Y las bromas. ¿Por qué Emma se metía todo el rato con él, recordándole sus fallos? Él no se había olvidado de ellos. Tanto hablar de que si todo es «pijo», de que si mi culo gordo, mis zapatos de tacón ortopédicos, y así constantemente, dejándose a la altura del betún… Dios me libre de las cómicas, pensó, con sus indirectas, sus apartes ingeniosos, sus inseguridades y su odio a sí mismas. ¿Por qué no podían tener las mujeres un poco de gracia, de elegancia y de seguridad, en vez de adoptar constantemente una actitud de humorista que chincha al público?
¡Y la clase! De eso mejor no hablar. La invita a cenar a un restaurante de primera, y ella venga, ¡a ponerse la gorra de obrero! Su numerito de heroína de la clase trabajadora exudaba una especie de vanidad y amor propio que a Dexter le ponía de los nervios. ¿Por qué sigue con el mismo rollo de que fue a un instituto, nunca se iba de vacaciones al extranjero y nunca había comido ostras? Casi tiene treinta años. Desde entonces ha pasado mucho, mucho tiempo, y va siendo hora de que se responsabilice de su propia vida. Le dio una libra al nigeriano que le entregó la toalla, y al salir al restaurante, y ver a Emma al fondo de la sala, toqueteando los cubiertos con su vestido de entierro de postín, sintió rebrotar su irritación. En la barra, a su derecha, vio sola a la cigarrera. Ella también le vio, y sonrió. Dexter decidió dar un rodeo.
–Un paquete de Marlboro Lights, por favor.
–¿Qué? ¿Otra vez?
Ella se rio, tocándole la muñeca.
–¿Qué quieres que te diga? Soy como uno de esos
beagles,
que no cejan en su empeño.
Volvió a reírse. Dexter se la imaginó a su lado, en el banco. Se imaginó poniéndole una mano en el muslo, por debajo de la mesa. Sacó la cartera.
–No, es que más tarde iré a una fiesta con aquella amiga de la universidad… –Pensó que lo de amiga era un buen toque–. Y no quiero quedarme sin tabaco. –Le dio un billete de cinco libras, doblado limpiamente a lo largo, cogiéndolo entre el índice y el corazón–. Quédate el cambio.
La cigarrera sonrió. Dexter se fijó en que tenía una manchita de pintalabios rojo oscuro en el blanco de los incisivos. Tuvo muchas ganas de cogerle la barbilla y quitarle la mancha con el pulgar.
–Tienes pintalabios…
–¿Dónde?
Alargó el brazo, hasta tener el dedo a cinco centímetros de su boca.
–A… quí.
–¡Soy un desastre! –Ella se pasó varias veces la punta de su lengua rosada por los dientes–. ¿Mejor? –dijo, sonriendo mucho.
–Mucho mejor.
Dexter sonrió, se fue y se giró.
–Oye, por curiosidad –dijo–, ¿esta noche cuándo acabas?
Ya habían traído las ostras, relucientes y extrañas en su lecho de hielo medio derretido. Para pasar el rato, Emma había bebido mucho, con la sonrisa fija de alguien a quien han dejado solo, y a quien en el fondo no le importa. Finalmente, vio a Dexter abriéndose camino por el restaurante, con paso no muy seguro. Se metió rápidamente entre la mesa y el banco.
–¡Creía que te habías caído dentro!
Lo decía su abuela. Emma estaba usando material de su abuela.
–Perdona –dijo él. Nada más. Empezaron con las ostras–. Oye, que esta noche hay una fiesta. Mi colega Oliver, el que juega al póquer conmigo. Ya te había hablado de él. –Inclinó la ostra para comérsela–. Es baronet.
Emma sintió correr agua de mar por su muñeca.
–¿Y eso qué tiene que ver?
–¿En qué sentido?
–Lo de que sea baronet.
–Por decir algo. Es buen tío. ¿Un poco de limón?
–No, gracias. –Emma se tragó la ostra, tratando de entender si había sido invitada a la fiesta o sólo informada de que había una fiesta–. ¿Y dónde es, la fiesta? –dijo.
–En Holland Park. Una casa antigua y muy grande.
–Ah. Vale.
Nada, que no estaba segura. ¿Dexter la estaba invitando, o era una excusa para irse temprano? Se comió otra ostra.
–Si quieres venir, yo encantado –dijo él finalmente, cogiendo el tabasco.
–¿Sí?
–De verdad. –Emma le vio desatascar el tapón pegajoso de la botella de tabasco con una púa del tenedor–. Lo que pasa es que no conocerás a nadie, pero bueno.
No la invitaba, estaba claro.
–Te conoceré a ti –dijo ella, sin convicción.
–Sí, supongo. ¡Y a Suki! También viene Suki.
–¿No está rodando en Scarborough?
–La traen esta noche.
–Le va muy bien, ¿no?
–Bueno, a los dos –dijo Dexter, deprisa y un poco demasiado alto.
Emma decidió no ensañarse.
–Sí, es lo que quería decir, a los dos. –Cogió una ostra, y después la dejó–. Me cae muy bien, Suki –dijo, pese a que la había visto una sola vez, durante una fiesta intimidatoria con tema de Studio 54 en un club privado de Hoxton.
Era verdad que le había caído bien, sin poder evitar la sensación, de todos modos, de que Suki la trataba como a un personaje un poco pintoresco, una de las amigas chapadas a la antigua de Dexter, como si sólo hubiera ido a la fiesta por haber ganado un concurso telefónico.
Dexter se zampó otra ostra.
–¿A que es genial? Suki, digo.
–Sí que lo es, sí. ¿Cómo os va?
–Ah, bien. Aunque tiene su intríngulis pasarte el día siendo el centro de atención…
–¡Qué me vas a decir! –contestó Emma, sin que él pareciera fijarse.
–Y a veces tengo la sensación de salir con un sistema de megafonía, pero está muy bien, en serio. ¿Sabes lo mejor de nuestra relación?
–¿Qué?
–Que Suki sabe lo que es. Salir por la tele. Lo entiende.
–Dexter… Es lo más romántico que he oído en mi vida.
Ya estamos otra vez con los comentarios bordes, pensó Dexter.
–Pues es verdad. –Se encogió de hombros, decidiendo poner fin a la velada en cuanto pudiera pagar la cuenta. Luego añadió, como si se le acabara de ocurrir–: Ah, sí, lo de la fiesta. Lo único que me preocupa es cómo volverás a casa.
–Dex, que Walthamstow no es Marte, sólo el noreste de Londres. Reúne las condiciones necesarias para la vida humana.
–¡Ya lo sé!
–¡Está en la línea de Victoria!
–Pero queda muy lejos en transporte público, y la fiesta no empieza hasta las doce. Llegarás y ya tendrás que irte. A menos que te dé dinero para el taxi…
–Tengo dinero, ¿eh? Me pagan.
–Pero ¿de Holland Park a Walthamstow?
–Si te resulta incómodo que vaya…
–¡No, qué va! De incómodo nada. Yo quiero que vengas. Lo decidimos luego, ¿vale?
Se fue otra vez al baño, sin pedir permiso, llevándose la copa como si tuviese otra mesa en el servicio. Emma encadenó copas de vino, y siguió calentándose hasta que rompió a hervir.
Y así continuó la diversión. Dexter volvió justo cuando traían los segundos. Emma examinó su abadejo rebozado a la cerveza con puré de guisantes a la menta. Las patatas chips eran gruesas, cortadas a máquina en óvalos perfectos, y amontonadas como bloques de construcción, con el pescado rebozado en equilibrio precario sobre ellas, a quince centímetros del plato, como a punto de arrojarse a la piscina de pasta verde. ¿Cómo se llamaba el juego? ¿Bloques de madera apilables? Extrajo cuidadosamente una patata de las de arriba. Dura y fría por dentro.
–¿Cómo está el Rey de la Comedia?
Desde su regreso del baño, el tono de Dexter se había vuelto aún más provocador y beligerante.
Emma se sintió una traidora. Podría haber sido la oportunidad de confesarle a alguien el desastre de su relación, y lo confusa que estaba respecto a cómo actuar, pero no se lo podía decir a Dexter. Tal como estaban las cosas, no. Se tragó la patata cruda.
–Ian está estupendamente –dijo con énfasis.
–¿Funciona la cohabitación? El piso bien, ¿no?
–Fantástico. Aún no lo has visto, ¿verdad? ¡A ver si vienes!
No hubo entusiasmo en la invitación; tampoco compromiso en el «mm» de respuesta, como si Dexter dudase de la existencia del placer más allá de la zona 2 del metro. Se quedaron callados, concentrados en sus platos.
–¿El bistec qué tal? –acabó preguntando ella.
Parecía que a Dexter se le hubiera pasado el hambre: diseccionaba la carne roja y sanguinolenta, pero sin comérsela.
–Sensacional. ¿Y el pescado?
–Frío.
–¿Ah, sí?
Tras un vistazo al plato de Emma, sacudió sabiamente la cabeza.
–Está opaco, Em. Es como se tiene que hacer el pescado: que se vuelva opaco, pero nada más.
–Dexter… –El tono de Emma era duro, cortante–. Está opaco porque está congelado. No lo han descongelado.
–¿No? –Dexter clavó el dedo con rabia en la capa de rebozado–. ¡Pues les decimos que se lo lleven!
–No pasa nada. Ya me como las patatas.
–¡Y una mierda! ¡Devuélvelo! ¡Yo no pago por un puto pescado congelado! ¡Ni que estuviéramos en el súper de la esquina! Ya pediremos otra cosa.
Le hizo señas a un camarero. Emma lo vio hacerse valer, afirmando que la calidad no era la que tenía que ser, que en la carta ponía pescado fresco, y que quería que lo quitasen de la cuenta y les sirviesen gratis otro segundo plato. Emma trató de insistir en que ya no tenía hambre, mientras Dexter, a su vez, insistía en que se comiera un segundo plato con todas las de la ley, porque era gratis. No hubo más remedio que mirar y remirar la carta, mientras el camarero y Dexter ponían mala cara, y el bistec de Dexter seguía descuartizado pero sin comer. Al final se pusieron de acuerdo: le trajeron una ensalada verde gratis. Volvieron a quedarse solos.
Guardaron silencio entre las ruinas de la velada, frente a dos platos que nadie se quería comer. Emma se sentía al borde de las lágrimas.
–Bueno, bueno; va bien, la cosa –dijo él, tirando la servilleta.
Emma tenía ganas de irse: saltarse el postre, dejarse de fiestas (de todos modos, estaba claro que Dexter no quería que fuese) y volver a su casa. Tal vez hubiera vuelto Ian, amable, atento y enamorado de ella. Podrían quedarse hablando, o mirar la tele acurrucados.
–Bueno. –Dexter hablaba mirando la sala–. ¿Qué tal de profesora?
–Muy bien, Dexter –dijo ella, con cara de enfado.
–¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? –contestó él, indignado, clavando otra vez la mirada en ella.
Emma no se alteró.
–Si no te interesa, no me lo preguntes.
–¡Sí que me interesa! Es que… –Dexter se sirvió más vino–. ¿No tenías que escribir un libro, o algo así?
–Ya estoy escribiendo un libro o algo así, pero también tengo que ganarme la vida. ¡Además, Dexter, la cuestión es que me gusta, y que soy una profesora increíble!
–¡Ya, ya me lo imagino! Pero bueno… Ya sabes lo que dicen: «Los que pueden…».
Emma se quedó boquiabierta. Tranquila.
–No, Dexter, no lo sé. Dímelo tú. ¿Qué dicen?
–Ya me entiendes…
–No, Dexter, en serio, dímelo.
–No tiene importancia.
Dexter empezaba a poner cara de arrepentimiento.
–Me gustaría saberlo. Acaba la frase. «Los que pueden…»
Suspiró, con la copa de vino en la mano, y habló sin entonación.
–Los que pueden hacen y los que no enseñan…
–Y los que enseñan te dicen que te vayas a la mierda –escupió Emma.
De pronto la copa de vino estaba en las piernas de Dexter, mientras Emma apartaba la mesa, saltaba de la silla y cogía su bolso, tirando botellas y haciendo chocar platos al deslizarse fuera del banco y cruzar como una furia aquel sitio tan, tan odioso. La estaban mirando, pero le daba igual. Lo único que quería era irse. No llores; no vas a llorar, se ordenó. Al mirar hacia atrás, vio que Dexter se secaba los pantalones como loco, aplacaba al camarero y salía tras ella. Emma se giró y echó a correr. Y ¿quién se acercaba sino la cigarrera, con una sonrisa en su roja boca, bajando por la escalera a toda velocidad con sus piernas largas y sus tacones? Pese a haberse jurado no llorar, Emma sintió en los ojos un escozor caliente de lágrimas de humillación. Se cayó por la escalera, tropezando por culpa de los estúpidos tacones. Al caerse de rodillas, cortó audiblemente la respiración del público de comensales a sus espaldas. La cigarrera estaba al lado, sujetándola por el codo con una exasperante mirada de preocupación sincera.
–¿Todo bien?
–Sí, gracias, muy bien…
Pero ya la había alcanzado Dexter, que la estaba ayudando a levantarse. Al final Emma logró quitárselo de encima.
–¡Déjame, Dexter!
–No grites, tranquilízate…
–No quiero tranquilizarme…
–Vale, lo siento, lo siento, lo siento. ¡No sé por qué te has enfadado, pero lo siento!
Se giró hacia él, echando chispas por los ojos.
–¿Qué? ¿Que no lo sabes?
–¡No! ¡Vuelve a la mesa y me lo explicas! –Pero Emma ya se estaba yendo; ya cruzaba la puerta basculante, y al empujarla le dio un golpe en la rodilla a Dexter con el borde metálico. Él la siguió, cojeando–. Es una tontería. Lo único que pasa es que estamos un poco borrachos.
–¡No, el borracho eres tú! Siempre que nos vemos, estás borracho o ciego de algo. ¿Te das cuenta de que llevo literalmente unos… tres años sin verte sobrio? Ya no me acuerdo de cómo eras sobrio. Estás demasiado ocupado soltándome rollos sobre ti o tus nuevos colegas, o yéndote al baño cada diez minutos; no sé si es por disentería o por demasiada coca, pero el caso es que es de mala educación, joder, y lo peor es que me aburres. Aunque me hables, siempre estás mirando por encima de mi hombro, por si hay alguna opción mejor…
–¡No es verdad!
–¡Sí que es verdad, Dexter! Pues mira, que te den. Tú eres presentador de tele, Dex. No has inventado la penicilina; es tele, y encima telebasura. ¿Sabes qué? Que estoy harta. A la mierda.
Estaban fuera, entre la multitud de la calle Wardour, en la última luz de un día de verano.
–Vamos a algún sitio y lo hablamos.
–No quiero hablarlo. Sólo quiero irme a mi casa.
–Emma, por favor…
–Déjame en paz, Dexter, ¿vale?
–Te estás poniendo histérica. Ven.
Dexter volvió a cogerle el brazo, e intentó abrazarla, idiota de él. Emma le empujó, pero él no la soltó. Los estaban mirando: otra pareja peleándose una noche de sábado en el Soho. Al final, Emma cedió y se dejó arrastrar a una calle más estrecha.
Después de un rato, habló en voz baja, de cara a la pared.
–¿Por qué lo haces, Dexter?
–¿Que por qué hago qué?
–Ya lo sabes.
–¡Yo hago las cosas como soy, y ya está!