–No soy muy oportuno, ¿eh?
–No mucho, no.
Examinó el pie que tenía en la mano. Las uñas estaban pintadas de rojo, pero melladas; la más pequeña deformada, casi inexistente.
–Tienes unos pies que dan asco.
–Ya lo sé.
–El dedo pequeño parece un grano de maíz.
–Pues para de toquetearlo.
–Oye, y esa noche… –Le clavó el pulgar en la dura piel de la planta–. ¿Tan mal estuvo, de verdad?
Ella le dio un buen golpe en la cadera con el otro pie.
–No hurgues, Dex.
–En serio, dímelo.
–No, Dexter, no estuvo tan mal; de hecho fue una de las noches más memorables de mi vida. De todos modos, creo que es mejor dejar las cosas como están. –Bajó las piernas del sofá y resbaló hasta que se tocaron sus caderas. Cogió la mano de Dexter y le apoyó la cabeza en el hombro. Se quedaron mirando las estanterías, hasta que Emma suspiró–. ¿Por qué no dijiste todo esto…, no sé, hace ocho años?
–No sé; supongo que estaba demasiado enfrascado en… intentar divertirme.
Levantó la cabeza para mirarle de lado.
–Y ahora que ya no te diviertes, vas y piensas: «Vamos a probar con la buena de Em…».
–No quería decir eso…
–No soy ningún premio de consolación, Dex. No soy un último recurso. Por si te interesa, me valoro mucho más.
–Y yo también te valoro mucho más. Por eso he venido. Eres una maravilla, Em.
Al cabo de un rato, Emma se levantó bruscamente, cogió un cojín, se lo tiró con fuerza a la cabeza y se fue al dormitorio.
–Cállate, Dex.
Él le cogió la mano al pasar, pero Emma se soltó.
–¿Adónde vas?
–A ducharme y cambiarme. ¡No vamos a quedarnos toda la noche aquí sentados! –dijo en voz alta desde la otra habitación, mientras sacaba con rabia ropa del armario, y la tiraba a la cama–. ¡Llegará en veinte minutos!
–¿Quién llegará?
–¿Tú quién crees? ¡Mi NUEVO NOVIO!
–¿Que va a venir Jean-Pierre?
–Ajá. A las ocho. –Se empezó a desabrochar los botones de la falda, que eran minúsculos, pero al final se rindió, se la quitó impacientemente por la cabeza y la tiró al suelo–. ¡Saldremos a cenar! ¡Los tres!
Dexter dejó caer la cabeza hacia atrás, con un largo gemido.
–Dios mío. ¿Tenemos que ir?
–Pues sí, lo siento, ya está organizado. –Emma estaba desnuda, y enfadada: consigo misma, y por la situación–. ¡Te vamos a llevar al restaurante donde nos conocimos! ¡El famoso
bistrot
! ¡Estaremos sentados en la misma mesa, cogidos de la mano, contándotelo a ti! Va a ser todo muy pero que muy romántico. –Dio un portazo, y gritó por la puerta del cuarto de baño–: ¡Y no tendrá nada de violento!
Dexter oyó el ruido de la ducha. Se recostó en el sofá, mirando al techo, avergonzado por la absurda expedición. Había creído que tenía la solución, que podrían rescatarse mutuamente, cuando lo cierto era que Emma estaba bien desde hacía años. Si alguien necesitaba que le rescatasen, era él.
Quizá tuviera razón ella: quizá sólo fuera un poco de soledad. Oyó borbotear las cañerías antiguas al pararse la ducha. Otra vez la misma horrible y vergonzosa palabra: solo. Y lo peor era saber que era verdad. Jamás en la vida se habría imaginado que se encontraría solo. Para su fiesta de los treinta años, había llenado todo un club al lado de Regent Street, con la gente haciendo cola en la acera para entrar. En la tarjeta SIM del teléfono móvil que llevaba en el bolsillo casi no cabían los números telefónicos de los centenares de personas que había conocido en los últimos diez años; y sin embargo, la única persona con quien había tenido ganas de hablar en todo ese tiempo estaba ahora en la habitación de al lado.
¿Podía ser verdad? Analizó otra vez la idea, y al corroborar su exactitud, se levantó de golpe, con la intención de decírselo enseguida. Dio unos pasos hacia el cuarto de baño, y se paró.
La veía por el resquicio de la puerta. Estaba sentada frente a un pequeño tocador de los años cincuenta, con el pelo corto mojado de la ducha, llevaba un vestido de seda negra a la antigua, que le llegaba a las rodillas. Tenía la cremallera abierta hasta la base de la espalda, lo suficiente para ver la sombra de debajo de los omoplatos. Estaba inmóvil, erguida, la mar de elegante, como si esperase a que viniera alguien a subirle la cremallera. Era una idea tan seductora, tenía algo tan íntimo y satisfactorio aquel sencillo gesto, a la vez conocido y novedoso, que Dexter estuvo a punto de entrar directamente en el cuarto. Le abrocharía el vestido; luego le daría un beso en la curva entre el cuello y el hombro, y se lo diría.
En vez de eso, lo que hizo fue observarla en silencio, viendo que cogía un libro del tocador, un diccionario francés/inglés grande y muy usado. Después de hojearlo un poco, Emma se detuvo bruscamente, dejando caer la cabeza hacia delante, y gruñendo de rabia a la vez que se apartaba el flequillo. Dexter se rio de su exasperación; creía no haber hecho ruido hasta que la vio mirar hacia la puerta, y retrocedió rápidamente. Hizo crujir los tablones del suelo al lanzarse absurdamente en dirección a la cocina, para abrir los dos grifos y empezar a mover inútilmente tazas en el fregadero, como coartada. Al cabo de un rato, oyó el timbre del teléfono antiguo del dormitorio al ser descolgado del soporte, y cerró los dos grifos para poder espiar la conversación con el tal Jean-Pierre. Un murmullo en francés, de enamorados. Aguzó el oído, pero no entendía una sola palabra.
Volvió a sonar el teléfono. Poco después, Emma estaba en la puerta.
–¿Con quién hablabas? –preguntó Dexter por encima del hombro, como si tal cosa.
–Con Jean-Pierre.
–¿Y cómo estaba Jean-Pierre?
–Bien, muy bien.
–Me alegro. Bueno, debería cambiarme. ¿Cuándo has dicho que vendrá?
–No vendrá.
Se giró.
–¿Qué?
–Le he dicho que no venga.
–¿De verdad? ¿Se lo has dicho?
Tu vo ganas de reír…
–Le he dicho que tengo amigdalitis.
… unas ganas locas de reír, pero aún no era el momento. Se secó las manos.
–¿Cómo se dice? Amigdalitis. En francés.
Emma se puso los dedos en el cuello.
–
Je suis très désolée, mais mes glandes sont gonflées
–dijo sin fuerzas, con voz ronca–.
Je pense que je peux avoir l’amygdalite
.
–¿L’amy…?
–
L’amygdalite
.
–Tienes un vocabulario increíble.
–Bueno… –Encogió los hombros con modestia–. Lo he tenido que buscar.
Se sonrieron. Después, como si se le acabara de ocurrir una idea, Emma cruzó la habitación en tres zancadas, le cogió la cara entre las manos y le dio un beso. Él le puso las manos en la espalda, descubriendo que la cremallera seguía sin cerrar, y tocando la piel desnuda, fresca y húmeda de la ducha. Estuvieron un momento besándose así. Después ella le miró atentamente, sin soltarle la cara.
–Como me hagas perder el tiempo, Dexter…
–Que no…
–Lo digo en serio: como me des falsas esperanzas, o me falles, o me engañes a escondidas, te asesinaré. Juro por Dios que te comeré el corazón.
–No haré nada de eso, Em.
–¿No?
–Te juro que no.
Frunció el ceño, sacudió la cabeza y volvió a pasarle los brazos por la espalda, hundiendo la cara en su hombro, y haciendo un ruido que casi parecía de rabia.
–¿Qué te pasa? –preguntó él.
–Nada. No, nada. Es que… –Le miró–. Es que creía que al final me había librado de ti.
–No creo que puedas –dijo él.
2002-2005
Cuarenta y tantos
«Hablaron muy poco de sus sentimientos mutuos, pues las frases bonitas y las expresiones cálidas eran acaso innecesarias entre amigos tan íntimos.»
Thomas Hardy,
Lejos del mundanal ruido
Lunes por la mañana
LUNES 15 DE JULIO DE 2002
Belsize Park
El radiodespertador suena a la hora de siempre, las 07.05. Fuera ya es de día, y no hay nubes, pero todavía no se mueve ninguno de los dos. Se quedan acostados, el brazo de él en la cintura de ella, los tobillos enredados, en la cama doble de Dexter en Belsize Park, en lo que hace muchos años era un piso de soltero.
Dexter lleva un rato despierto, ensayando mentalmente un tono de voz y unas palabras que aúnen elocuencia y naturalidad. Al notar que Emma se mueve, habla.
–¿Puedo decir una cosa? –le dice en la nuca, sin abrir los ojos, con la boca pegada de sueño.
–Venga –dice ella con cierto recelo.
–Creo que es una locura que tengas tu propio piso.
Ella sonríe, dándole la espalda.
–Vale.
–Total, duermes aquí casi todas las noches.
Abre los ojos.
–No tengo porqué.
–No, es que quiero yo.
Se gira en la cama, y ve que él aún tiene los ojos cerrados.
–Dex, ¿me estás…?
–¿Qué?
–¿Me estás pidiendo que seamos compañeros de piso?
Él sonríe. Sin abrir los ojos, coge su mano por debajo de la sábana y se la aprieta.
–Emma, ¿quieres ser mi compañera de piso?
–¡Por fin! –masculla ella–. Dexter, llevo toda la vida esperándolo.
–Entonces, ¿qué? ¿Sí?
–Déjame pensarlo.
–Pero me dirás algo, ¿no? Porque si no te interesa, igual se lo ofrezco a otra persona.
–Te he dicho que me lo pensaré.
Él abre los ojos. Se esperaba un sí.
–¿Qué hay que pensar?
–Bueno, no sé… Vivir juntos.
–En París vivíamos juntos.
–Ya lo sé, pero era París.
–Ahora vivimos más o menos juntos.
–Ya lo sé, pero es que…
–Además, es una tontería que vivas de alquiler; tal como está el mercado inmobiliario, alquilar es tirar el dinero.
–Hablas como si fueras mi asesor financiero. Es muy romántico. –Emma frunce los labios y le da un beso, un cauto beso matinal–. ¡No lo dirás sólo por planificación financiera!
–Bueno, eso sería lo principal, pero también creo que estaría… bien.
–Bien.
–Que vivieras tú aquí.
–¿Y Jasmine?
–Ya se acostumbrará. Además, sólo tiene dos años y medio. No depende de ella, ¿verdad? Ni de su madre.
–¿Y no estaríamos un poco…?
–¿Qué?
–Estrechos. Los tres aquí, los fines de semana.
–Ya nos las arreglaremos.
–¿Dónde trabajaré?
–Aquí, si quieres, cuando yo estoy fuera.
–¿Y tú dónde te llevarás a tus amantes?
Dexter suspira, un poco aburrido del chiste después de un año de fidelidad casi maniaca.
–Iremos a hoteles, por la tarde.
Vuelven a enmudecer, mientras la radio sigue dando la matraca. Emma cierra otra vez los ojos, intentando verse abriendo cajas de cartón y buscando sitio para su ropa y sus libros. A decir verdad, prefiere el ambiente de su piso, un ático acogedor y vagamente bohemio al lado de Hornsey Road. Belsize Park es demasiado mono, demasiado pijo, y a pesar de los esfuerzos de ella, y de la colonización gradual por parte de sus libros y su ropa, el piso de Dexter conserva el aire de los años de soltero: la videoconsola, el televisor gigante, la ostentosa cama…
–Siempre pienso que abriré un armario y me quedaré enterrada debajo de… no sé, un alud de bragas, o algo así.
Pero, ya que Dexter ha hecho la propuesta, se siente en la obligación de ofrecer algo a cambio.
–Igual deberíamos plantearnos comprar algo en otro sitio –dice–. Algo más grande.
Ya han vuelto a topar con el gran tema del que no se habla. Sigue un largo silencio, en el que Emma se pregunta si Dexter se habrá vuelto a dormir, hasta que él dice:
–Vale, pues lo hablamos esta noche.
Y así empieza otra semana, como la anterior, como las que vendrán. Se levantan y se visten. Emma recurre a las limitadas reservas de ropa que a duras penas caben en su porción de armario. Dexter se ducha primero, y Emma, después. Él, mientras tanto, va a comprar el periódico, y leche, si hace falta. Lee las páginas de deportes, y ella, las noticias. Luego, después del desayuno (el cual transcurre en su mayor parte en un silencio cómodo), Emma recoge su bicicleta del pasillo y la empuja con Dexter hacia el metro. Cada día se despiden con un beso a las ocho y veinticinco, aproximadamente.
–Sylvie pasará a dejar a Jasmine a las cuatro –dice él–. Yo volveré a las seis. ¿Seguro que no te importa estar aquí?
–Pues claro que no.
–¿Y estarás bien con Jasmine?
–Perfecto. Igual vamos al zoo. Ya veremos.
Se dan otro beso, y ella se va a trabajar, y él se va a trabajar, y así pasan los días, más rápidos que nunca.
Trabajo. Dexter vuelve a tener su propia empresa, aunque de momento «empresa» parece una palabra un poco fuerte para este pequeño café-delicatessen de una calle residencial entre Highgate y Archway.
La idea se fraguó en París, durante el largo y extraño verano en que desmantelaron la vida de él entre los dos y la volvieron a montar. Fue idea de Emma, en la terraza de un café cerca del Parc des Buttes Chaumont, en el noreste.
–Te gusta la comida –dijo–. Sabes de vinos. Podrías vender café del bueno a granel, quesos importados y todas esas cosas lujosas que le gustan a la gente de hoy en día. Nada pretencioso ni pijo; una tiendecita chula, con mesas fuera en verano.
A Dexter, al principio, le molestaba la palabra «tienda»; no acababa de verse de «tendero», ni, peor aún, al frente de un colmado. Lo que ya sonaba mejor, en cambio, era «especialista en alimentos importados». Mejor verlo como un bar-restaurante que también vendía comida. De ese modo sería un empresario.
Y así, a finales de septiembre, en el momento en que París empezaba, finalmente, a perder algo de lustre, volvieron juntos en tren. Algo morenos, con ropa nueva, caminaban del brazo en el andén con la impresión de llegar a Londres por primera vez, llenos de planes y proyectos, resoluciones y ambiciones.
Sus amigos asentían sabia y sentimentalmente, como si lo supieran desde siempre. Emma volvió a ser presentada al padre de Dexter («pues claro que me acuerdo; me llamaste fascista»), a quien explicaron la idea del nuevo negocio con la esperanza de que estuviera dispuesto a ayudarlos con la financiación. Desde la muerte de Alison, existía el acuerdo tácito de que, a su debido tiempo, Dexter recibiría algo de dinero. Parecía un buen momento. Interiormente, Stephen Mayhew seguía pensando que su hijo perdería hasta el último céntimo, pero todo era poco a cambio de estar seguro de que nunca jamás volvería a salir en la televisión. También ayudaba la presencia de Emma. Al padre de Dexter le gustaba Emma, y por primera vez en varios años, sintió que le gustaba su hijo a causa de ella.