–Perdón –dijo ella con tono afectado.
Dexter se hizo pantalla con la mano, y les sonrió efusivamente.
–Hola.
–¿Tú no eres el de la tele?
–Podría ser –contestó, sentándose y quitándose las gafas con un gesto canalla de la cabeza.
Emma gimió en voz baja.
–¿Cómo se llama?
¡marcha loca!
El nombre del programa se escribía todo en minúsculas, que estaban más de moda que las mayúsculas.
Dexter levantó una mano.
–¡Me declaro culpable!
Emma se rio un poco por la nariz. Él la miró.
–Está gracioso –explicó ella, señalando el Dostoievski con la cabeza.
–¡Ya sabía yo que te había visto por la tele! –La chica tocó a su novio con el codo–. ¿A que te lo he dicho?
El hombre pálido cambió de postura, masculló algo y se quedó otra vez en silencio. Dexter tomó conciencia del traqueteo de los motores, y de
Lolita
, abierto encima de su pecho. Lo guardó discretamente en la mochila.
–¿Qué, de vacaciones? –preguntó.
Pregunta redundante, por supuesto, pero que le permitía adoptar su identidad televisiva, la de tío simpático y campechano a quien acabas de conocer en un bar.
–Sí, de vacaciones –masculló el hombre.
Otro vacío.
–Os presento a mi amiga Emma.
Emma miró por encima de las gafas de sol.
–Hola.
La chica la miró atentamente.
–¿Tú también sales por la tele?
–¿Yo? ¡No, qué va! –Emma abrió mucho los ojos–. Aunque es mi sueño.
–Emma trabaja en Amnistía Internacional –dijo Dexter, orgulloso, poniéndole una mano en el hombro.
–Sólo unas horas. Trabajo sobre todo en un restaurante.
–De encargada, pero está a punto de dejarlo. Se está preparando para empezar de profa en septiembre. ¿A que sí, Emma?
Emma le miró, muy compuesta.
–¿Por qué hablas así?
–¿Cuála?
Dexter le sonrió, desafiante, pero la joven pareja empezaba a estar incómoda. El chico miraba por la borda, como si se estuviera planteando saltar. Dexter decidió poner el colofón a la entrevista.
–Pues nada, ya nos veremos en la playa, ¿eh? A ver si nos echamos unas birras.
La pareja sonrió y volvió a su banco.
Dexter nunca se había propuesto ser famoso…, aunque siempre había querido tener éxito, y ¿qué sentido tenía el éxito en privado? Tenían que enterarse los demás. Ahora que conocía la fama, sí que le veía cierto sentido, como si fuera una extensión natural de la popularidad en el colegio. Tampoco se había propuesto ser presentador de tele (¿se lo proponía alguien?), pero le encantaba que le dijeran que estaba hecho para ello. Ponerse delante de la cámara había sido como sentarse por primera vez al piano y descubrir que era un virtuoso. Era un programa menos temático que otros en los que había trabajado; en el fondo se limitaba a una sucesión de grupos en vivo, exclusivas en vídeo y entrevistas a famosos. Vale, no le exigía demasiado; en realidad sólo tenía que mirar a cámara y gritar «¡que se os oiga!», pero le salía tan bien, con tanto atractivo, gallardía, encanto…
Lo que seguía siendo una experiencia nueva era que le reconociesen. Dexter se conocía lo bastante como para saber que tenía cierta facilidad para lo que Emma habría llamado «endiosarse». Teniéndolo en cuenta, se había esforzado interiormente en decidir qué hacía con su cara. Deseoso de evitar a toda costa una imagen afectada, chula o falsa, se había forjado una expresión que decía: «Eh, que no es nada del otro mundo, sólo la tele». Fue la que adoptó al volver a ponerse las gafas y seguir leyendo.
Emma asistió divertida a su interpretación: la naturalidad forzada, el leve ensanchamiento de la nariz, la sonrisa flotando en las comisuras de los labios… Se subió las gafas de sol hasta la frente.
–¿Verdad que no te cambiará?
–¿El qué?
–Ser muy, pero que muy, pero que muy poco famoso.
–Es una palabra que odio. «Famoso.»
–Ah, pues ¿qué preferirías? ¿«Conocido»?
–¿Y «de dudosa reputación»? –sonrió Dexter, burlón.
–¿Y «pesado»? ¿Qué te parece «pesado»?
–Para ya, ¿vale?
–Y hazme el favor de ahorrarme lo otro.
–¿El qué?
–El acento barriobajero. ¡Que fuiste al Winchester College, hombre!
–Yo no hablo con acento barriobajero.
–Sí, cuando eres el de la tele sí. Hablas como si acabaras de irte del taller para hacer un pograma mu chuli por la tele.
–¡Pues tú tienes acento de Yorkshire!
–¡Porque soy de Yorkshire!
Dexter se encogió de hombros.
–Es como tengo que hablar. Si no, el público se distancia.
–¿Y si me distancio yo?
–Seguro que sí, pero no eres uno de los dos millones que ven mi programa.
–Ah, porque ahora es «tu» programa.
–El programa de televisión donde salgo.
Emma se rio y siguió leyendo la novela. Al cabo de un rato, Dexter volvió a hablar.
–Bueno, pero ¿sí o no?
–¿Qué?
–Que si me ves. En
marcha loca
.
–Lo he tenido puesto alguna vez, de fondo, mientras hago cuentas.
–¿Y qué te parece?
Emma suspiró y clavó la mirada en el libro.
–No es mi rollo, Dex.
–Bueno, pero dímelo.
–Yo no sé de tele.
–Di lo que piensas y ya está.
–Bueno, pues me parece que el programa es como estar una hora con un borracho que te grita y te enfoca con una luz estroboscópica, pero ya te digo que…
–Vale, ya lo he captado. –Tras un vistazo al libro, Dexter volvió a mirar a Emma–. ¿Y yo?
–Tú ¿qué?
–Que… si lo hago bien. Como presentador.
Emma se quitó las gafas.
–Mira, Dexter, debes de ser el mejor presentador de programas juveniles que ha habido en este país, y eso no lo digo yo cada día.
Dexter se apoyó orgulloso en un codo.
–La verdad es que prefiero considerarme periodista.
Emma sonrió y pasó de página.
–Me lo imagino.
–Es que es eso, periodismo. Tengo que investigar, preparar la entrevista, hacer las preguntas pertinentes…
Emma se aguantó la barbilla con el índice y el pulgar.
–Sí, sí, creo que vi tu reportaje a fondo sobre MC Hammer. Muy incisivo y provocador…
–Cállate, Em.
–En serio. Qué manera de meterte en su piel, sus influencias musicales, sus pantalones… Fue…, cómo te lo diría…, impepinable.
Dexter le pegó con el libro.
–Cállate y lee, ¿vale?
Volvió a tumbarse y cerró los ojos. Emma le miró de reojo para comprobar que estaba sonriendo, y también sonrió.
Faltaba poco para mediodía. Mientras Dexter dormía, Emma vio por primera vez adónde iban: una masa de granito azul grisáceo saliendo del mar más transparente que había visto en su vida. Siempre había supuesto que aquel tipo de agua era una mentira de los folletos, un truco a base de filtros y objetivos, pero la tenía delante, reluciente, verde esmeralda. La isla, a simple vista, parecía inhabitada, con la excepción de un grupo de casas que partía del puerto, edificios blancos y rosas, como chucherías. Se sorprendió riendo en voz baja al verlo. Hasta entonces, viajar siempre había sido un agobio. Cada año, hasta los dieciséis, dos semanas en Filey, peleándose con su hermana en una caravana, mientras sus padres bebían sin parar y miraban llover, como si fuera un duro experimento sobre los límites de la proximidad humana. Durante la universidad se había ido de acampada a los Cairngorms con Tilly Killick: seis días dentro de una tienda que olía a sopa de sobre; unas vacaciones de cachondeo, de esas tan horribles que te ríes, pero que al final sólo habían sido horribles.
De pie en la borda, viendo cómo se iba perfilando el pueblo, empezó a entender la gracia de viajar; nunca se había sentido tan lejos de la lavandería automática, el piso alto del autobús nocturno y el trastero de Tilly. Era como si se respirase otro aire; no sólo su sabor u olor, sino el elemento en sí. En Londres, el aire era algo a través de lo que tenías que mirar, como una pecera mal cuidada. Aquí todo era luminoso y contrastado, limpio, claro.
Oyó el ruido de una cámara, y estuvo a tiempo de girarse y ver que Dexter le sacaba otra foto.
–Estoy fatal –dijo como reflejo, aunque tal vez no fuera cierto.
Dexter se acercó y puso las manos en la baranda, una a cada lado de la cintura de Emma.
–Qué bonito, ¿eh?
–No está mal –dijo ella, incapaz de recordar un momento en el que hubiera sido más feliz.
Nada más desembarcar –era la primera vez que tenía la sensación de haber «desembarcado»–, se encontraron con mucho ajetreo en el muelle: turistas y mochileros, empezando a competir por la mejor habitación.
–Y ahora ¿qué?
–Voy a buscar algún sitio. Tú espérame en el bar de allá, que volveré a buscarte.
–Que tenga balcón…
–A sus órdenes.
–Y vistas al mar, por favor. Y escritorio.
–A ver qué consigo.
Dexter se fue tranquilamente hacia el gentío del muelle, arrastrando las sandalias.
–¡Y no te olvides! –le gritó ella.
Él se giró a mirarla: de pie en el muro del puerto, aguantándose el sombrero de ala ancha en la cabeza, bajo una brisa caliente que le pegaba al cuerpo el vestido azul claro. Ya no llevaba gafas, y tenía unas pecas en el pecho que él nunca le había visto. Su piel desnuda pasaba gradualmente del rosado al marrón al desaparecer bajo el escote.
–Las Reglas –dijo Emma.
–¿Qué les pasa?
–Necesitamos dos habitaciones, ¿vale?
–Clarísimo. Dos habitaciones.
Dexter sonrió, y se metió entre la gente. Después de seguirle con la vista, Emma arrastró las dos mochilas por el muelle, hasta un bar pequeño y ventoso. Allí metió la mano en su bolso y sacó un boli y un cuaderno, uno caro con encuadernación de tela, que era su diario de viaje.
Lo abrió por la primera página en blanco y buscó algo que escribir, alguna reflexión u observación más allá de que iba todo muy bien. Iba todo muy bien, y tenía la sensación, extraña y novedosa, de estar justo donde le apetecía estar.
Dexter y la dueña estaban en el centro de la desnuda habitación: paredes encaladas y un suelo de piedra fresca, sólo ocupado por una enorme cama doble con estructura de hierro, un escritorio pequeño con su silla y un jarrón con flores secas. Cruzando la doble puerta de listones, Dexter salió a un balcón grande, pintado a juego con el cielo, con vistas a la bahía. Era como salir a un escenario fabuloso.
–¿Cuántos son? –preguntó la dueña, de unos treinta y cinco años, y bastante atractiva.
–Dos.
–¿Y para cuánto tiempo?
–Aún no lo sé; cinco noches, o más…
–Pues esto es perfecto, me parece, ¿eh?
Dexter se sentó en la cama de matrimonio y probó a dar unos saltos.
–Es que mi amiga y yo sólo somos…, pues eso, amigos. Necesitaríamos dos habitaciones…
–Ah. Está bien. Tengo otra habitación.
Emma tiene unas pecas que nunca le había visto a lo ancho del pecho, justo encima del escote.
–
O sea, que sí tiene dos habitaciones.
–Sí, claro, tengo dos habitaciones.
Traigo noticias buenas y malas.
–Venga –dijo Emma, cerrando su cuaderno.
–Pues mira, he encontrado un sitio fantástico, con vistas al mar y balcón, subiendo un poco por el pueblo; tienes tranquilidad para escribir, si quieres, y hasta hay un escritorio. Lo tienen libre para cinco días, y si queremos más, pues más.
–¿Y lo malo?
–Que sólo hay una cama.
–Ah.
–Ah.
–Ya.
–Lo siento.
–¿Seguro? –dijo ella, desconfiada–. ¿Sólo un dormitorio en toda la isla?
–¡Es que es temporada alta, Em! ¡He preguntado en todas partes!
–Tranquilo. No te exaltes. A ver si jugando la carta de la culpabilidad…–. Ahora, que si quieres que siga buscando…
Hizo ademán de levantarse, cansado.
Ella le puso una mano en el antebrazo.
–¿Cama individual o doble?
Parecía que colaba la mentira. Dexter volvió a sentarse.
–Doble. Y grande.
–Pero tendría que ser enorme, ¿no? Para cumplir las Reglas, digo.
–Bueno… –Dexter se encogió de hombros–. Creo que yo prefiero verlas como pautas orientativas.
Emma frunció el ceño.
–Lo que quiero decir es que si a ti no te importa, a mí tampoco, Em.
–No, si a ti ya sé que no te importa…
–Pero si realmente no te ves capaz de no ponerme las manos encima…
–Huy, yo sí que puedo; el que me preocupa eres tú…
–Porque te digo ahora mismo que como me toques, aunque sea con un dedo…
A Emma le encantó la habitación. Salió al balcón y escuchó las cigarras, un ruido que hasta entonces sólo había oído en las películas, y sobre el que albergaba la vaga sospecha de que era una ficción exótica. También se alegró de ver limones en el jardín; limones de verdad, en árboles; parecían pegados. Para no parecer provinciana, que era algo que quería evitar a toda costa, se lo calló y se limitó a decir:
–Muy bien. Nos la quedamos.
Luego, mientras Dexter hablaba con la dueña, entró en el baño para seguir peleándose con las lentillas.
En la universidad, Emma había albergado convicciones muy firmes sobre la inutilidad de las lentillas, en la medida en que alimentaban nociones convencionales de belleza femenina idealizada. Unas buenas gafas de la seguridad social, resistentes, útiles y sin doblez, eran señal de que a una no le importaban fruslerías tan tontas como estar guapa, porque pensaba en cosas más elevadas. Sin embargo, en los años transcurridos desde la licenciatura, le había empezado a parecer una argumentación tan abstracta y especiosa que al final había sucumbido a la insistencia de Dexter y se había puesto las puñeteras lentillas, momento en que se había dado cuenta, cuando ya era demasiado tarde, de que lo que de verdad había intentado evitar tantos años era aquella escena de película: la bibliotecaria se quita las gafas y se sacude el pelo. «¡Pero qué guapa es usted, señorita Morley!»
Ahora se veía rara en el espejo, con la cara al desnudo, vulnerable, como si llevara nueve meses sin quitarse las gafas. Las lentillas tendían a crearle propensión a unos espasmos faciales aleatorios y alarmantes, como parpadeos de rata. Se le pegaban al dedo y a la cara como escamas de pez; eso cuando no se resbalaban por debajo del párpado, como en ese momento, para alojarse al fondo del cráneo. Tras un severo acceso de contorsión facial, y de algo que le pareció una operación quirúrgica, logró recuperar el pedacito y salió del lavabo con los ojos rojos, llorosa, parpadeando.