–Vale, trato hecho.
–Pues ya está. Ahora…
Emma buscó algo en la mochila, y después de hurgar un poco sacó una Pentax SLR hecha polvo.
–¿Qué haces?
–¿A ti qué te parece? Sacar una foto. Algo para acordarme de ti.
–Tengo una pinta horrible –dijo él.
Ya empezaba a arreglarse el pelo.
–No me vengas con rollos, que te encanta.
Encendió un cigarrillo, como elemento escenográfico.
–¿Para qué quieres una foto?
–Para cuando seas famoso. –Emma estaba equilibrando la cámara sobre una piedra, y enmarcando la foto en el visor–. Quiero poder decirles a mis hijos: ¿veis a este de aquí? Pues una vez le metió mano a mamá por debajo de la falda en una habitación llena de gente.
–¡Empezaste tú!
–¡No, tío, empezaste tú!
Giró el temporizador de cuerda y se alborotó el pelo con las puntas de los dedos, mientras Dexter se ponía el cigarrillo primero en un lado de la boca y después en el otro.
–Vale, treinta segundos.
Dexter refinó su pose.
–¿Qué decimos?
¿Cheese?
–No,
cheese
no. ¡Vamos a decir «rollo de una noche»! –Emma apretó el botón, y la cámara empezó a zumbar–. ¡O «promiscuo»!
Pasó por encima de las piedras.
–O «cacos que pasan de noche».
–Lo que pasa en la noche son barcos, no cacos.
–¿Los cacos qué hacen?
–Los ladrones se juntan.
–¿Y qué tiene de malo decir
cheese
?
–Mejor no decir nada. Vamos a sonreír y a salir naturales. Salir jóvenes y llenos de ideales elevados y de esperanza o lo que sea. ¿Listo?
–Listo.
–Vale, pues sonríe y…
Tercer aniversario
El verano pasado
DOMINGO 15 DE JULIO DE 2007
Edimburgo
Ring, ring. Ring, ring.
Le despierta el dedo índice de su hija, apretándole la nariz como si fuera un timbre.
–Ring, ring. Ring, ring. ¿Quién llama a la puerta? ¡Jasmine llama a la puerta!
–¿Qué haces, Jas?
–Despertarte. Ring, ring… –Le pone el pulgar en el ojo, levantándole el párpado–. ¡Despierta, gandul!
–¿Qué hora es?
–¡De día!
Maddy, que está al lado, en la cama del hotel, coge su reloj de pulsera.
–Las seis y media –gruñe contra la almohada.
Jasmine se ríe, pérfida. Al abrir los dos ojos, Dexter ve la cara de su hija encima de la almohada, con la nariz a pocos centímetros.
–¿No tienes algún libro para leer, o alguna muñeca para jugar, o alguna otra cosa?
–No.
–Pues ponte a colorear, ¿vale?
–Tengo hambre. ¿Podemos pedir algo en la habitación? ¿A qué hora abren la piscina?
El hotel de Edimburgo es un hotel de lujo, tradicional y majestuoso, con las paredes de roble y los baños de porcelana. Una vez estuvieron sus padres, cuando se licenció. Es un poco más anticuado y caro de lo que le gustaría, pero ha pensado que ya que van a hacerlo, mejor que sea a lo grande. Se quedarán dos noches –Dexter, Maddy y Jasmine– antes de alquilar un coche e ir a una casa rural cerca del lago Lomond. Queda más cerca Glasgow, claro, pero Dexter lleva quince años sin ir a Edimburgo, desde un fin de semana de disipación en el que presentó un programa de la tele desde el Festival. Parece muy, muy lejos, como en otra vida. Hoy tiene la idea, propia de un padre, de que podría enseñarle la ciudad a su hija. Maddy, consciente de la fecha, ha decidido dejarlos solos.
–¿Seguro que no te importa? –le pregunta él en la intimidad del cuarto de baño.
–Claro que no. Iré a la galería, a ver la exposición aquella.
–Sólo quiero enseñarle algunos sitios. Un viaje por la memoria. No hace falta que tú también sufras.
–Ya te digo que no me importa, en serio.
La mira atentamente.
–¿Y no te parece que estoy loco?
Ella sonríe un poco.
–No, no creo que estés loco.
–¿No te parece morboso, ni raro?
–En absoluto. –Si a Maddy le molesta, está claro que lo disimula muy bien. Dexter le da un besito en el cuello–. Tienes que hacer lo que te apetezca.
En otro momento, la idea de que pudiera llover cuarenta días seguidos podía parecer descabellada, pero este año no. Ya hace semanas que diluvia cada día en todo el país, con calles enteras inundadas, y el verano se está presentando tan fuera de lo normal que casi podría ser una nueva estación. Una estación de los monzones. Sin embargo, cuando salen a la calle, aún hace un día despejado, con nubes altas, y sin lluvia, al menos de momento. Hacen planes para comer con Maddy, y se separan.
El hotel está en el casco viejo, justo al lado de la Royal Mile. Dexter se lleva a Jasmine al típico
tour
atmosférico, por callejones y escaleras secretas, hasta que salen a Nicolson Street, alejándose del centro por el sur. La recuerda como una calle muy animada, brumosa por el humo de los autobuses, pero al ser domingo por la mañana está tranquila, un poco triste. Ahora que se han apartado de la ruta turística, Jasmine empieza a estar inquieta y aburrida. Dexter, que siente cómo aumenta el peso de la mano de su hija, sigue caminando. Ha encontrado la dirección en una de las cartas de Emma. No tarda en ver la placa de una calle. Rankeillor Street. Es una calle tranquila, residencial, por la que se meten.
–¿Adónde vamos?
–Estoy buscando algo. El número diecisiete.
Ya están delante. Dexter mira la ventana del tercer piso, tapada por cortinas sin ningún estampado ni nada especial.
–¿Ves aquel piso? Es donde vivía Emma cuando íbamos juntos a la universidad. De hecho, se podría decir que es donde nos conocimos.
Jasmine mira obedientemente hacia arriba, pero no hay nada que distinga aquella simple casa pareada de las de al lado. Dexter empieza a cuestionar el acierto de la expedición. Es indulgente, morbosa y sentimental. ¿Qué esperaba encontrar? Aquí no hay nada que recuerde, y el placer que procura la nostalgia es débil y fútil. Por un momento se plantea dejar el recorrido a medias, llamar por teléfono a Maddy y quedar un poco antes, pero Jasmine está señalando el final de la calle, donde un risco de granito se cierne incongruentemente sobre las casas de la base.
–¿Eso qué es?
–Salisbury Crags. Por donde se sube a Arthur’s Seat.
–¡Arriba hay gente!
–Es que se puede subir. No cuesta nada. ¿Qué te parece? ¿Lo intentamos? ¿Te ves capaz?
Se dirigen a Holyrood Park. Lo deprimente es que su hija de siete años y medio sube por la montaña con mucha más energía que el padre, y casi no se para si no es para girarse y burlarse de él, que jadea y suda más abajo.
–Es porque llevo zapatos sin adherencia –protesta Dexter.
Siguen cuesta arriba, saliendo del camino principal, y al otro lado de unas rocas topan con el llano pedregoso y herrumbroso que hay en la cima de Arthur’s Seat. Encuentran la columna de piedra que marca el punto más alto. Dexter inspecciona los garabatos, con cierta esperanza de encontrarse sus propias iniciales: «Lucha antifascista», «Alex M 5/5/07», «Fiona, para siempre».
Para distraer a Jasmine de los grafitis más obscenos, la levanta y la sienta sobre la columna, pasándole un brazo por la cintura a la vez que le señala los puntos importantes, y ella mece las piernas.
–Aquello es el castillo, cerca del hotel. Aquello, la estación. Aquello, el Firth of Forth, que desemboca en el Mar del Norte. Por allá al fondo quedará Noruega. Leith, y aquello es New Town, donde vivía yo. Ya hace veinte años, Jas. El siglo pasado. Y aquello de allá, lo de la torre, es Calton Hill. Si quieres, esta tarde también podemos subir.
–¿No estás demasiado cansado? –pregunta ella, sardónica.
–¿Yo? Lo dirás en broma. Soy un atleta nato. –Jasmine imita sus jadeos, con una mano en el pecho–. Qué comedianta.
La baja de la columna, cogiéndola por las axilas, y finge arrojarla por la montaña, antes de columpiarla bajo el brazo, mientras ella grita y se ríe.
Al apartarse un poco de la cumbre, encuentran una hondonada natural con vistas a la ciudad. Dexter se tumba con las manos en la nuca, mientras Jasmine, sentada al lado, come patatas
chips
con sabor a sal y vinagre y se bebe el zumo con gran concentración. Dexter recibe el calor del sol en la cara, pero empieza a resentirse de haber empezado el día tan temprano, y en cuestión de minutos se siente invadido por el sueño.
–¿Aquí también venía Emma? –pregunta Jasmine.
Dexter abre los ojos y se apoya en los codos.
–Sí. Vinimos juntos. En casa tengo una foto de los dos. Ya te la enseñaré. Es de cuando papá estaba flaco.
Jasmine le mira hinchando los mofletes y se empieza a chupar la sal de los dedos.
–¿La echas de menos?
–¿A quién? ¿A Emma? Claro. Todos los días. Era mi mejor amiga. –Dexter le da un golpecito con el codo–. ¿Y tú?
Jasmine frunce el ceño al recordar.
–Creo que sí. Sólo tenía cuatro años, y tampoco me acuerdo muy bien, menos cuando veo fotos. Me acuerdo de la boda. Pero era simpática, ¿no?
–Mucho.
–Y ahora ¿quién es tu mejor amiga?
Dexter pone una mano en la nuca de su hija, con el pulgar en el hueco.
–Tú, claro. ¿Por qué? ¿Tu mejor amigo quién es?
La frente de Jasmine se arruga al reflexionar.
–Supongo que Phoebe –dice.
Chupa por la pajita del zumo vacío, que hace un ruido grosero.
–¿Sabes que se puede ser muy antipático? –dice él. Ella se ríe, aguantando la pajita con los labios–. Ven aquí –gruñe Dexter, y se lanza sobre ella para echarla hacia atrás.
Jasmine se apoya en el hueco del brazo, con la cabeza en el hombro. Dexter vuelve a cerrar los ojos, sintiendo en los párpados el calor del sol de media mañana.
–Qué buen día –masculla–. Hoy no llueve. Todavía.
Y vuelve a invadirle lentamente el sueño. Reconoce el olor del champú del hotel en el pelo de Jasmine. Siente su aliento en el cuello, sal y vinagre, lento y regular, al quedarse dormido.
Llevará unos dos minutos inconsciente cuando se le clavan en el pecho los huesudos codos de su hija.
–Papá, me aburro… ¿Nos podemos ir, por favor?
Emma y Dexter pasaron el resto de la tarde en la montaña, riéndose y hablando, y dando información sobre sí mismos: lo que hacían sus padres, cuántos hermanos tenían, sus anécdotas favoritas… En medio de la tarde, como de mutuo acuerdo, se durmieron, y se quedaron castamente en paralelo hasta que a las cinco Dexter se despertó sobresaltado. Entonces recogieron las botellas vacías y los restos del picnic y empezaron a bajar por la montaña, mareados, hacia la ciudad y sus respectivas casas.
Al acercarse a la salida del parque, Emma se dio cuenta de que pronto se despedirían, y de que lo más probable era que no volvieran a verse. Supuso que habría fiestas, pero no tenían el mismo grupo de amigos; además, Dexter saldría de viaje en poco tiempo. Aunque se vieran, sería algo fugaz y formal. Él no tardaría en olvidar lo de esa madrugada en el cuartito de alquiler. Al bajar de la montaña a trompicones, se empezó a angustiar, y comprendió que aún no quería que se fuera Dexter. Una noche más. Como mínimo quería una noche más, para acabar lo que habían empezado. ¿Cómo podía decírselo? De ninguna manera, por supuesto. Siempre pusilánime, había dejado pasar el momento. En el futuro seré más valiente, se dijo. En el futuro siempre diré lo que piense, con elocuencia y pasión. Ya estaban en la puerta del parque, donde probablemente habría que despedirse.
Dio una patada a la grava del camino y se rascó la cabeza.
–Bueno, creo que será cuestión…
Dexter la cogió de la mano.
–Oye, una cosa: ¿por qué no te vienes a tomar algo?
Emma ordenó a sus facciones que no manifestasen alegría.
–¿Ahora?
–¿O al menos me acompañas a mi casa?
–¿No iban a venir tus padres?
–Más tarde, por la noche. Sólo son las cinco y media.
Dexter le estaba frotando el nudillo del índice con el pulgar. Emma fingió tomar una decisión.
–Venga, vamos.
Se encogió de hombros con indiferencia. Dexter le soltó la mano y echó a caminar.
Al cruzar las vías del tren en North Bridge y entrar en la parte neoclásica, se le empezó a formar un plan en la cabeza. Nada más llegar a casa, a las seis, llamaría a sus padres al hotel y quedaría con ellos en el restaurante, a las ocho, en vez de en el piso a las seis y media. Así tendría casi dos horas enteras. Callum estaría con su novia. Tendrían el piso para ellos solos durante dos horas enteras, y él podría volver a besarla. En las habitaciones, de techo alto y paredes blancas, sólo quedaban sus maletas, unos pocos muebles, el colchón de su cuarto y la vieja tumbona. Con un par de sábanas para el polvo, parecería el escenario de una obra de teatro rusa. Sabía lo suficiente de Emma como para tener la certeza de que le encantaría. Así, casi seguro que él podría darle un beso, aunque estuviera sobria. Independientemente de lo que pudiera suceder entre los dos en un futuro, de las peleas y repercusiones que asomaran en el horizonte, Dexter sabía que en aquel momento tenía muchas ganas de besarla. Aún les quedaba un cuarto de hora a pie. Empezaba a costarle respirar. Deberían haber cogido un taxi.
Tal vez Emma tuviera la misma idea, porque estaban bajando francamente deprisa por la fuerte pendiente de Dundas Street, rozándose los codos de vez en cuando, con el Firth of Forth deshecho en brumas en la lejanía. Después de tantos años, Emma seguía exaltándose al ver el río, azul de hierro, entre hileras de casas antiguas y lujosas.
–Debería haberme imaginado que vivías aquí –dijo, crítica pero envidiosa.
Al hablar, sintió que le faltaba el aliento. Pronto estaría en el piso de Dexter, dotado de todas las comodidades. Iban a hacerlo. Le avergonzó notar que se le sonrojaba el cuello sólo de pensarlo. Se pasó la lengua por los dientes, en una vana tentativa de limpiárselos. ¿Tenía que cepillarse los dientes? Después de beber champán, siempre le apestaba el aliento. ¿Y si se paraban a comprar chicle? O condones. ¿Dexter tenía condones? Pues claro; era como preguntar si tenía zapatos. Pero ¿qué era mejor, lavarse los dientes o echársele encima nada más cerrar la puerta? Intentó acordarse de qué bragas y sostén llevaba, hasta que recordó que eran los especiales para las excursiones. Demasiado tarde para preocuparse de eso. Ya iban por Fettes Row.