Luego, a la hora de las copas, la coca-cola de confección propia corre como el vino. También hay cinco botellas de sidra de pera para los adultos. Ian está sentado en un rincón del gimnasio, con un plato de croquetitas y un vaso de plástico con polvos para el resfriado que se ha traído especialmente a la fiesta. Se frota los senos nasales, sonríe y espera pacientemente a que Emma reciba los elogios.
–¡Digno del West End! –dice alguien con poco realismo.
A Emma ni siquiera le molesta que Rodney Chance, su Fagin, medio borracho de Panda Pops con un chorrito de algo, le diga que está «en bastante buena forma para ser profesora». El señor Godalming («llámame Phil, por favor») la felicita ante la mirada de aburrimiento y mal humor de Fiona, que por sus mejillas sonrosadas podría ser la mujer de un granjero.
–En septiembre deberíamos hablar de tu futuro aquí –dice Phil al acercarse y despedirse con un beso, haciendo gritar «¡uuuuu!» a algunos chavales, y a parte del personal.
A diferencia de la mayoría de las fiestas de actores, a las diez menos cuarto se ha acabado todo, y en vez de limusina, Emma e Ian cogen el 55, el 19 y la línea Piccadilly.
–Estoy tan orgulloso… –dice Ian, apoyando su cabeza en la de Emma–. Aunque creo que me ha saltado a los pulmones.
Emma huele las flores nada más entrar en el piso: un ramo enorme de rosas rojas, inclinado en una cazuela, sobre la mesa de la cocina.
–¡Pero Ian, qué bonitas!
–No son mías –masculla él.
–Ah… Pues ¿de quién son?
–Supongo que del superestrella. Las han traído esta mañana. A mí me parece una exageración, qué quieres que te diga. Me voy a dar un baño bien caliente, a ver si consigo que se me pase.
Emma se quita la chaqueta y abre la tarjetita. «Perdona por el enfado. Espero que esta noche salga todo bien. Muchos besos, Dx.» Nada más. Lo lee dos veces, mira su reloj y enciende enseguida la tele para ver el gran debut de Dexter.
Tres cuartos de hora más tarde, cuando salen los créditos, frunce el ceño y le busca alguna lógica a lo que acaba de ver. Ella no sabe mucho de televisión, pero está casi segura de que Dexter no se ha lucido. Estaba inseguro, y a ratos incluso asustado. Se le olvidaban los diálogos, se equivocaba de cámara… Parecía un aficionado, un inepto. Los entrevistados –el rapero de gira, los cuatro gallitos de Manchester– debían de notar que estaba incómodo, porque reaccionaban con desdén, o sarcasmo. El público del plató también le miraba mal, como adolescentes hoscos en una pantomima, con los brazos cruzados en lo alto del pecho. Por primera vez desde que se conocen, parece que esté haciendo un esfuerzo. ¿Estará… esto… borracho? Emma no sabe mucho del mundo audiovisual, pero sí que sabe reconocer un accidente de coche. Cuando acaba de tocar el último grupo, tiene la cara tapada con la mano, y sabe bastante de televisión para darse cuenta de que no es lo ideal. Son tiempos en que la ironía flota en el ambiente, pero seguro que no hasta el extremo de que sea beneficioso que te abucheen.
Apaga la tele. En el cuarto de baño se oye a Ian sonándose con una toallita. Emma cierra la puerta y coge el teléfono, formando en la boca una sonrisa de felicidades. En un piso vacío de Belsize Park, salta el contestador. «¡Bueno, ya puedes hablar!», dice Dexter. Emma empieza a interpretar.
–¡Eh, qué pasa! ¡Hola! Nada, que ya sé que estás en la fiesta. Sólo quería decirte, pues primero que gracias por las flores. Son preciosas, Dex. Te has pasado. Pero sobre todo que ¡fe-li-ci-da-des! Has estado fabuloso: relajado y divertido. A mí me ha parecido fabuloso. Un programa muy, muy, muy, muy bueno, en serio. –Vacila. No repitas tanto «muy», que si lo dices demasiado parece lo contrario. Sigue hablando–. Lo de la camiseta debajo de la chaqueta de vestir sigue sin convencerme, y siempre es refrescante ver bailar a mujeres en jaulas, pero aparte de eso, Dexter, ha salido de primera. En serio. Estoy muy, muy orgullosa de ti, Dex. Por si te interesa,
Oliver!
también ha ido bien.
Como empieza a oírse poco convencida, decide poner punto final a su actuación.
–Bueno, pues eso. ¡Ya tenemos los dos algo que celebrar! Gracias otra vez por las rosas. Que te lo pases bien esta noche. Mañana hablamos. Nos vemos el martes, ¿no? Y felicidades. En serio. Felicidades. Adiós.
E
n la fiesta de después, Dexter está solo en la barra, con los brazos cruzados y los hombros encorvados. Pasa gente para felicitarle, pero no se quedan mucho tiempo. Las palmadas en el hombro ya parecen de consuelo, o en el mejor de los casos de felicitación por haber fallado el penalti. Ha seguido bebiendo sin parar, pero se nota el champán rancio en la boca, y parece que nada logre disipar su sensación de decepción, anticlímax y vergüenza insidiosa.
–Uala –le dice Suki Meadows, pensativa; la que ha pasado claramente de copresentadora a estrella ahora está sentada a su lado–. ¡Pero qué tristón y serio estás!
–Hola, Suki.
–¡Bueno! ¡A mí me ha parecido que salía bien!
Dexter no está convencido. Aun así, entrechocan las copas.
–Perdona por lo… lo de la botella. Te debo una disculpa.
–La verdad es que sí.
–Sólo era para soltarme un poco, ¿sabes?
–De todos modos, deberíamos hablarlo. Algún día de éstos.
–Vale.
–Porque yo, si estás ciego, no vuelvo a salir contigo al escenario, Dex.
–Ya lo sé. No volverá a pasar.
Suki apoya un hombro en el de Dexter, y le pone la barbilla encima.
–¿La semana que viene?
–¿La semana que viene?
–Me invitas tú a cenar. Ojo, pero que sea caro, ¿eh? El martes que viene.
Ahora son las frentes las que están en contacto, y Suki le ha puesto una mano en el muslo. El martes, Dexter había quedado para cenar con Emma, pero sabe que con ella siempre puede anularlo, porque no se molestará.
–Vale, el martes que viene.
–Ya estoy impaciente. –Suki le pellizca la pierna–. Bueno, ¿te animas o no?
–Lo intentaré.
Suki Meadows se inclina y le da un beso en la mejilla. Después le acerca la boca a la oreja, muy, muy cerca.
–¡Y AHORA VEN A SALUDAR A MI MAMÁÁÁÁÁÁ!
Cigarrillos y alcohol
SABADO 15 DE JULIO DE 1995
Walthamstow y el Soho
Retrato en carmesí
(novela)
por Emma T. Wilde
Capítulo 1
La inspectora jefe Penny Nosecuántos ya había visto varios asesinatos, pero ninguno tan… como aquél.
–¿Han movido el cadáver? –soltó a bocajarro.
En la pantalla del procesador de textos, las palabras brillaban verdes como la bilis: el fruto de toda una mañana de trabajo. Sentada en el minúsculo pupitre de colegio del minúsculo cuarto trasero del minúsculo piso nuevo, leyó las palabras y las releyó, mientras el calentador de inmersión hacía gárgaras burlonas a sus espaldas.
Los fines de semana, o antes de acostarse, si tenía fuerzas, Emma escribía. Tenía dos novelas empezadas –una de ellas ambientada en un gulag, y la otra en un futuro postapocalíptico–, un libro infantil con ilustraciones propias sobre una jirafa con el cuello corto, un telefilme duro y concienciado sobre trabajadores sociales, titulado
Hay que joderse
, una obra de teatro alternativo sobre las complejas vidas emocionales de los jóvenes de menos de treinta años, una novela juvenil fantástica con profesores robot malvados, una obra de flujo de conciencia para la radio sobre la agonía de una sufragista, un cómic y un soneto. No había terminado ninguno, ni tan siquiera los catorce versos del soneto.
Aquellas palabras, las de la pantalla, representaban su último proyecto, una serie de novelas policiacas comerciales, y discretamente feministas. A los once años se había leído todo Agatha Christie, y más tarde, mucho Chandler y James M. Cain. No veía motivos para no tratar de escribir algo intermedio. Sin embargo, estaba descubriendo una vez más que leer y escribir no eran lo mismo. No podías impregnarte, y exprimirlo otra vez. No se le ocurría ningún nombre para la detective, y menos aún un argumento coherente y original. Hasta el seudónimo era malo: ¿Emma T. Wilde? Se preguntó si no estaría condenada a ser de los que se pasan toda la vida intentando cosas. Ella había intentado tocar en un grupo, escribir obras de teatro y libros infantiles, ser actriz y encontrar trabajo en el sector editorial. Quizá la novela negra fuera otro proyecto fracasado como el trapecio, el budismo y el español. Usó la herramienta de contar palabras del ordenador. Treinta y cinco, incluida la página de título y la birria de seudónimo. Gimió y, levantando la palanca hidráulica del lado de la silla de oficina, se hundió un poco más hacia la alfombra.
Llamaron a la puerta, de contrachapado.
–¿Qué, cómo va en el ala Ana Frank?
Otra vez la misma frase. Para Ian, los chistes no eran artículos de un solo uso, sino algo a lo que recurrir una y otra vez hasta que se desmontase en las manos, como un paraguas barato. Al empezar a salir con Emma, aproximadamente el noventa por ciento de lo que decía quedaba incluido en el epígrafe «humor», en el sentido de que comportaba un juego de palabras, una voz graciosa y alguna intención cómica. Con el paso del tiempo, Emma había tenido la esperanza de reducirlo al cuarenta por ciento, por ser cuarenta un margen manejable, pero al cabo de casi dos años, el porcentaje estaba en setenta y cinco, y la vida doméstica seguía con el ruido de fondo de la hilaridad. ¿Era posible que alguien estuviera casi dos años actuando? ¿De verdad? Emma ya había eliminado las sábanas negras y los posavasos; le había cribado los calzoncillos en secreto, y había reducido el número de sus famosos «guisos de verano», pero aun así, se aproximaba al límite en que es posible cambiar a un hombre.
–¿Una tacita de té
pa
la señora? –dijo Ian, con voz de asistenta
cockney
.
–No, gracias, amor.
–¿Unas torrijas? –Ahora, acento escocés–. ¿Le hago unas torrijas, chochín mío?
«Chochín» era una aportación reciente. Ante las presiones para que se justificase, Ian había aducido que el mote le sentaba como un guante. Se había insinuado la posibilidad de que ella le correspondiese llamándole «pochín»: pochín y chochín, chochín y pochín, pero no había prosperado.
–¿… una torrijita? ¿Para tener algo en la barriga esta noche?
«Esta noche.» Allí estaba. Cuando Ian hacía una demostración dialectal, a menudo era porque algo le rondaba la cabeza, algo que no podía decir con voz natural.
–Qué gran noche la de hoy. De marcha con el as de la pantalla.
Emma decidió ignorar el comentario, pero Ian no se lo ponía fácil. Con la barbilla apoyada en su cabeza, leyó lo que ponía en la pantalla.
–
Retrato en carmesí
…
Emma tapó la pantalla con la mano.
–No leas por encima de mi hombro, por favor.
–Emma T. Wilde. ¿Quién es Emma T. Wilde?
–Mi seudónimo. Ian…
–¿Sabes de qué es inicial la T?
–De torpe.
–De talentosa. De tigresa.
–De tediosa.
–Si alguna vez quieres que lo lea…
–¿Por qué ibas a querer leerlo? Si es una porquería.
–Tú nunca haces porquerías.
–Pues esto lo es.
Emma apartó la cabeza, apagó el monitor, y supo sin girarse que Ian había puesto su cara de perro apaleado. Con Ian le pasaba demasiado a menudo: iba y venía de la irritación a los remordimientos.
–¡Perdona! –dijo, cogiéndole la mano por los dedos, y sacudiéndola.
Él le dio un beso en la coronilla, y dijo con la boca en su pelo:
–¿Sabes de qué me parece que es inicial? De «tope», como en «tope guay». Emma T. G. Wilde.
Dicho lo cual, se fue: la clásica técnica del piropo y la huida. Decidida a no ceder de inmediato, Emma ajustó la puerta, volvió a encender el monitor, cerró el archivo y lo arrastró al icono de la papelera. Un sonido electrónico de papel arrugado: el sonido de escribir.
El pitido del detector de humos indicó que Ian estaba cocinando. Emma se levantó y siguió por el pasillo el olor a mantequilla quemada, hasta llegar a la cocina-comedor, que no era una sala independiente, sino sólo el rincón más grasiento de la sala de estar del piso que se habían comprado juntos. Emma no había estado muy segura de la compra; le parecía de esos sitios donde llaman a la policía, pero Ian había acabado por vencer su resistencia. Vivir de alquiler era una tontería, de todos modos se veían casi todas las noches, quedaba cerca del colegio de ella, ya habría tiempo para mejorar, etcétera. En suma, que se habían rascado los bolsillos para pagar la entrada, y se habían comprado algunos libros sobre interiorismo, como el que enseñaba a pintar contrachapado para que pareciese mármol italiano. Habían tenido conversaciones estimulantes sobre volver a poner la chimenea, estanterías, armarios a medida, soluciones de almacenamiento… ¡Suelo de tablas a la vista! Ian alquilaría una lijadora y dejaría las tablas a la vista, como estaba mandado por la ley. Un sábado lluvioso de febrero, habían levantado la moqueta, y tras una mirada de consternación al amasijo de conglomerado enmohecido, base de moqueta medio deshecha y periódicos viejos, la habían vuelto a clavar en su sitio, como quien hace desaparecer un cadáver. Aquellos intentos de construirse un hogar tenían algo de poco convincentes y poco duraderos, como si fueran niños haciéndose una cabaña, y aunque hubieran pintado todo el piso, aunque hubieran puesto grabados en las paredes y comprado muebles nuevos, todo conservaba un aire destartalado y provisional.
Ian estaba en la cocina, dentro de una columna de sol y humo, dando su ancha espalda a Emma, que le miró desde la puerta, fijándose en la camiseta gris de siempre, llena de agujeros, y en los centímetros de calzoncillo que asomaban por encima de los pantalones de chándal. Al leer las palabras Calvin Klein contra el pelo marrón de la base de la espalda, se dijo que probablemente no fuera ésa la intención de Calvin Klein.
Dijo algo, para romper el silencio.
–¿No se te está quemando un poco?
–No está quemado, está crujiente.
–Yo digo quemado, tú dices crujiente.
–Parecemos Louis Amstrong y Ella Fitzgerald cantando
Let’s call the whole thing off!
Silencio.
–Te veo la parte de arriba de los calzoncillos –dijo Emma.