, Aaron, dímelo.
–Pues… la frase exacta ha sido…, la frase exacta ha sido que eres un poquitín 1989.
–Uau. Uau. Ya. Vale. Bueno, vale… pues que se jodan, ¿eh?
–Exacto. Es lo que les he dicho.
–¿Ah, sí?
–Les he dicho que a mí no es que me encante.
–Bueno, vale, y ahora ¿qué?
–Nada.
–¿Nada?
–Hay una cosa de robots que luchan, y tú tienes que presentarlos, como si dijéramos…
–¿Por qué luchan los robots?
–A saber. Supongo que porque son así. Son robots agresivos.
–No lo veo muy claro.
–Vale. ¿Un programa de coches en
Hombres y motores
?
–¿Qué? ¿Satélite?
–El satélite y el cable son el futuro, Dex.
–Pero ¿y en abierto?
–Ahí no hay mucho movimiento.
–Para Suki Meadows sí que hay movimiento, y para Toby Moray también. No puedo pasar cerca de una tele sin ver al Toby Moray de las narices.
–La tele es así, Dex: va por modas. Toby es una simple moda. Antes lo eras tú, y ahora lo es él.
–¿Yo era una moda?
–No, tú no eres una moda. Sólo he querido decir que es normal tener altibajos, pero que no pasa nada. Yo creo que deberías ir pensando en un cambio de orientación. Necesitamos cambiar la percepción que tiene de ti la gente. Tu reputación.
–Un momento. ¿Tengo reputación?
En el sillón bajo de cuero, Emma espera y espera, observando la oficina en pleno funcionamiento mientras siente –y se avergüenza un poco de ello– envidia de este mundo empresarial, y de los profesionales estilosos y jóvenes que lo habitan. Envidia del dispensador de agua, es lo que es. La oficina no tiene nada de especial, nada que la distinga, pero en comparación con el instituto de Cromwell Road es puro futurismo; un contraste muy marcado con su sala de profesores, con sus tazas manchadas de taninos, sus muebles agujereados, sus malos humores por las guardias, y en general su ambiente cascarrabias, quejica, insatisfecho. Los chavales son geniales, claro –algunos, y a veces–, pero parece que los enfrentamientos son cada vez más frecuentes y alarmantes. Le han dicho por primera vez «no me ralles», una nueva actitud con la que le cuesta razonar. O puede que ya no le tenga cogido el tranquillo, y esté perdiendo su motivación y su energía… Está claro que la situación con el director no ayuda.
¿Y si la vida hubiera tomado otro camino? ¿Y si a los veintidós años hubiera perseverado con las cartas a las editoriales? ¿Podría haber sido ella la que se comiese bocadillos de Pret A Manger llevando falda de tubo, y no Stephanie Shaw? Hace un tiempo que está convencida de que su vida va a cambiar, aunque sólo sea por necesidad, y tal vez sea el momento; quizá el cambio de rumbo lo marque esta reunión. Su estómago sufre otro vuelco en el momento en que la asistente personal cuelga el teléfono y se acerca. Marsha la recibirá ahora. Emma se levanta, se alisa la falda porque lo ha visto por la tele, y entra en la caja de cristal.
Marsha –¿señora Francomb?– es alta, imponente, con facciones aguileñas que le prestan un aire a lo Virginia Woolf que intimida lo suyo. Poco más de cuarenta años, pelo gris corto y peinado hacia delante, al estilo soviético, voz ronca y autoritaria, se levanta y tiende la mano.
–Ah, tú debes de ser la de las doce y media.
Emma grazna una respuesta, que sí, exacto, las doce y media, aunque técnicamente deberían haber sido las doce y cuarto.
–
Setzen Sie, bitte hin
–dice inexplicablemente Marsha.
¿En alemán? ¿Por qué en alemán? En fin, más vale seguirle la corriente.
–
Danke
–vuelve a graznar Emma.
Mira a su alrededor, toma asiento en el sofá y observa el despacho: trofeos en estantes, tapas de libro enmarcadas… Recuerdos de una carrera ilustre. Emma tiene la insoportable sensación de que no le corresponde estar ahí, de que no es su sitio, y le está haciendo perder el tiempo a esta temible mujer; ella publica libros, libros de verdad, que la gente compra y lee. Está claro que Marsha no se lo está poniendo fácil. Flota un silencio, mientras baja la persiana y la ajusta para que no se vea la oficina exterior. Se quedan sentadas en penumbra, y de pronto Emma tiene la sensación de que la van a interrogar.
–Perdona que te haya hecho esperar; es que estamos de trabajo hasta el cuello. Te he encontrado un hueco de milagro. Pero no quiero meterte prisa. En estas cosas es tan importante decidir bien… ¿Verdad?
–Vital. Está clarísimo.
–A ver, dime, ¿cuánto tiempo llevas trabajando con niños?
–Mmm… A ver… Desde el 93. Unos cinco años.
Marsha se inclina, fervorosa.
–¿Y te gusta mucho?
–Sí; bueno, casi siempre. –Emma tiene la sensación de estar un poco rígida y formal–. Cuando no me lo ponen difícil.
–¿Los niños te lo ponen difícil?
–Si te soy sincera, a veces son un poco cabrones.
–¿En serio?
–Bueno, ya me entiendes: insolentes, alborotadores…
Marsha se apoya en el respaldo, molesta.
–Y entonces ¿cómo impones disciplina?
–¡Ah, bueno, lo normal, tirándoles sillas! ¡No, es broma! Nada, lo típico: expulsándolos, y esas cosas.
–Ajá. Ajá.
Marsha no dice nada más, pero emana una profunda desaprobación. Vuelve a posar la vista en los papeles de la mesa, y Emma se pregunta cuándo empezarán a hablar del libro.
–Bueno –dice Marsha–, tengo que decir que hablas mucho mejor inglés de lo que me esperaba.
–¿Perdón?
–Vaya, que te expresas muy bien. Parece que hayas vivido en Inglaterra toda la vida.
–Es que… es verdad.
Marsha pone cara de irritación.
–Según tu currículum, no.
–¿Perdón?
–¡En tu currículum pone que eres alemana!
¿Cómo puede hacer Emma que se lo perdonen? ¿Y si se hace pasar por alemana? Imposible. No habla alemán.
–No, soy inglesa de pura cepa.
Además, ¿qué currículum? Ella no ha mandado ningún currículum.
Marsha sacude la cabeza.
–Perdona, pero no parece que hablemos de lo mismo. Eres la de las doce y media, ¿no?
–¡Sí! Creo que sí… ¿O no?
–¿La niñera? ¿Vienes por el trabajo de niñera?
¿Tengo reputación?
–Un poco. En el sector.
–¿De qué?
–Pues de… poco fiable, pero bueno…
–¿Poco fiable?
–Poco profesional.
–¿En qué sentido?
–En el de emborracharte; de salir ciego al aire.
–Oye, que yo nunca he estado…
–… y arrogante. La gente te ve arrogante.
–¿Arrogante? Yo soy seguro de mí mismo, pero no arrogante.
–Oye, Dex, que yo sólo te cuento lo que dice la gente.
–¡«La gente»! ¿Y quién es «la gente»?
–Gente con la que has trabajado…
–¿En serio? Madre mía…
–Yo sólo digo que si te parece que tienes un problema…
–Que no lo tengo…
–… podría ser un buen momento para resolverlo.
–No, es que no lo tengo.
–Pues entonces perfecto. Mientras tanto, creo que también te convendría vigilar tus gastos. Al menos un par de meses.
–Cuánto lo siento, Emma…
Camina hacia los ascensores con picor en los ojos, violenta, seguida de cerca por Marsha, y ésta por Stephanie. Se asoman cabezas de los cubículos, mientras pasan en procesión. Seguro que piensan que así aprenderá a no hacerse grandes ideas.
–Me sabe tan mal haberte hecho perder el tiempo… –dice Marsha para congraciarse–. En principio tenían que haber llamado para cancelarlo…
–No pasa nada; no es culpa tuya –masculla Emma.
–Me va a oír mi asistente, eso está claro. ¿Estás segura de no haber recibido el mensaje? Yo odio cancelar reuniones, pero es que no había podido leer el material. Le echaría un vistazo ahora mismo, pero es que parece que me está esperando en la sala de reuniones la pobre Helga…