–Sí, es adrede. –Una voz ceceante, afeminada–. Es lo que llaman moda, corazón.
–Pues la verdad es que es muy provocativo.
Nada. Sólo ruido de comida quemándose.
Esta vez, sin embargo, fue Ian quien cedió.
–Bueno, ¿adónde te lleva el rey del mambo? –dijo sin girarse.
–Pues no sé, a algún sitio del Soho. –En realidad sí lo sabía, pero era un restaurante que se había puesto muy de moda como paradigma de cocina actual y cosmopolita, y no quiso empeorar las cosas–. Ian, si no quieres que salga esta noche…
–No, qué va, sal y diviértete…
–O si quieres venir…
–¡Qué dices! ¿Harry, Sally y yo? No lo veo muy claro. ¿Tú sí?
–Serías más que bienvenido.
–Vosotros dos toda la noche con bromitas, y sin dejarme decir nada…
–Eso no lo hacemos.
–¡La última vez sí!
–¡Mentira!
–¿Seguro que no quieres torrijas?
–¡No!
–Además, esta noche tengo un bolo, ¿no? En la Casa del Ja Ja Ja de Putney.
–¿Un bolo… pagado?
–¡Sí, un bolo pagado! –replicó él–. O sea, que ya me las arreglo, gracias. –Se puso a buscar concentrado de carne en el armario, haciendo mucho ruido–. Por mí no te preocupes.
Emma suspiró irritada.
–Si no quieres que vaya, dímelo y ya está.
–Em, que no somos siameses. Si quieres ir, pues vas. Diviértete. –El bote de concentrado resolló tuberculosamente–. Pero no te líes con él, ¿vale?
–Hombre, lo veo un poco difícil, ¿no?
–Bueno, eso dices.
–Sale con Suki Meadows.
–¿Y si no salieran?
–Si no salieran, daría exactamente lo mismo, porque yo te quiero a ti.
Aún no era suficiente. Ian no dijo nada. Emma suspiró, cruzó la cocina haciendo ruido sobre el linóleo, y al anudarle los brazos en la cintura, notó que metía la barriga. Después le puso la cara en la espalda, aspiró su olor corporal, tan cálido y conocido, y le dio un beso en la tela de la camiseta, antes de murmurar:
–No digas tonterías.
Se quedaron un momento así, hasta que a Ian se le notaron las ganas de empezar a comer.
–Bueno, será cuestión de ir corrigiendo los exámenes –dijo ella, y se fue.
Veintiocho opiniones sobre la perspectiva narrativa en
Matar a un ruiseñor
, como para aturdir a cualquiera.
–¿Em? –le dijo Ian cuando ya estaba en la puerta–. ¿Esta tarde qué haces? ¿Hacia las diecisiete cero cero?
–En principio ya habré terminado. ¿Por qué?
Se subió a la encimera de mármol, con el plato en las piernas.
–Pensaba que podríamos acostarnos, para darnos un gustito, ya me entiendes.
Le quiero, pensó ella; lo que pasa es que no estoy enamorada; y que tampoco le quiero. Me he esforzado en quererle, pero no puedo. Me estoy montando la vida con un hombre a quien no quiero, y no sé cómo arreglarlo.
–Quizá –dijo desde la puerta–. Qui-zá.
Puso los labios como para besar, sonrió y cerró la puerta.
Ya no había mañanas, sino mañanas de después.
Con el pulso acelerado, empapado de sudor, Dexter se despertó justo después de mediodía por culpa de un hombre que gritaba en la calle, pero resultó que eran los M People. Se había vuelto a quedar dormido delante de la tele.
Search for the Hero
, cantaban: busca al héroe que llevas dentro.
Los sábados de después de
El After
siempre los pasaba así, con olor a cerrado y las persianas bajadas para que no entrase el sol. Si aún viviera su madre, le habría gritado por la escalera que se levantase y aprovechase el día. En vez de eso, Dexter se quedó fumando en el sofá de cuero negro, con los calzoncillos de la noche anterior, jugando a
Ultimate Doom
con la PlayStation, y procurando no mover la cabeza.
A media tarde, sintiéndose invadir por la melancolía de los fines de semana, decidió practicar con las mezclas. Dexter, que era DJ aficionado, tenía toda una pared de CD y vinilos de coleccionista en estanterías de pino a medida, dos platos y un micrófono (todo lo cual desgravaba), y se le veía a menudo en tiendas de discos del Soho, con unos auriculares enormes, como mitades de coco. En calzoncillos, como antes, empezó a hacer mezclas para distraerse, en sus nuevas mesas de mezclas de CD, preparándose para el siguiente fiestorro en casa con sus colegas, pero echaba algo en falta, y paró al poco rato.
–Los CD no son como el vinilo –anunció.
Se dio cuenta de que se lo había dicho a una habitación totalmente vacía.
Suspiró, en otro acceso de melancolía, y fue a la cocina, moviéndose despacio como si se recuperase de una operación. La enorme nevera estaba a rebosar de botellas de una nueva marca de sidra de lujo que era la bomba. Aparte de presentar el programa («telebasura», lo llamaban, por lo visto para bien), últimamente también se dedicaba a hacer voces en
off
. Decían que era «desclasado», también, por lo visto, para bien: el representante de un nuevo tipo de varón británico, urbanita, con dinero y sin complejos por su masculinidad, su libido ni su afición a los coches, los relojes de titanio grandes y los aparatitos de acero mate. De momento había prestado su voz para aquella sidra de lujo y para un nuevo tipo de maquinillas de afeitar que era alucinante, como de ciencia ficción, con muchas hojas y una tira lubricante que dejaba un rastro mucoso, como si te hubieran estornudado en la barbilla.
Incluso había hecho pinitos de modelo, un mundo al que ambicionaba dedicarse desde hacía mucho tiempo (aunque nunca se hubiera atrevido a decirlo en voz alta); pinitos que se apresuraba él mismo a atribuir a simples «ganas de reírme un poco». No hacía ni un mes que había salido en un reportaje de moda de una revista masculina, con tema «gánster-chic»: nueve páginas mascando puros o yaciendo acribillado con diversos trajes cruzados a medida. Había ejemplares de la revista distribuidos como por casualidad por todo el piso, para que pudieran encontrárselos los invitados. Hasta en el lavabo había uno, y a veces Dexter se sorprendía sentado y mirando una foto en la que salía despatarrado en el capó de un Jaguar, muerto, pero impecablemente vestido.
Para una temporada estaba bien presentar telebasura, pero a partir de un momento la basura apesta demasiado. En algún momento del futuro tendría que hacer algo bueno, en contraposición a algo que de tan malo es bueno. Intentando ganarse algo de credibilidad, había fundado su propia productora, Mayhem TV. De momento sólo existía como logo de diseño en un lujoso papel de cartas de mucho gramaje, pero seguro que no sería siempre así; ni lo sería, ni podía serlo, porque como decía su agente, Aaron, «tú eres muy buen presentador para chavales, Dexy; la pega es que no eres un chaval». ¿De qué más podía ser capaz, si tenía ocasión? ¿De ser actor? Conocía a muchos, tanto profesional como socialmente. Con algunos jugaba al póquer, y la verdad, si lo podían hacer ellos…
Sí: profesional y socialmente, los últimos dos años habían sido una época llena de oportunidades, colegas nuevos y estupendos, canapés y estrenos, viajes en helicóptero y mucho palique sobre fútbol. También habían tenido sus momentos bajos, por supuesto: una sensación de angustia y aprensión paralizante, uno o dos casos de vómito en público… Por alguna razón, su presencia en los bares o los clubes daba ganas a los otros hombres de insultarle a gritos, y hasta de pegarle. No hacía mucho que le habían echado del escenario a botellazos cuando presentaba un concierto de los Kula Shaker, cosa sin la menor gracia. Últimamente, en una columna de qué está de moda y qué no, le habían incluido en la lista de lo que no. El no estarlo le había afectado bastante, aunque él intentaba atribuirlo a mera envidia. Era el precio del éxito, la envidia.
También había hecho otros sacrificios. Por desgracia no había tenido más remedio que prescindir de algunos viejos amigos de la universidad, puesto que a fin de cuentas ya no estaban en 1988. Su ex compañero de piso, Callum, aquel con quien tenía que haber montado una empresa, seguía dejándole mensajes cada vez más sarcásticos, aunque Dexter esperaba que tarde o temprano lo pillase. ¿Qué había que hacer, vivir todos juntos en una casa grande el resto de la vida? No, los amigos eran como la ropa: mientras durase, genial, pero siempre acababa gastándose, o quedándose pequeña. Era lo que había tenido en cuenta al adoptar su política del tres más y uno menos: en sustitución de los viejos amigos que dejaba atrás, había hecho treinta, cuarenta, cincuenta amigos nuevos, con más éxito y más guapos. En términos de pura cantidad, su volumen de amigos era indiscutible, aunque él no estuviera seguro de que todos le cayeran bien. Dexter tenía fama, o mejor dicho mala fama, por sus cócteles, su alocada generosidad, sus sesiones de DJ y las fiestas postpost-programa que montaba en su piso. Más de una mañana, al despertarse con todo revuelto y lleno de humo, había descubierto que le habían robado la cartera.
Daba igual. Nunca había habido mejor época para ser joven, varón, con éxito y británico. Londres era un hervidero, y él tenía la sensación de ser en cierto modo el responsable: un profesional liberal que tenía módem, reproductor de
minidisk
, novia famosa y muchos, muchos gemelos, así como una nevera llena de sidra de lujo y un lavabo lleno de maquinillas multihoja; y aunque no le gustara la sidra, y le irritasen la piel las maquinillas, se vivía bastante bien con las persianas bajadas en plena tarde, en pleno año, en plena década, cerca del centro de la ciudad más divertida del planeta.
Tenía toda la tarde por delante. Faltaba poco para la hora de llamar a su camello. Por la noche había una fiesta en una casa enorme, al lado de Ladbroke Grove. Primero tenía que salir a cenar con Emma, pero probablemente se la pudiera quitar de encima a las once.
n la bañera de esquina, Emma oyó que se cerraba la puerta, al salir Ian para el largo trayecto a la Casa del Ja Ja Ja de Putney, donde interpretaría sus monólogos: un triste cuarto de hora sobre diferencias entre gatos y perros. Tanteó el suelo para coger la copa de vino, que aguantó con las dos manos, y miró con mala cara los grifos de agua fría y caliente. Parecía mentira lo deprisa que se había diluido la satisfacción de tener una casa en propiedad, y lo insustancial y cutre que se veía la suma de las pertenencias de los dos en aquel piso tan pequeño, de paredes finas y moqueta ajena. No es que estuviera sucio (habían frotado todas las superficies con un cepillo de alambre), pero conservaba una irritante pegajosidad, y un olor a cartón viejo que parecía imposible de eliminar. La primera noche, cerrada la puerta y abierto el champán, Emma había tenido ganas de llorar. Tiene que pasar un tiempo para que nos sintamos en casa, le había dicho Ian, al abrazarla en la cama. Al menos era un primer paso. Sin embargo, la idea de ir subiendo juntos por el escalafón inmobiliario, peldaño a peldaño, año tras año, la deprimía horriblemente. ¿Qué había en lo más alto?
Pero basta. Tenía que ser una velada especial, una celebración. Salió de la bañera, se cepilló los dientes y se pasó hilo dental hasta irritarse las encías. Se roció con generosidad de aromas vigorizadores a madera y flores, y buscó en su escaso vestuario algo que no le diera imagen de profe de lengua que sale a cenar con su amigo famoso. Se decidió por unos zapatos que le hacían daño, y un vestidito negro de cóctel que se había comprado borracha en Karen Millen.
Miró su reloj, y como aún tenía tiempo, puso la tele. En su búsqueda a escala nacional de la mascota con más talento de toda Gran Bretaña, Suki Meadows estaba en el paseo marítimo de Scarborough, presentándoles a los telespectadores a un perro que tocaba la batería, con baquetas pegadas con celo a las patas de delante. En vez de sentirse turbada por la imagen, Suki Meadows se reía, toda efervescencia ella, y hubo un momento en que Emma se planteó llamar por teléfono a Dexter, ponerle una excusa y volver a la cama. ¿Qué sentido tenía, en el fondo?
Y no sólo por la efervescente novia, sino porque a decir verdad Em y Dex ya no se llevaban muy bien. Él casi siempre anulaba las citas en el último minuto, y cuando sí se veían, parecía distraído, incómodo. Se hablaban con voz rara, forzada, y como habían perdido el truco de hacerse reír mutuamente, se arrojaban sarcasmos con tono de rencor. Su amistad era como un ramo mustio al que Emma se empecinaba en echar agua. ¿Por qué no dejar que se muriese, y punto? Era poco realista esperar que una amistad durase toda la vida. Tenía muchos otros amigos: el grupo de la universidad, el del colegio, e Ian, claro. Pero ¿a quién podía hacerle confidencias sobre Ian? A Dexter ya no. El perro tocaba el tambor. Suki Meadows se reía sin parar. Emma apagó la tele.
Se examinó en el espejo del pasillo. Su esperanza había sido dar una imagen de sofisticación discreta, pero tenía la sensación de haber sido objeto de un cambio de imagen a medias. Nunca se había imaginado que se pudiera comer tanto salchichón como el que comía últimamente. Ahí estaba el resultado: un poco de barriga. Si hubiera estado Ian, le habría dicho que estaba guapísima, pero lo único que veía Emma era el bulto de la barriga a través del raso negro. Se puso una mano encima, cerró la puerta y emprendió el largo trayecto desde un antiguo piso de protección oficial en E17 a WC2.
UALA!
Una calurosa noche de verano en la calle Frith, y él hablando por teléfono con Suki.
–¿LO HAS VISTO?
–¿El qué?
–¡EL PERRO! ¡TOCANDO EL TAMBOR! ¡ERA INCREÍBLE!
Dexter estaba frente al Bar Italia, elegante con su camisa y traje negros mate, con una especie de sombrerito tirolés echado hacia atrás, y el teléfono móvil a diez centímetros de la oreja. Tenía la sensación de que si colgaba, seguiría oyendo a Suki.
–¡… UNAS BAQUETAS PEQUEÑAS EN LAS PATITAS!
–Era histérico –dijo él.
En realidad no había tenido fuerzas para verlo. Para Dexter, la envidia no era un sentimiento cómodo, pero estaba al corriente de los rumores (de que Suki era la que tenía talento de verdad, y le llevaba a remolque), y se consolaba pensando que la prominencia actual de Suki, su alto salario y su atractivo popular eran una especie de compromiso artístico. ¿La mascota con más talento de Gran Bretaña? Él nunca se vendería así. Aunque se lo pidieran.
–NUEVE MILLONES DE ESPECTADORES, CALCULAN ESTA SEMANA. PUEDE QUE DIEZ…
–Suki, ¿me dejas que te explique algo sobre el teléfono? No hace falta que grites, que de eso ya se encarga él.