–Me parece que sí. Creo que hace tiempo que se nos pasó el momento.
–Ah, bueno… ¿Estás segura? Porque yo creo que estaríamos mucho más tranquilos si nos lo quitáramos de encima.
–¿Quitárnoslo de encima?
–Bueno, es que creo que estaríamos más unidos. Como amigos.
–¿Te preocupa que no acostarnos juntos pueda estropear nuestra amistad?
–No me estoy expresando muy bien…
–Dexter, te entiendo perfectamente. Eso es lo malo.
–Si te da miedo Ingrid…
–No es que me dé miedo, es que no estoy dispuesta a hacerlo sólo para que podamos decir que lo hemos hecho. Tampoco pienso hacerlo si lo primero que dices tú después es «no se lo digas a nadie, por favor», o «vamos a hacer como si no hubiera pasado nada». ¡Si tienes que mantener algo en secreto, es que no deberías hacerlo, para empezar!
Dexter, sin embargo, ya no la miraba; miraba hacia la playa, contrayendo los párpados. Emma se giró justo a tiempo para ver que alguien bajito y delgado corría por la arena a gran velocidad, llevando victoriosamente algo sobre la cabeza, como una bandera conquistada: una camisa y unos pantalones.
–¡EEEEEHH! –gritó Dexter, lanzándose hacia la orilla y berreando con la boca llena de agua.
Llegó a la playa con unas zancadas asombrosas, levantando mucho las rodillas, para correr con todas sus fuerzas tras el ladrón que le había robado toda la ropa.
Cuando volvió, rabiando y sin respiración, Emma estaba sentada en la playa, vestida de los pies a la cabeza, y sobria.
–¿Has encontrado algo?
–¡No! ¡Nada! –dijo él trágicamente–. Hay que joderse.
Hizo falta algo de brisa para recordarle que estaba desnudo. Se puso una mano entre las piernas, enfadado.
–¿Se ha llevado tu cartera? –preguntó ella, con un rictus de seriedad pegado a la cara.
–No, sólo un poco de dinero; no sé, unos diez o quince billetes. Qué cabrón.
–Bueno, supongo que es uno de los peligros de bañarse desnudo –masculló ella, con un temblor en las comisuras de la boca.
–Lo que me jode son los pantalones. ¡Eran de Helmut Lang! Y los calzoncillos, de Prada. Treinta billetes, los putos calzoncillos. ¿Qué te pasa? –Emma no podía hablar de la risa–. ¡No tiene gracia, Em! ¡Acaban de robarme!
–Ya lo sé. Perdona…
–¡Eran de Helmut Lang, Em!
–¡Ya lo sé! Es que… así, tan enfadado, y… sin ropa…
Emma se puso en cuclillas y apoyó los puños y la frente en la arena, hasta que se cayó de lado.
–Ya vale, Em. No tiene gracia. ¿Emma? ¡Emma! ¡Para ya!
Cuando Emma pudo levantarse, caminaron un poco en silencio por la playa. De pronto Dexter estaba frío y reservado. Emma se adelantó discretamente, mirando la arena, e intentando aguantarse.
–Hay que ser muy cabrón para robarle los calzoncillos a alguien –murmuraba Dexter–. ¿Sabes qué voy a hacer para encontrarle, al desgraciado ese? ¡Pues buscar al único cabrón bien vestido de toda la puta isla!
Emma volvió a tirarse por la arena, con la cabeza entre las rodillas.
En vista de que la búsqueda no daba resultado, peinaron la playa en busca de ropa de emergencia. Emma encontró un saco de plástico azul resistente. Dexter se lo puso delicadamente en la cintura, como una minifalda, mientras Emma le proponía hacer dos agujeros y convertirlo en un pichi, y hecha la propuesta, volvió a derrumbarse.
De vuelta pasaron por el puerto.
–Hay mucha más gente de lo que me esperaba –dijo Emma.
Dexter compuso sus facciones para que pareciera que se cachondeaba de sí mismo, y pasó al lado de las mesas del bar sin girar la cabeza, ignorando los silbidos. Entraron en el pueblo, y de repente, al meterse por una callejuela estrecha, se toparon con la pareja de la playa, rojos de beber y de tomar el sol, ebriamente agarrados, dando tumbos hacia el puerto por los escalones. Se quedaron mirando con perplejidad la minifalda de lona azul de Dexter.
–Me han robado la ropa –explicó él lacónicamente.
Asintieron, compasivos. Después de arrimarse a la pared para poder pasar, la chica se giró y dijo en voz alta:
–¡Bonito saco!
–Es de Helmut Lang –dijo Emma, y Dexter entornó los ojos ante su traición.
Le duró el mal humor todo el camino. Luego, en la habitación, fue como si compartir cama hubiera perdido toda su importancia. Emma fue a cambiarse al baño. Al salir, con una vieja camiseta gris, el saco de plástico azul estaba al pie de la cama, tirado por el suelo.
–Deberías colgarlo –dijo, empujándolo con el pie–. Se te arrugará.
–Ja –dijo él, tumbado en la cama con nuevos calzoncillos.
–¿Son éstos?
–¿El qué?
–Los famosos calzoncillos de treinta billetes. ¿Qué pasa, que están forrados de armiño?
–Vamos a dormir, ¿vale? ¿Qué lado?
–Éste.
Se dieron la espalda, en paralelo. Emma disfrutó con el contacto de las sábanas blancas y frías en la piel irritada.
–Qué día más bueno –dijo.
–Menos el final –masculló él.
Emma se giró a mirarle: la cara de perfil, malhumorado, contemplando el techo. Le empujó un poco el pie con el suyo.
–Sólo son unos pantalones y unos calzoncillos. Ya te compraré unos nuevos que estén bien. Un
pack
de tres calzoncillos de algodón.
Dexter resopló. Emma le cogió la mano por debajo de la sábana y se la apretó con fuerza, hasta que él giró la cabeza para mirarla.
–En serio, Dex –dijo ella, sonriendo–. Me alegro mucho de estar aquí. Me lo estoy pasando muy bien.
–Sí, yo también –masculló él.
–Ocho días más –dijo ella.
–Ocho días más.
–¿Te ves capaz de aguantarlo?
–Ya veremos. –Dexter sonrió afectuosamente. Para bien o para mal, volvía a ser todo como antes–. Bueno, esta noche ¿cuántas reglas hemos infringido?
Emma pensó un poco.
–La Uno, la Dos y la Cuatro.
–Pero al menos no hemos jugado al Scrabble.
–Ya habrá tiempo mañana.
Emma levantó una mano por encima de la cabeza, apagó la luz y se acostó de lado, dándole la espalda. Era todo como antes. No supo muy bien cómo tomárselo. Al principio le preocupó no poder dormir, por estar pensando en el día, pero no tardó en sentir con gran alivio que la vencía el sueño, deslizándose por sus venas como un anestésico.
Dexter se quedó mirando el techo bañado en luz azul, con la sensación de no haber tenido una velada muy brillante. Estar con Emma requería ciertos modales, y él no siempre estaba a la altura. Al mirarla de reojo, con el pelo sobre la nuca, y el moreno reciente de la piel contra el blanco de la sábana, se planteó tocarle el hombro para disculparse.
–Buenas noches, Dex –murmuró ella, mientras aún podía hablar.
–Buenas noches, Em –contestó él; pero ya no le oía.
Quedan ocho días –pensó–. Ocho días enteros. En ocho días podía pasar casi de todo.
1993 - 1995
Veitimuchos
«Gastábamos cuanto podíamos, obteniendo a cambio tan poco cuanto la gente quería darnos. Siempre estábamos más o menos disgustados y la mayoría de nuestros conocidos estaban en parecida situación. Reinaba entre nosotros la alegre farsa de que nos divertíamos constantemente y la verdad nuda y cruda era que jamás lo conseguíamos. Y tengo entendido que, con respecto a esto último, nuestro caso era bastante corriente.»
Charles Dickens,
Grandes esperanzas
Quimica
JUEVES 15 DE JULIO DE 1993
Primera parte: La versión de Dexter
Brixton, Earls Court y Oxfordshire
Últimamente, las noches y las mañanas tienden a fundirse. Han quedado obsoletos los anticuados conceptos de mañana y tarde, y Dexter está viendo muchos más amaneceres de lo que tenía por costumbre.
El 15 de julio de 1993, el sol sale a las 5.01. Dexter lo ve desde la parte trasera de una furgoneta destartalada, volviendo de Brixton, del piso de un desconocido; bueno, no exactamente un desconocido, sino una muy reciente amistad, una de las muchas que hace últimamente, esta vez un tal Gibbs, o Gibbsy (¿o Biggsy?), diseñador gráfico, y la loca de su amiga, Tara, una cosita diminuta, como un pajarito, con ojos de dormida y una boca ancha y roja, que no habla mucho; prefiere comunicarse por medio de masajes.
A quien conoce primero es a Tara, justo después de las dos de la madrugada, en el club que hay en los arcos del viaducto del tren. Lleva toda la noche viéndola en la pista, con una gran sonrisa en su bonita cara de duende, apareciendo inesperadamente detrás de algún desconocido cuyos hombros, o base de la espalda, empieza a frotar. Finalmente le llega el turno a Dexter. Asiente, sonríe y espera a que se haga lentamente la luz. Y sí, en efecto: ella frunce el ceño, se pone los dedos casi en la punta de la nariz y dice lo que últimamente dicen todos, que es:
–¡Tú eres famoso!
–¿Y tú quién eres? –grita él por encima de la música, cogiéndole las manos, pequeñas y huesudas, y separándolas, como si fuera un gran reencuentro.
–¡Me llamo Tara!
–¡Tara! ¡Tara! ¡Hola, Tara!
–¿Eres famoso? ¿De qué eres famoso? ¡Dímelo!
–Salgo por la tele. Salgo en un programa de la tele que se llama
marcha loca
. Hago entrevistas a cantantes.
–¡Lo sabía! ¡Sí que eres famoso! –grita ella, encantada. Se yergue de puntillas y le da un beso en la mejilla, tan amablemente que Dexter se siente impulsado a gritar por encima de la música:
–¡Eres un encanto, Tara!
–¡Soy un encanto! –grita ella–. Soy un encanto, pero no soy famosa.
–¡Pues deberías ser famosa! –grita Dexter, poniéndole las manos en la cintura–. ¡Yo creo que debería ser famoso todo el mundo!
Es un comentario hecho sin pensar, y que no quiere decir nada, pero parece que a Tara la conmueve la actitud, porque dice:
–¡Aaaaaaaah! –Se pone de puntillas y le apoya en el hombro su cabecita de elfo–. Me pareces súper encantador –le grita al oído.
Dexter no se lo discute.
–Tú a mí también –dice.
Se atascan en un círculo de «eres un encanto» potencialmente infinito. Ahora bailan juntos, con las mejillas pegadas y sonriéndose sin parar. A Dexter vuelve a sorprenderle lo fáciles que pueden ser las conversaciones cuando nadie está del todo bien de la cabeza. Antiguamente, cuando el único recurso de la gente era el alcohol, hablar con una chica entrañaba mucho contacto visual, invitar a copas, y horas de preguntas educadas sobre libros, películas, padres y hermanos. En cambio ahora se puede pasar casi enseguida de «¿cómo te llamas?» a «enséñame tu tatuaje», por ejemplo, o «¿qué ropa interior llevas?». Tiene que ser un adelanto, seguro.
–Eres un encanto –grita él. Ella le pega las nalgas a los muslos–. Eres pequeñísima. ¡Como un pájaro!
–Pero fuerte como un buey –grita ella por encima del hombro, flexionando un buen bíceps, del tamaño de una mandarina. Es tan pequeño, su pequeño bíceps, que Dexter se ve impulsado a besarlo–. Qué majo eres. Eres más majo…
–Tú también eres maja –replica él, pensando: pero qué increíble lo bien que va esto, qué gusto de intercambio. Tara es tan pequeña y mona que le recuerda a un pajarito, un reyezuelo, pero como no encuentra la palabra «reyezuelo», le coge las manos, se las estira y le grita al oído–: ¿Cómo se llama ese pájaro diminuto que cabe en una caja de cerillas?
–¿Qué?
–UN PÁJARO QUE METES EN UNA CAJA DE CERILLAS CABE EN UNA CAJA DE CERILLAS UN PÁJARO MUY PEQUEÑO PARECES UN PAJARITO QUE NO ME ACUERDO DE CÓMO SE LLAMA. –Separa dos o tres centímetros el índice y el pulgar–. UN PÁJARO PEQUEÑO MUY PEQUEÑO TÚ TE PARECES.
Ella mueve la cabeza, para decir que sí o por seguir la música. Sus párpados caídos empiezan a temblar. Tiene las pupilas dilatadas, y se le ponen los ojos en blanco, como a las muñecas de la hermana de Dexter. Él ya no se acuerda de qué iba la conversación; por un momento no entiende nada, y por eso cuando Tara le coge las manos, y se las aprieta, y le dice otra vez que es un encanto y que tiene que conocer a sus amigos, porque también son un encanto, no se opone.
Mira a todas partes buscando a Callum O’Neill, su antiguo compañero de piso de la universidad. Le ve poniéndose el abrigo. De ser el hombre más perezoso de todo Edimburgo, Callum ha pasado a tener éxito en los negocios: hombre grandote, de trajes caros, enriquecido gracias al reciclaje de ordenadores. Pero al éxito le ha acompañado la moderación; nada de drogas, y no pasarse de alcohol las noches de entre semana. En este ambiente se le ve incómodo, cuadrado. Dexter se acerca y le agarra las manos.
–¿Adónde vas, colega?
–¡A casa! Son las dos de la madrugada. Tengo trabajo.
–Ven conmigo. ¡Quiero presentarte a Tara!
–Dex, no quiero conocer a ninguna Tara. Tengo que irme.
–¿Sabes qué? ¡Que eres un peso pluma!
–Y tú llevas un buen colocón. Venga, haz lo que tengas que hacer. Mañana te llamo.
Dexter le da un abrazo a Callum, y le dice que es un tío genial, pero Tara vuelve a tirarle de la mano, así que se gira y se deja llevar entre la gente hacia uno de los espacios
chill-out
.
Es un club caro, supuestamente de nivel, aunque últimamente Dexter casi nunca paga nada. También está un poco demasiado tranquilo para un jueves por la noche, aunque al menos no ponen esa música
techno
tan horrible, ni hay de esos críos espantosos, de esos huesudos y con la cabeza rapada que se quitan la camisa y te ponen la cara en las narices, enseñando los dientes y apretando las mandíbulas. Lo que hay, principalmente, son muchos veinteañeros agradables y de clase media, la gente con la que se identifica Dexter, como los amigos de Tara, sin ir más lejos: retozando sobre grandes cojines, fumando, hablando y mascando. Conoce a Gibbsy (¿o Biggsy?), al Encanto de Tash y a su novio Stu Stewpot, y a Spex, que lleva gafas, y a su novio Mark, que parece que se llama sólo Mark, qué decepción; y todos le ofrecen su chicle, agua y Marlboro Lights. A la amistad siempre se le da mucho bombo, pero la verdad es que aquí parece increíblemente fácil, y en poco tiempo Dexter se empieza a imaginar que se van juntos de vacaciones en una caravana, y que hacen barbacoas en la playa mientras se pone el sol, y a ellos parece que también les cae bien, le preguntan cómo es salir por la tele, a qué otros famosos conoce, y él les cuenta algunos cotilleos verdes, y todo el rato Tara encaramada a su espalda, haciéndole masajes en el cuello y los hombros con sus dedos pequeños y huesudos, provocando pequeños estremecimientos de euforia, hasta que de repente, sin saber por qué, se para la conversación, unos cinco segundos de silencio, pero suficientes para que le asalte por sorpresa un destello de sobriedad, y se acuerda de lo que tiene que hacer mañana, no, mañana no, hoy, ay, Dios mío, dentro de unas horas, y siente el primer escalofrío de pánico y miedo de la noche.