Emma salió del dormitorio, desnuda. Dexter se empezó a lavar los dientes, otra obsesión; tenía la sensación de que su boca estaba vieja, como si ya no fuera a estar limpia nunca más.
–Estoy engordando –masculló con la boca llena de espuma.
–Mentira –dijo ella, sin mucha convicción.
–Que sí, mira.
–Pues no comas tanto queso –dijo ella.
–Creía que habías dicho que no estoy engordando.
–Si a ti te lo parece, es que es verdad.
–Tampoco como tanto queso. Lo que pasa es que se me está ralentizando el metabolismo.
–Pues haz ejercicio. Vuelve al gimnasio. Ven conmigo a nadar.
–No tengo tiempo. –Recibió un beso de consuelo, mientras el cepillo era extraído de su boca–. Mira, estoy hecho un asco –masculló.
–Cariño, ya te he dicho alguna vez que tienes las tetas bonitas.
Emma se rio, le pinchó en el culo y se metió en la ducha. Dexter se enjuagó la boca y se sentó a mirarla en la silla del baño.
–Esta tarde deberíamos ir a ver aquella casa.
Emma gimió, sobre el ruido del agua.
–¿No nos lo podemos saltar?
–Bueno, no sé de qué otra manera podremos encontrar…
–Vale. ¡Vale! Iremos a ver la casa.
Siguió duchándose de espaldas a Dexter, que se levantó y salió ofendido, para vestirse en el dormitorio. Ya volvían a estar belicosos e irritables. Se dijo que era por la tensión de buscar casa. El piso ya estaba vendido, y gran parte de sus pertenencias, en un almacén, para que cupieran ellos dos. O encontraban algo pronto, o tendrían que irse de alquiler. Todo ello comportaba tensiones y agobios.
Sin embargo, sabía que algo más pasaba. En efecto: mientras Emma esperaba que hirviese el agua y leía el periódico, dijo de sopetón:
–Acaba de venirme la regla.
–¿Cuándo? –preguntó él.
–Ahora mismo –dijo ella, con una calma estudiada–. Ya me lo notaba.
–Bueno –dijo él.
Emma siguió de espaldas, preparando el café.
Dexter se levantó, le rodeó la cintura con los brazos y le dio un besito en la nuca, que aún estaba mojada de la ducha. Ella no levantó la vista del periódico.
–No pasa nada. Ya lo volveremos a intentar, ¿no? –dijo él.
Se quedó un momento con la barbilla en el hombro de Emma. Era una postura ingenua e incómoda. Cuando ella pasó de página, él aprovechó para volver a la mesa.
Se sentaron a leer –Emma la actualidad política y Dexter los deportes–, tensos los dos de irritación, mientras Emma chasqueaba la lengua y sacudía la cabeza de esa manera exasperante que tenía a veces. Los titulares estaban dominados por la comisión Butler sobre el origen de la guerra. Dexter intuyó que se estaba fraguando algún comentario político. Se concentró en los últimos resultados de Wimbledon, pero…
–Qué raro, ¿no? Que haya una guerra y no proteste casi nadie… Vamos, que uno esperaría manifestaciones o algo, ¿no?
También el tono era irritante. Lo recordaba de hacía muchos años: su voz de estudiante, llena de superioridad moral. Hizo un ruido neutro, ni de cuestionamiento ni de aceptación, con la esperanza de que bastase. Avanzó el tiempo. Se pasaron más páginas del periódico.
–Vaya, que uno esperaría algo como el movimiento anti-Vietnam, o lo que fuese, pero nada; sólo la manifestación aquella, y luego todos a encogerse de hombros y a volver a casa. ¡Si no protestan ni los estudiantes!
–¿Qué tienen que ver los estudiantes? –dijo él, consideró que afablemente.
–Es una tradición, ¿no? Que los estudiantes estén comprometidos políticamente. Nosotros, si aún estudiásemos, protestaríamos. –Emma siguió leyendo el periódico–. Yo, en todo caso, sí.
Le estaba provocando. Pues bueno, si era lo que buscaba…
–Entonces ¿por qué no lo haces?
Ella le miró con dureza.
–¿El qué?
–Protestar. Si tanto te indigna…
–Claro, es lo que digo. ¡Quizá debería protestar! ¡Es justo lo que acabo de decir! Si hubiera algún tipo de movimiento unificado…
Dexter siguió leyendo el periódico, decidido a estar callado, pero incapaz de estarlo.
–Puede que sea porque a la gente le da igual.
–¿El qué?
Ella entornó los ojos al mirarle.
–La guerra. Quiero decir que si a la gente le indignase de verdad, habría manifestaciones, pero puede que la gente se alegre de que ya no esté Sadam. No sé si te fijaste, Em, pero muy buena persona no era, el hombre…
–Se puede estar contento de que ya no esté Sadam y estar en contra de la guerra.
–Por eso lo digo. Es ambiguo, ¿no?
–¿Qué pasa, que te parece una guerra «un poco» justa?
–No necesariamente a mí. A la gente.
–Pero ¿y a ti? –Emma cerró el periódico. Dexter tuvo una marcada sensación de incomodidad–. ¿A ti qué te parece?
–¿Que qué me parece?
–¿Qué te parece?
Suspiró. Demasiado tarde. No había marcha atrás.
–A mí lo único que me parece es que tiene su gracia que muchos de izquierdas estuvieran contra la guerra cuando la gente asesinada por Sadam era justo del tipo que habría tenido que apoyar la izquierda.
–¿Por ejemplo?
–Sindicalistas, feministas… Homosexuales. –¿Podía decir los kurdos? ¿Era correcto? Decidió arriesgarse–. ¡Los kurdos!
Emma hizo una mueca de suficiencia.
–Ah, ¿crees que esta guerra es para proteger a los sindicalistas? ¿Crees que Bush ha invadido Iraq porque le preocupaba la situación de las mujeres iraquíes? ¿O de los gays?
–¡Yo lo único que digo es que la marcha contra la guerra habría tenido un poco más de credibilidad moral si la misma gente hubiera empezado protestando contra el régimen iraquí! Si protestaron contra el
apartheid
, ¿por qué no contra Iraq?
–¿… e Irán? ¡Y China, y Rusia, y Corea del Norte, y Arabia Saudí! No se puede protestar contra todos.
–¿Por qué no? ¡Tú antes lo hacías!
–¡Eso no tiene nada que ver!
–¿No? Cuando te conocí, te pasabas todo el día boicoteando. No podías comerte ni una puñetera barrita Mars sin echar un sermón sobre la responsabilidad personal. No es culpa mía que te hayas vuelto complaciente…
Reanudó la lectura de sus ridículas noticias deportivas con una sonrisita de satisfacción. Emma sintió que empezaba a enrojecer.
–Yo no me he vuelto… ¡No cambies de tema! La cuestión es que es absurdo presentar esta guerra como algo relacionado con los derechos humanos, o las armas de destrucción masiva, o algo en esa línea. Va de una sola cosa, de una sola…
Dexter gimió. Ya era inevitable. Emma iba a decir «petróleo». Por favor, por favor, no digas «petróleo»…
–… nada que ver con los derechos humanos. ¡Es todo por el petróleo!
–Ah, ¿y no es una buena razón? –dijo, haciendo chirriar la silla adrede al levantarse–. ¿Qué pasa, Em, que tú no usas petróleo?
Como última palabra, le pareció bastante eficaz, pero era difícil cortar una discusión en aquel piso de soltero que de pronto parecía demasiado pequeño, abarrotado y gastado. Estaba claro que Emma no dejaría sin respuesta un comentario tan fatuo. Le siguió al pasillo, pero él ya la estaba esperando, y se le enfrentó con una ferocidad que los desazonó a los dos.
–Voy a decirte qué pasa de verdad. ¡Te ha venido la regla, estás enfadada y te desahogas conmigo! ¡Pues a mí no me gusta que me sermoneen mientras intento desayunar!
–Yo no te sermoneo…
–Bueno, pues que discutan conmigo…
–No discutíamos, hablábamos…
–¿Sí? Pues yo discuto…
–Tranquilízate, Dexter…
–¡La guerra no es idea mía, Em! Yo no he ordenado la invasión, y lo siento, pero no me indigna tanto como a ti. Puede que tuviera que indignarme; en algún momento puede que me indigne, pero ahora mismo no. No sé por qué. Igual soy demasiado tonto, no sé…
Emma puso cara de sorpresa.
–¿De dónde sale eso? Yo no he dicho que seas…
–Pero me tratas como si lo fuera. O como a un tarado de derechas, sólo porque no voy soltando banalidades sobre la guerra. Te juro que como vaya a otra cena y oiga que alguien dice «es todo por el petróleo»… Pues quizá sí. ¿Y qué? ¡Protesta, o deja de usar petróleo, y si no, acéptalo y cállate, joder!
–A mí no te atrevas a decirme que me…
–¡Que no, que no te lo decía a ti…! En fin, da igual.
Arrimándose para pasar junto a la puta bici de Emma, que no dejaba sitio en su pasillo –suyo, de él–, entró en el dormitorio. Aún estaban cerradas las persianas, y la cama, deshecha. Había toallas mojadas por el suelo, y el olor de sus cuerpos, de la noche anterior. Empezó a buscar sus llaves en la oscuridad. Emma le observaba desde la puerta, con esa mirada suya de preocupación, tan irritante. Dexter rehuía su mirada.
–¿Por qué te violenta tanto hablar de política? –dijo ella con calma, como si Dexter fuera un niño que tenía una rabieta.
–No es que me violente, es que… me aburre. –Él estaba hurgando en la cesta de la ropa sucia, sacando prendas y buscando las llaves en los bolsillos de los pantalones–. Me aburre la política. Ya está, ya lo he dicho. ¡Ya lo he sacado!
–¿En serio?
–Sí, en serio.
–¿Incluso en la universidad?
–¡Especialmente en la universidad! Lo disimulaba porque estaba mal visto. Solía escuchar a Joni Mitchell a las dos de la mañana, mientras algún payaso soltaba un rollo sobre el
apartheid
, o el desarme nuclear, o la cosificación de la mujer, y pensaba: coño, pero qué aburrimiento, ¿no podríamos hablar…, no sé, de la familia, o de música, o de sexo, o de algo, de gente, o de algo…?
–¡Pero si la política es la gente!
–¿Eso qué significa, Em? No tiene sentido. Es hablar por hablar.
–¡Significa que hablábamos de muchas cosas!
–¿Ah, sí? Yo el único recuerdo que tengo de esa época gloriosa es de gente, sobre todo hombres, que se hacían los chulos soltando rollos sobre el feminismo para poder meterle mano a alguna chica. Y diciendo unas obviedades del copón. Que si Nelson Mandela es muy simpático, que si la guerra nuclear es malísima, que si qué rabia que haya gente que no tiene bastante para comer…
–¡La gente no decía eso!
–… ahora es exactamente igual, pero con otras obviedades del copón. ¡Ahora es el cambio climático, y que si Blair es un traidor!
–¿No estás de acuerdo?
–¡Sí que estoy de acuerdo! ¡Sí! Lo que pasa es que me parecería refrescante oírle decir a alguno de nuestros conocidos, aunque sólo fuera uno, que Bush tampoco puede ser tan tonto, y que menos mal que hay alguien que le planta cara a ese dictador fascista; y que por cierto, me encanta tener un coche grande. ¡Porque se equivocarían, pero al menos se podría hablar de algo! Al menos no se darían palmaditas en la espalda a sí mismos. Al menos sería descansar un poco de las armas de destrucción masiva y los colegios y el puto precio de los pisos.
–¡Oye, que tú también hablas del precio de los pisos!
–¡Ya lo sé! ¡Y me aburro a mí mismo, joder!
Dexter arrojó a la pared la ropa del día anterior, mientras se apagaba el eco de su grito. Se quedaron en el dormitorio a oscuras, con las persianas bajadas y la cama deshecha.
–¿Y yo? ¿También te aburro? –dijo ella, sin alterarse.
–¡No digas tonterías! Yo no he dicho eso.
Dexter se sentó en la cama. De repente estaba exhausto.
–Pero ¿te aburro o no?
–No, no me aburres. ¿Y si cambiáramos de tema?
–Bueno. ¿De qué quieres hablar? –dijo ella.
Dexter se quedó encorvado al borde del colchón, apretándose la cara con las manos, y exhalando a través de los dedos.
–Sólo hace dieciocho meses que lo intentamos, Em.
–Dos años.
–Bueno, pues dos años. No sé, es que odio esa… manera de mirarme que tienes.
–¿Qué manera?
–Cuando no sale bien, como si fuera culpa mía.
–¡No es verdad!
–Pues lo parece.
–Lo siento. Perdóname. Es que… me he llevado una decepción. Tenía tantas ganas…
–¡Yo también!
–¿Sí?
Puso cara de ofendido.
–¡Pues claro!
–Porque al principio no.
–Pues ahora sí. Te quiero. Ya lo sabes.
Emma cruzó la habitación y se sentó a su lado. Se quedaron un momento cogidos de la mano, con los hombros caídos.
–Ven aquí –dijo ella, cayéndose de espaldas en la cama.
Él hizo lo mismo. Se quedaron con las piernas colgando por el borde. La persiana filtraba una luz turbia.
–Perdona por haberme desahogado contigo –dijo ella.
–Y tú a mí por… no sé.
Levantó una mano, y le puso el dorso en los labios.
–¿Sabes qué? Que creo que deberíamos hacernos un chequeo. Ir a una clínica de fertilidad o algo así. Los dos.
–Pero si no nos pasa nada…
–Ya lo sé. Es lo que nos confirmarán.
–Dos años tampoco es tanto. ¿Por qué no esperamos seis meses más?
–Es que tengo la sensación de que ya no me quedan otros seis meses.
–Estás loca.
–En abril cumpliré treinta y nueve, Dex.
–¡Y yo cuarenta en dos semanas!
–Exacto.
Dexter espiró despacio, viendo flotar tubos de ensayo ante sus ojos. Cubículos deprimentes, enfermeras poniéndose guantes de goma… Revistas…
–Bueno, vale, pues nos hacemos unos análisis. –Se giró a mirarla–. Pero ¿y la lista de espera?
Emma suspiró.
–Supongo que al final quizá tendremos que… no sé, que ir a la privada.
Él tardó un poco en hablar.
–Dios mío. Eso sí que no creía que te lo oiría decir.
–No, yo tampoco –dijo ella–. Yo tampoco.
Una vez establecida una paz frágil, Dexter se arregló para irse a trabajar. Por culpa de la absurda pelea llegaría tarde, pero al menos el Belleville Café funcionaba bastante bien. Había contratado a una encargada lista y de confianza, Maddy, con quien tenía una buena relación de trabajo, y con quien tonteaba un poco. Ahora ya no tenía que abrir él por la mañana. Emma le acompañó hasta la calle. Salieron a un día gris y anodino.
–Y la casa, ¿dónde queda?
–En Kilburn. Te mandaré la dirección. Parece bonita. En las fotos.
–En las fotos todas parecen bonitas –masculló Emma, oyéndose a sí misma, hosca y abúlica.
Dexter prefirió no decir nada. Pasó un momento antes de que Emma se sintiera capaz de abrazarse a él por la cintura.
–Hoy no estamos muy finos, ¿eh? Yo, al menos, no. Perdona.